11 Jun Zapata en la narrativa de Mauricio Magdaleno (notas)
En este ensayo, Rafael Olea mira a Emiliano Zapata ya no como personaje histórico sino literario, y, en un breve repaso de la huella que el Caudillo del Sur dejó en la obra del novelista Mauricio Magdaleno, se pregunta: ¿cómo entender que el desconfiado Zapata haya sido engañado por las promesas de lealtad del coronel Guajardo?
RAFAEL OLEA FRANCO*
La lucha por el poder emanado del largo y sangriento proceso de la Revolución Mexicana la ganaron, sin duda, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón. En cambio, la secreta disputa en el imaginario colectivo fue dominada por Pancho Villa y Emiliano Zapata. Aunque con diferencias notables entre ellos, para la literatura (oral y de la cultura letrada) las figuras más prominentes han sido los segundos, como lo prueba, por ejemplo, el número de corridos dedicados a ambos en cualquier compilación del género. Tal vez alguien pensaría que eso se debe a la propensión de nuestra cultura por sus héroes caídos, pero en realidad los cuatro fueron asesinados; en orden cronológico: Zapata, el 10 de abril de 1919; Carranza, el 21 de mayo de 1920; Villa el 20 de julio de 1923; Obregón, el 17 de julio de 1928. Sólo que Carranza y Obregón sí ostentaron el poder presidencial, mientras que Zapata y Villa son héroes derrotados, convertidos ya en mito.
De manera general, la década de 1930 atestiguó la creciente presencia de Villa y Zapata en la literatura. En primer lugar, en 1931, Rafael F. Muñoz publicó en España su novela ¡Vámonos con Pancho Villa!, la cual en 1935 se convirtió, gracias al espléndido apoyo gubernamental, en la primera superproducción cinematográfica del país. En cuanto a Zapata, el escritor Mauricio Magdaleno (1906-1986) fue quien, en ese mismo periodo, se dedicó con mayor enjundia a forjar una imagen artística del Caudillo del Sur. Primero, en su obra teatral Emiliano Zapata,1 estrenada en el Teatro Hidalgo de la Ciudad de México el 12 de febrero de 1932, como parte del movimiento “Teatro de Ahora”, que encabezaron Magdaleno y Juan Bustillo Oro.
En el primer “tiempo” o acto de la obra, Otilio Montaño, uno de los hombres más cercanos a Zapata, es acusado de ser benigno con los enemigos y de estar en tratos con el general carrancista Pablo González, lo cual provoca la decisión de Emiliano de fusilarlo, suceso histórico que se verificó el 18 de mayo de 1917. Los dos “tiempos” siguientes se desplazan a 1919, hasta el momento en que Emiliano cae en la red de engaños tejida por el coronel Jesús Guajardo, que a la postre causará su muerte en Chinameca el 10 de abril de 1919; esta parte de la obra se esfuerza en indagar por qué Zapata, suspicaz por naturaleza, esta vez no fue cauto. Así, para mostrar lealtad a Emiliano, Guajardo incluso manda fusilar a algunos de sus hombres, bajo el cargo de que, como federales, habían liquidado a muchos zapatistas. En los instantes previos al asesinato de Emiliano, sólo Remedios, su mujer, tiene un presentimiento que le infunde miedo. Por ello, cuando Emiliano monta a caballo para dirigirse a la fiesta que le tienen preparada, ella le aconseja: “¡Vete de aquí, peligras! […] ¡Hay un mar de sangre delante de ti!” (p. 161). Pero él no hace caso y emprende el viaje con una escolta de apenas diez hombres. Antes de partir, ordena a uno de sus subalternos: “Díganles a los pueblos que ahora hay que prepararnos. Y que no tengan cuidado. Que mientras yo viva, serán suyas las tierras, y que cuando muera, no confíen sino en su propia fuerza, y que defiendan con las armas en la mano sus ejidos” (p. 162). En este mensaje, calificado como fúnebre por uno de sus ayudantes, resuenan expresiones que circulaban en los corridos sobre Zapata. Después, la escenografía exige oscuridad, en cuyo fondo se escuchan las detonaciones de las armas de los soldados de Guajardo masacrando a Emiliano y a su gente. En la última imagen, Guajardo ordena el traslado del cadáver de Zapata para exhibirlo en Cuautla.
La siguiente incursión de Magdaleno en un tema paralelo fue la obra narrativa El compadre Mendoza, escrita en 1932, durante su estancia en España, con el propósito de que se publicara en el diario El Sol, dirigido en Madrid por Martín Luis Guzmán. A su regreso a México, en 1934, Magdaleno imprimió su relato en un modesto folleto de poco más de veinte páginas de apretada tipografía, sin editorial.2 En la nota introductoria, titulada “Referencia”, él mismo califica su texto como una “breve pieza novelesca”. En efecto, ésta se asemeja a una novela breve porque tiene una división en capítulos cortos, donde se narran diversas etapas de la trama con una secuencia lineal que abarca varios años de la vida de Rosalío Mendoza, el protagonista.
Desde el inicio del texto, Mendoza asume un pragmatismo extremo, reiterado en la frase que constituye el penúltimo párrafo de la novela: “—Yo soy enemigo de romanticismos y de suspiritos. Las cosas hay que hacerlas pronto y bien hechas” (p. 23). Él pronuncia esta sentencia luego de traicionar al general zapatista Felipe Nieto, asesinado en la hacienda de su compadre Rosalío, adonde se había presentado para dialogar con el coronel Bernáldez, comandante de las fuerzas federales. Como sucedió en la realidad histórica con Guajardo, Bernáldez finge que desea sumarse al bando zapatista porque está harto del gobierno.
En principio, conviene preguntarse por qué el autor trabajó un tema cercano al de su obra teatral Emiliano Zapata. A mi parecer, su relato imprimió otro giro al tema, como puede ilustrarse desde el título mismo del texto: Rosalío Mendoza y Clotilde, su esposa, mantienen una relación de compadrazgo con el coronel zapatista Felipe Nieto, de cuyo hijo son padrinos. En una actitud totalmente hipócrita, antes de consumar su traición, Rosalío aleja de la hacienda a su esposa para que no vea el asesinato de Felipe Nieto, a quien la unen fuertes lazos afectivos. Éstos habían arrancado desde su boda misma en la hacienda, donde irrumpen las fuerzas zapatistas, uno de cuyos cabecillas desea fusilar al novio, pues sus negocios con las fuerzas federales son conocidos por todos. Pero a Rosalío lo salva el hecho de que, como buen capitalista, sólo tiene intereses, no ideología política. Por ello, es amigo tanto de los federales como de los zapatistas, con quienes efectúa jugosas transacciones comerciales. Según señala Magdaleno en su nota introductoria al texto, Rosalío “no tiene más partido que lucrar a expensas de los partidos en pugna” (p. 4). Como Felipe Nieto salva la vida de Rosalío en la fiesta, Clotilde no sufre la pena de convertirse en viuda el mismo día de su matrimonio; se inicia así una estrecha relación entre ellos tres, con frecuentes visitas de Nieto a la hacienda.
Conocedor del entramado social y cultural mexicano, Magdaleno pone en juego una relación fundamental en el ámbito rural: el compadrazgo, en el más hondo sentido del término, no de mero compromiso (por cierto, Rulfo trabajó en sus cuentos con ambas facetas de este sacramento: sagrado, en el primer caso; más bien social, en el segundo). El carácter sagrado del compadrazgo se muestra en el “Corrido de Simón Blanco”, quien es asesinado por varios hombres de apellido Martínez, entre ellos un compadre suyo; pero como los Martínez fallecen misteriosamente a los tres días de haber cometido su crimen, la gente enuncia un motivo religioso para ello, según se percibe en estos versos, que les pido que traten de escuchar en la excelente interpretación de Chavela Vargas: “Como a los tres días de muerto / los Martínez fallecieron. / Decían en su novenario / que esto encerraba un misterio / porque matar a un compadre / era ofender al Eterno”.
En el prólogo de su obra, Magdaleno describe el sentido pragmático de esta relación en México, más allá de sus orígenes católicos, pues dice que el compadrazgo es “la fácil cinta en que suelen nuestras gentes atar simpatías y proximidades, coyuntura que una vez formulada cede derechos íntegros e impunidad cerca del compadre con mando, sazón de prebendas y canonjías, sabrosa nota que sabe exclamar, cerrando toda exigencia: ‘para eso es mi compadre’” (p. 4). Esta descripción justifica el clímax de la trama de El compadre Mendoza, que, en cuanto obra artística, debe ser coherente y verosímil, incluso más que la realidad histórica misma. Me explico. En su pieza teatral Emiliano Zapata, Magdaleno se enfrentó al mismo dilema con que se han topado los historiadores: ¿cómo entender en profundidad que el guerrillero Emiliano Zapata, quien hasta en las fotografías aparece con un semblante de desconfianza extrema, haya sido engañado por las promesas de lealtad de Guajardo? Aun aceptando que el Zapata histórico, ya debilitado militarmente, necesitara aliados y armamento, parece poco cauto que haya ido a la hacienda de Chinameca, donde se encontraban las fuerzas que supuestamente se le rendirían.
En El compadre Mendoza, Magdaleno construye con mayor libertad los personajes, quienes son más ficticios que históricos (por ejemplo, no hay ningún general zapatista con el nombre de Felipe Nieto). No obstante, el trasfondo histórico es claro. Cuando Rosalío presenta al general zapatista Felipe Nieto su propuesta de diálogo con el coronel Bernáldez, la inviste de altos y nobles fines, pues le dice: “—Le conviene a usted y al país. Es algo patriótico […] Bernáldez quiere rendirse […] Yo lo he tenido en observación por unos días, y me convencí de que es leal”. Y cuando Nieto expresa sus dudas, Rosalío se ofrece como garante de la vida de Nieto: “—Yo respondo, compadre. ¿Usted qué pierde? El coronel quiere echar la maroma… Ya se convenció de que el gobierno no domina la situación por mucho tiempo, y tiene ambiciones”. Y ante una nueva renuencia de Nieto, insiste: “—Acceda a una entrevista, compadre. Yo estoy de por medio” (p. 19). Al final, la docilidad del general Felipe Nieto para caer en la trampa de Rosalío Mendoza es congruente con el hecho de que ambos son compadres, porque ¿quién se atrevería en México a desconfiar de un compadre? En suma, en este punto, la literatura es más congruente que la historia, porque mientras es imposible encontrar una razón histórica que justifique totalmente el engaño de Zapata, el compadrazgo entre Mendoza y Nieto explica todo.
Rosalío mantiene hasta el final un trato amable y afectivo hacia el general Felipe Nieto, cuyo supuesto acuerdo con Bernáldez se sella con unos tragos de coñac, seguidos del entusiasta e hipócrita grito de Bernáldez: “—¡Viva Zapata! ¡Viva el Ejército Libertador del Sur!” (p. 19). Rosalío todavía tiene una última oportunidad para arrepentirse, pues, cuando su mayordomo menciona que el aguacero de esa noche es semejante al de su boda, le recuerda el momento en que el general Nieto le salvó la vida; pero esto sólo provoca en Mendoza pasajeras dudas, que reprime con enojo. Recuperado el control, continúa con su plan.
Ahora bien, la ofensa contra el sacramento del compadrazgo (más bien un pecado) es todavía mayor si el asesinato se comete a traición. El narrador del texto insinúa la cobardía extrema del protagonista, quien no sólo no empuña el arma ejecutora, sino que se esconde cobardemente en el momento en que los soldados del coronel Bernáldez acribillan al general Nieto, dormido en una recámara después de haber disfrutado de su última cena; así se deduce del reclamo que le lanza Bernáldez: “—¡Pero dónde diablos se ha metido usted!” (p. 22). Luego, pronuncia la frase que sella el negocio entre ambos: “¡Ahora sí nos armamos, vale! ¡Esa cabeza vale mucha plata!” (p. 22). Con habilidad, Magdaleno usa aquí una figura retórica que responde al elegante nombre de diáfora, mediante la cual juega con los dos sentidos de la palabra “vale”: como denominación para referir a cualquier persona de sexo masculino y como inflexión del verbo “valer”. El lector entiende al final cuál era el “negocito” que Rosalío se traía entre manos, anunciado por él mismo como acto necesario antes de desplazarse con su familia de la zona de Morelos a la Ciudad de México. Por ello, la escena final de Judas recibiendo las treinta monedas resulta innecesaria.
Como dije, Magdaleno escribió su relato en España en 1932 y lo difundió en México en 1934. En medio está su representación cinematográfica, bajo la dirección de Fernando de Fuentes, quien hizo la adaptación junto con Juan Bustillo Oro, a partir del argumento de Magdaleno y de Bustillo. De hecho, Magdaleno dedica su texto de 1934 a Bustillo Oro, a quien identifica como “realizador cinematográfico del drama de Rosalío Mendoza” (p. 5). Esta película, para cuya descripción carezco de espacio, fue la segunda de la trilogía revolucionaria del director, inaugurada con El prisionero número 13 y cerrada con ¡Vámonos con Pancho Villa!
En un breve plazo, de apenas tres años, Magdaleno contribuyó, total o parcialmente, a tres proyectos sobre el Caudillo del Sur: la obra teatral Emiliano Zapata, el relato El compadre Mendoza y la película del mismo nombre. Este fecundo ciclo creativo puede entenderse si se considera que, para él, el movimiento zapatista fue la acción más destacada, no sólo de la Revolución Mexicana, sino de todas las revoluciones habidas en este país, porque, como escribió en el prólogo a su relato: “ningún hecho de la Revolución Mexicana —y de todas las revoluciones mexicanas, de [Vicente] Guerrero acá— tiene la espesa trascendencia, la conmovida y fervorosa importancia social del movimiento de los peones de Morelos, encabezados por Zapata. Afloran en él […] los signos más verdaderos de la tierra de México” (p. 4).
Para concluir, cito una de las ideas más profundas sobre la Revolución Mexicana y sobre Zapata enunciadas en la literatura. Al final de la novela El luto humano, de José Revueltas, se cita una supuesta incapacidad geográfica de Zapata, quien, al confundir un suceso de la Primera Guerra Mundial, habría creído que su enemigo Carranza estaba atacando Verdún; por ello, el narrador aclara: “Zapata era del pueblo, del pueblo puro y eterno, en medio de una revolución salvaje y justa. Las gentes que no ignoraban lo que era Verdún, ignoraban, en cambio, todo lo demás. Lo ignoraban en absoluto. Y ahí las dejó la vida, de espaldas, vueltas contra todo aquello querido, tenebroso, alto, noble y siniestro que era la Revolución”.3 Como deseo terminar parafraseando a Revueltas, me atrevo a afirmar: Zapata era y sigue siendo del pueblo, del pueblo puro y eterno, y murió a traición, luchando en medio de una revolución salvaje pero justa.◊
1 Mauricio Magdaleno, “Emiliano Zapata”, en Teatro revolucionario mexicano, Madrid, Editorial Cenit (“El teatro político”), 1933, pp. 89-164.
2 Mauricio Magdaleno, El compadre Mendoza, México, s. e., 1934. También se publicó ese mismo año en el suplemento del diario El Nacional.
3 José Revueltas, El luto humano, Antonio Cajero Vázquez (ed. crítica), San Luis Potosí, El Colegio de San Luis, 2014, p. 171.
* RAFAEL OLEA FRANCO
Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.