“Y todo por ponerme los lentes”

Entre los puestos del mercado, el preparado de las comidas corridas del día y los problemas oftalmológicos de Héctor —personaje singular del mundillo del comercio ambulante citadino—, Verónica Crossa esboza “la frontera moral entre el trabajo digno y el tramposo”.

 

VERÓNICA CROSSA*

 


 

 

Son las 11:30 de la mañana. Simón está en su puesto, preparando los dos kilos de arroz para la comida de hoy. Toca arroz a la mexicana; ayer fue arroz blanco con chícharos. Llega Héctor, su valedor, a saludar, como lo hace todos los días; a veces se queda a comer, y otras, como ésta, platica un rato y se va. “Me voy a bañar y a cambiar porque tengo que ir al oftalmólogo”, le dice a Simón, que está demasiado ocupado lavando el arroz como para prestarle atención. Hoy usará los baños públicos porque están más cerca que los del Sports World, a los que suele ir cuando hace ejercicio.

—¿Por qué va al oftalmólogo? —pregunto yo, aprovechando la desatención de Simón.

—Porque no veo bien, señora.

—¿Adónde va?

—Según con uno que es muy bueno, el mejor de México. El doctor se llama Paseda. Él ha operado a varios de mi familia. ¿Te acuerdas del hijo del plomero, que estaba bien virolo? —le pregunta a Simón.

—¿Quién, güey? —responde mientras mete el arroz a freír a la olla.

—El Rodrigo, güey.

—¿El Rodri? ¡Ah, no mames! ¿A poco?

—Sí, Rodrigo estaba completamente así —pone ojos bizcos—. Pero ya se acomodó, cuando tenía nueve meses, el morrito. Igual a mi tío, el Joker, lo operó él. No veía, pero ya lleva 25 años viendo bien. A la otra prima también la operó. Pues voy a ir, ojalá. Nada más que me digan cuánto: 60, 80 mil y ¡vámonos! Ya me urge, ya no puedo más. Ya perdí seguridad. Llego a un lugar y no saludo. Piensan que soy maleducado, pero no, no saludo porque no veo si me están viendo. De cerca veo bien, pero a un metro, ¡nada!

Héctor tiene 25 años y es de estatura media: ni muy alto ni muy bajo, pero notablemente fornido. Suele caminar con un aire jactancioso, a pesar de ser algo tímido y circunspecto, al menos en mi presencia. Usa una cadena mediana color oro y una gruesa esclava que cuelga de su muñeca izquierda. Casi siempre trae ropa de marca o hace notar que la usa. En cualquier caso, está siempre impecable, perfumado y, cuando no usa gorra de beisbol, trae el cabello engominado y peinado hacia atrás, como recién salido de la ducha. Nació en la Ciudad de México: “Aquí en el mercado, casi casi”. Creció entre comerciantes, la mayoría vendedores de la calle. Su padre falleció cuando tenía 15 años: “Empezó a chupar, chupar y chupar, y se murió de alcohol; tenía 50 años”. La madre tiene un puesto de chácharas para celulares (cargadores, micas, audífonos) afuera del mercado, que atiende religiosamente, entre ocho y diez horas al día. Salvo por algunos tíos de Héctor que tienen locales en las orillas del mercado, la mayoría de sus parientes tienen puestos ambulantes sobre la avenida frente al mercado, en las calles que lo rodean y en la recién remodelada parada de camiones.

—¿Es la primera vez que va? —le pregunto.

—No, ya fui a dos. Una vez fui a uno que está aquí abajo. Lo encontré en internet y la página decía: “15 mil pesos la operación”; entonces fui. Me cobraban 80 mil, que porque me tenía que poner unos imanes en los ojos porque dizque no soy apto para la operación. Me dejaron ciego, me echaron unas pinches gotas y yo no veía nada. Y dije: “Ni madres”. Y hace como un mes fui a otro que me recomendaron. Sí era bueno, pero tenía una cara de borracho, señora. Según, es muy bueno y todo. Pero luego luego lo reconozco, le vi cara de borracho… Entonces le digo: “A ver, yo soy así, a mí hábleme al chile”. Y me dice: “Para empezar, no sé de qué putos imanes me hablas. Yo no te puedo hacer un estudio para saber si eres apto o no si no te quito primero esa pinche carnosidad. Tu ojo está alterado con la carnosidad. Primero hay que quitarte eso para saber si eres apto. El 98% de las personas son aptas. Lo que no entiendo es cuáles imanes. Yo me dedico a esto y no conozco ningunos imanes. Te estaban engañando”. Me cobraba 50 mil, 15 del derecho, 15 del izquierdo y 20 del láser. Y sí, ya me lo iba a hacer. Pero mi tío me dijo: “Güey, ve con el Paseda, es el mejor de México; ve con él, es un chingón. Te va a cobrar 1 800 la consulta, pero te va a decir la neta”. Entonces sí, a las 5 tengo la consulta. A ver qué me dice. Si me dice 70, pues va, lo que él me diga. Pero ya si me habla de 150, no sé. Ya me cansé de estar así. Ya no manejo en carretera por lo mismo: me da miedo.

En el mercado hay personas, personajes cuya presencia ayuda a comprender la frontera moral que se dibuja entre el trabajo digno y el tramposo, o bien, entre el dinero limpio y el sucio. Es, desde luego, una frontera porosa que se diluye al aterrizar en personas y circunstancias concretas. Desde pequeño, Héctor trabaja en el mercado, limpiando puestos o tirando la basura para otros comerciantes del mercado.

—Empecé a ganar mi dinero tirando basura; me pagaban dos pesos, cinco pesos. Es que hay que ser emprendedor, señora. Luego, a don Manuel, que en paz descanse, yo le sacaba los chicles que estaban pegados en el piso frente a su puesto y me pagaba por cada chicle. Llegaba yo y le decía: “Noooo, don Manuel, este chicle no sale. Está bien pegado: le va a salir más caro quitarlo” —Héctor se ríe al contarme.

—Y ahora, ¿cómo le va?

—Ahora, muy bien —comienza a cantar “Jefe de jefes”, de los Tigres del Norte: “Muchos grandes me piden favores, porque saben que soy el mejor”.

Simón piensa que el problema es que Héctor “siempre anda con un chingo de varo, así, fajos de lana”:

—Una vez fuimos a un billar y nos revisaron y me dice: “No mames, güey, hoy cobré y traigo 80 mil varos en efectivo en la bolsa”. “¡No mames!”, le digo, “vámonos a la chingada”, entonces ya no entramos. Con esa cantidad de lana, ¡imagínese!

Héctor suele estar pendiente de distintos movimientos en el lugar. Aunque él no tiene puestos dentro del mercado, pasa largas horas ahí: les echa la mano a los tíos en sus puestos de ropa; visita a Simón; camina por los pasillos; cotorrea con comerciantes, con el velador, el administrador, el de vigilancia o quien sea. Héctor no sólo pasa el día ahí; también las noches. Duerme en el coche. Lo estaciona afuera y, junto con su chalán, se queda a vigilar sus puestos, que no se roben sus productos, “porque montar y desmontar diario es una chinga”. En la época de Navidad, diciembre y enero, su madre, una mujer de 65 años, trae un colchón y duerme en el mercado, también para vigilar sus puestos. Si bien el recinto tiene un velador y vigilancia nocturna, los puestos de Héctor están en la calle, y ahí no hay quien los cuide.

A Héctor le dicen “el Güero” porque los demás de su familia “son bien prietos, feos y gordos”, comenta Simón, en tono de burla:

—Todo mundo dice que se dedica a negocios sucios, pero no es cierto. Son de los famosos Jabba, él y su familia. Les dicen así porque están bien grandotes, gordos, gordos. Y sí, es de la banda de los Jabba. De repente el gobierno hace operativos y llegan directo contra ellos, porque dizque se dedican al robo y a la extorsión; entonces los tienen bien fichados. A veces se ha venido bien pesada la cosa, cierran calles, el mercado, con helicóptero y todo el pedo. Nunca le encuentran nada, pero entre que son peras o son manzanas, se los llevan. Pero a mí me consta que nada que ver. Yo lo conozco.

Es difícil saber si los Jabba ganan su dinero de manera sucia. Distintos medios de comunicación apuntan a que sí, con titulares en la prensa como: “Los Jabba venden droga y extorsionan en el mercado”, y más: los locatarios y franeleros revelan que la organización delictiva controla la zona desde hace años, y que “todos los días [los ambulantes] son extorsionados por esta banda, que los acosa y no los deja trabajar a menos que paguen una cuota”. Lo cierto es que Héctor estuvo en el reclusorio en dos ocasiones. La primera en 2010, cuando tenía 15, y la segunda a los 21 años.

Héctor, junto con su madre, algunas primas y sobrinas, gestiona puestos en las calles aledañas al mercado, y cobra 500 pesos semanales a cada comerciante por un puesto de dos metros en la calle, cuota que después reparte entre familiares y algunos funcionarios, sobre todo el Lori, el de Vía Pública de la alcaldía.

—Es un chingo por un pedazo de banqueta. Obvio por eso le tienen que pagar al machín de la delegación. Le pasan como 5 mil varos por mes. Y no te puedes poner así nada más. Llega la delegación y te quita. Pero a ellos no los quitan. Nomás dicen que ya están arreglados con el gringo (así le dicen), y ya no hay pedo —me explica Simón.

La relación que muchos han llamado clientelar entre el comercio en la calle y las autoridades de la ciudad no es novedad. Mucho se ha dicho, mucho se ha escrito, mucho se ha conjeturado sobre este tipo de intercambio. No sorprende y, sin embargo, cuando se escribe o se habla de ella, se hace casi siempre con tono de sorpresa o indignación, con el uso de palabras como corrupción, mafias, caciquismo. No obstante, para Héctor, el vínculo con la delegación es sencillamente una relación como cualquier otra. El Lori es un trámite burocrático más en una larga cadena logística que da como resultado la posibilidad de tener puestos alrededor del mercado: un intercambio necesario, como lo explica Héctor:

—Somos amigos. Bueno, no amigos, hay que estar bien con ellos. Hace como un mes, me puse bien pedo con ellos y me robaron —se ríe al contarlo—. Se les hizo fácil robarme las cosas, pero, pues, ya… son amigos. Hasta la Carmen —su novia— estaba hablando con el Lori ahí afuera el otro día. El día de la fiesta, que el Lori la saca a bailar, y es bien respetuoso. La Carmen nomás me veía así con una cara de “qué pedo”. Luego nos fuimos por unos tacos y cuando regresé ya se habían llevado las cosas. Míos se llevaron seis peluches. Hasta me reí, y le digo al Lori: “No mames, güey, mejor pídemelos y te los regalo”.

Cuando la alcaldía organiza un operativo para quitar los puestos ambulantes ubicados en las zonas aledañas al mercado, el Lori le avisa a Héctor con una llamada o un mensaje. Lo que sí es que “gente” de la alcaldía también les avisa a Héctor y a su familia con tiempo. “Obvio que avisan, desde temprano, y pues recogen y ya”. Generalmente avisan con tiempo, pero hacía pocos días, mientras Héctor estaba en el vapor, recibió una llamada de un número desconocido y que decidió ignorar, seguido por un mensaje: “Aguas, valedor, va a haber operativo”.

Héctor me cuenta:

—Salí en chinga del vapor. Que me pongo el pantalón, salgo casi encuerado, con la chamarra, y ¡vámonos! Sólo cuando llegan los chonchos —se refiere a la afi— sí se arma el pedo. Antes venían los de la federal, pero ahora es sólo la delegación, entonces no hay pedo.

A pesar de ser el gestor de puestos de venta en las calles, su business, como él lo llama, es prestar dinero: “Ha hecho un chingo de lana así”, me cuenta Simón.

—Por ejemplo, ahorita trae un carrito nuevo, de 2016, que vale como 250 mil pesos. Y éste se lo dejaron por 50 mil. Un cuate le dijo: “Préstame 50” y Héctor le dice: “Sí te los presto, pero qué me vas a dejar”. “No, pues, te dejo mi carro”. “Ah, pos va”. Y como no pudo pagarle, pues ya se quedó con el coche.

El negocio de préstamo es de la mamá de Héctor. Él se encarga de darle seguimiento a los pagos, perseguir a los deudores y cobrar; así, Héctor se lleva parte del interés del préstamo, que es de entre 15 y 20%, y una cuota de 50 pesos por día por diferir el pago. A diferencia del conocido préstamo “gota a gota”, que llevan a cabo muchos colombianos en distintos mercados de la ciudad y que suelen ser préstamos con montos pequeños, el negocio de Héctor es préstamos “chonchos, de 50, 100 o hasta 200 mil pesos”.

—Oiga, ¿y no le duele la cabeza?

—Sí, mucho. Nunca me había causado problema; yo pensé que era normal: es la forma en que yo veo. Lo que me pasó a chingar es que el otro año, en diciembre, cuando rompimos la piñata en la casa de mi abuelo, yo me subí a agarrar el lazo y mi hermano le iba a pegar a la piñata, y le digo: “Préstame tus lentes, güey”. Me los puse y dije: “¡Ay güey, se ve chido!”. Me aventé con ellos toda la noche, toda la noche con los lentes. Y ya cuando me los quité y cuando nos fuimos a nuestra casa, su casa, como a las 3 de la mañana, se los di, y ¡puuuta!, todo borroso. Dije: “¡No manches!”. Al otro día me dolía la cabeza bien cabrón. Todo por mamón, por ponerme los lentes. Y desde ahí. Ahorita dije: “Ya me cansé, ya no puedo más”.◊

 


 

* Es egresada de la Maestría en Estudios Urbanos y profesora-investigadora en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México. Su doctorado en Geografía lo realizó en The Ohio State University. Sus líneas de investigación son espacio público, comercio en la calle, desigualdad y mercados públicos. En El Colegio de México publicó Luchando por un espacio en la Ciudad de México. Comerciantes ambulantes y el espacio público urbano (2018) y capítulos en diversas obras colectivas.