
01 Abr Clima, huracanes y memoria
Los daños causados en las últimas décadas por los huracanes en México y en el mundo parecerían confirmar que el ser humano desafía a la naturaleza sin importar los crecientes riesgos que provoca su actuar en el aumento de la temperatura en los océanos y en la alteración de su entorno. El reciente huracán Otis es un botón de muestra, y de alerta, al respecto.
LUIS ALBERTO ARRIOJA DÍAZ VIRUELL*
Un recuento de la denominada “temporada de huracanes” en el México de las últimas décadas pone al descubierto tanto las formas más extremas que han alcanzado estos hidrometeoros como los daños que han dejado a su paso en las estructuras —económica, política y social—del país. En 1976, Liza, una tormenta descomunal, cambió su trayectoria en el océano Pacífico, evolucionó a huracán categoría 4 en la escala Saffir-Simpson y se adentró en los territorios de Baja California Sur, Sonora y Sinaloa, con lo que dejó un saldo de 700 muertos y más de 10 000 damnificados, así como cuatro ciudades y once localidades en ruinas. Doce años después, el huracán Gilberto, categoría 5, devastó Quintana Roo, Yucatán y Campeche, se adentró en las aguas tibias del golfo de México y cambió inesperadamente su rumbo para luego tocar tierra en Veracruz, Tamaulipas y Nuevo León, donde provocó más de 500 muertes, numerosos destrozos en infraestructura urbana y carretera, y cerca de 200 000 damnificados. Para 1997, el huracán Paulina, de categoría 4, descargó su fuerza en Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Puebla, provocando 250 decesos, 150 000 damnificados y daños por más de mil millones de pesos. A estos fenómenos naturales les siguió un grupo de huracanes cuyas categorías oscilaron entre 3 y 5 en la escala Saffir-Simpson, como Mitch (1998), Emily (2004), Wilma (2005), Dean (2007), Odile (2014), Patricia (2015), Willa (2018), Grace (2021) y Roslyn (2022). Estos hidrometeoros evidenciaron, entre otras cosas, la fuerza de la naturaleza, la complejidad de la meteorología, el dinamismo y la intensidad de los fenómenos naturales y los procesos de vulnerabilidad que se acumulan en el país.
Este año, Otis ha sido catalogado como uno de los huracanes más fuertes y destructivos que se han gestado y desplazado en el océano Pacífico, al grado de que sus efectos sobre el puerto de Acapulco y la Costa Chica de Guerrero son todavía inciertos, pues hay zonas donde los servicios de rescate y ayuda no han podido acceder. A juzgar por la literatura especializada, Otis es una muestra de la manera en la que las tormentas han evolucionado y desplegado formas complejas en las últimas décadas. Para algunos científicos, el citado huracán experimentó cambios de intensidad en tan sólo 48 horas; es decir, pasó de tormenta tropical a huracán categoría 5 y, tan pronto alcanzó este nivel, comenzó a desplazarse a menor velocidad, lo que potenció su peligrosidad y capacidad destructiva. Para otros especialistas, este comportamiento es resultado de un proceso que viene ocurriendo en el globo terráqueo desde hace más de cien años y que implica, entre otras cosas, el calentamiento de las aguas superficiales de los océanos, el aumento en los volúmenes de agua marina y la presencia de corrientes de aire caliente en la atmósfera. Es de advertir que cuando estos elementos coinciden en el tiempo y en el espacio, se gestan las condiciones óptimas para la formación de tempestades, tormentas, ciclones y huracanes.
Una revisión panorámica de la literatura especializada revela que los huracanes de las últimas cinco décadas se han distinguido por desplegar formas imprevisibles y por ser altamente peligrosos, así como por causar efectos severos en la vida de las poblaciones, los cuales suelen agudizarse en relación con la medida de las categorías que alcanza cada huracán y, sobre todo, en función de las condiciones socioeconómicas y geográficas que éste encuentra a su paso. Hoy en día, por ejemplo, hay zonas en Puerto Rico que siguen recuperándose de los estragos del huracán María (2017), mientras que en Haití y República Dominicana los efectos del huracán Matthew (2016) son evidentes en los problemas que enfrenta la infraestructura urbana y en los numerosos campamentos de damnificados que se distribuyen a lo largo y ancho de ambos países. La histórica Nueva Orleans, por su parte, es una ciudad cuya traza urbana y composición sociodemográfica cambió con las secuelas del huracán Katrina (2005). Algo muy parecido ocurrió en las Bahamas con el huracán Dorian (2019), el cual tuvo la capacidad de echar por tierra miles de viviendas, abatir la infraestructura carretera y alentar la despoblación de cientos de cayos e islas menores. Por si esto no fuera suficiente, todos los huracanes enunciados ocasionaron daños irreversibles en la cubierta vegetal y en el mundo animal, por las inundaciones que provocaron, la saturación salina que dejaron en numerosos terrenos, la erosión y el desgaste de superficies a causa de sus vientos, la extinción de especies endémicas, el desbordamiento y la contaminación de corrientes superficiales, así como el deslizamiento y el derrumbe de terrenos.
El estudio de estos huracanes y de las condiciones atmosféricas que los posibilitaron revela que existe un conocimiento científico abundante, una estructura institucional (nacional e internacional) encargada de observar la formación y evolución de estos fenómenos, un horizonte amplio de instrumentos para pronosticar y prever su presencia, así como un legado material e inmaterial sobre los efectos que causan. Dicho recuento también pone de relieve la existencia de información sobre las amenazas, los patrones de riesgo, las vulnerabilidades y los múltiples componentes sociales, económicos y políticos que agudizan las secuelas de los huracanes. Sin duda, la complejidad que tienen estos fenómenos naturales debería significar una llamada de atención para las autoridades y los ciudadanos que rechazan los efectos del calentamiento oceánico, niegan las consecuencias de la evolución atmosférica, colaboran con el deterioro de ecosistemas marinos y costeros, y promueven el olvido de las consecuencias que han dejado en la vida de numerosas poblaciones. La experiencia de las últimas décadas incluso sugiere que los huracanes suelen entrar en el horizonte de las autoridades y los ciudadanos al tiempo en que llegan a las costas con lluvias torrenciales, ráfagas de viento y marejadas que destrozan todo lo que encuentran a su paso. Sin embargo, conviene recordar que estos fenómenos han impactado dichas costas desde hace varios siglos, pero sólo en las últimas ocho décadas estos mismos litorales han experimentado un reemplazo de sus ecosistemas por manchas urbanas, carreteras y asentamientos humanos.
Si bien es cierto que los huracanes suelen mostrar la complejidad y la fuerza de las condiciones atmosféricas, también es verdad que ponen de manifiesto la relación tan estrecha que existe entre la naturaleza y el hombre, pues este último ha dedicado buena parte de su historia a adaptarse a ella, a enfrentarla en sus formas más extremas o a aprovecharla en sus manifestaciones más bondadosas: una historia, en palabras de Emmanuel Le Roy Ladurie, donde las condiciones atmosféricas han tenido la capacidad de generar un entorno de pesimismo, inseguridad y horror, y donde las proclamas de sufrimiento se han convertido en un relato cotidiano del hombre y sus autoridades.
Cuando llega la temporada de huracanes, se revitaliza esa relación histórica y asimétrica entre el hombre y la naturaleza, saltan a la vista nuevas formas e intensidades en los fenómenos naturales, salen a relucir conocimientos novedosos sobre la atmósfera, emergen relecturas sobre los patrones de riesgo y las vulnerabilidades de antaño, irrumpen los grandes pendientes en materia de protección y prevención civil, entran en escena las amenazas naturales como posibles detonadores de desastres socialmente construidos y despuntan las formas más complejas para resistir y adaptarse a dicha temporada.
En opinión del antropólogo Brian Fagan, todo indica que las amenazas que provocan los huracanes van en aumento y crecerán notablemente en el futuro inmediato, no necesariamente por el ascenso progresivo en el nivel de los océanos y por los trastornos que experimentan las condiciones atmosféricas, sino por la condición humana que, día con día, suele desafiar la fuerza de la naturaleza y alentar en su entorno inmediato la acumulación de vulnerabilidades y riesgos.◊
Referencias
Fagan, B. (2013), The Attacking Ocean. The Past, Present, and Future of Rising Sea Levels, Nueva York-Londres, Bloomsbury Press.
García Acosta, V. (coord.) (2021), La antropología de los desastres en América Latina. Estado del arte, México, ciesas / Colef / Colmich / Gedisa.
Le Roy Ladurie, E. (2017), Historia humana y comparada del clima, México, Conacyt / fce.
* Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de Michoacán y actualmente se desempeña como presidente de dicha institución. Sus temas de investigación son la historia del clima, los desastres y el mundo rural en México y América Central entre los siglos xviii y xix. Sus obras más recientes, como autor y coeditor, son el volumen 1 de Estudios sobre historia y clima: Argentina, Colombia, Chile, España, Guatemala, México y Venezuela (2021) y La pandemia del olvido. Estudios sobre el impacto de la influenza en América Latina, 1918-1920 (2023).