Y al español de California no se lo tragó la tierra

Un repaso de la historia de California y de las vicisitudes lingüísticas y de identidad de los pobladores de ese estado, primero bajo control del gobierno mexicano y luego del estadounidense, sirve a Covadonga Lamar Prieto para mostrar la resiliencia cultural de los californios como cultura de frontera a través de su dialecto.

 

COVADONGA LAMAR PRIETO*

 


 

Contaba mi querida maestra, Claudia Parodi, un chiste. Era algo así: “Los mexicanos siempre se quejan de que los gringos se fueron a quedar con lo mejor de México: Disneylandia, Hollywood…”. Y luego se reía de la incongruencia histórica, con una risa franca y contagiosa. Tardé en darme cuenta, y hoy sospecho, que quería hacernos pensar en el laberinto que no tiene solamente soledad sino también espejos enterrados, un laberinto al que no se lo tragó la tierra.

Pareciera que a los mexicanos de California se los traga la tierra y los vuelve a hacer aparecer. Florecen una y otra vez, y con ellos su lengua. Cuando comienzan a instalarse las misiones en lo que entonces era la Alta California, la presencia de españoles es escasísima. Los religiosos, los únicos quizá a los que podía señalarse como gachupines, llevaban tanto tiempo en América como para haberse olvidado ya de la orilla este del Atlántico. El resto eran mexicanos. Aun así, los documentos de la época refieren a los pobladores, con frecuencia, como “españoles”. La arqueología de los textos, no obstante, cuenta una historia distinta en la que vemos, sin lugar a dudas, un español americano, salpicado de constantes mexicanismos. Sin embargo, no será sino hasta 1821 que esos mexicanos existan como tales en el imaginario colectivo, como si hasta entonces hubieran sido evanescentes, individuos desnacionalizados.

Reaparecen entonces los mexicanos, los californios, en las dos décadas desde la emancipación hasta la siguiente guerra. En ese tiempo, desde el territorio más alejado del centro metropolitano, construyen una administración de justicia, edifican una administración pública, desenraizan la que había sido una administración religiosa. La literatura empieza a fluir de las plumas de los próceres, que escriben edictos, pero también de las de los maestros y de las de los poetas sin otro oficio conocido: lances de amor, deudas de juego, muchachos a los que se les sale lo macho y alguien escribe un soneto risible a su costa. La Virgen —¿de Guadalupe?, no sabemos: suponemos— es protagonista de una loa que se va a representar en la Alta California en la década de 1840. Hay una vida cultural pujante, una ciudad letrada que recibe prensa de todo el ámbito hispánico y que está en diálogo con Buenos Aires, con Lima. Se consolida el dialecto californio, de la misma manera en que se estaban consolidando otras variantes regionales y geográficas tras la invitación a huir que había recibido el muy escaso español ibérico.

La segunda desaparición de los californios es más traumática, porque aleja a la Alta California de la posibilidad de crear vínculos panhispánicos explícitos. Tras la guerra entre México y Estados Unidos, y una vez que se firma el tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848, los mexicanos que vivían en California pierden sus derechos sobre la tierra. No los pierden el primer día, ni la segunda mañana. Es un proceso orquestado, que dura años. Al perder la condición de terratenientes, pierden al mismo tiempo el estatus social que les había permitido negociar la Constitución. Al perder la tierra, perderán sus derechos lingüísticos. El español se encierra en la casa, para no salir hasta que lo vengan a buscar Dolores Huerta y César Chávez.

La primera Constitución de California, la de 1848, reconoce el estado como bilingüe y establece los derechos de los nacidos en el territorio cuando éste era México. En esas tres décadas hasta la Constitución de 1880, como en un golpe de estado a cámara lenta, los tribunales de Washington van declarando insuficientes los títulos de propiedad emitidos por México. Los que pueden, pleitean. Buena parte de ellos pierden, además de los ranchos y el capital, la energía. Todos ellos pierden, sobre todo, el tiempo y la paciencia. Los llantos por la Patria lejana, por el México que antes era lejano geográficamente y entonces es inasiblemente lejano en lo político, son frecuentes. Los mexicanos desaparecen de nuevo. La Constitución de 1880 los declara extranjeros en California.

Cuando aparecen es de modo folclórico, pero en un folclore que no los abarca ni los incluye. Es una aparición que no lo es. En Santa Bárbara se celebraban desde la década de 1910 fiestas que querían recuperar “el pasado español”. Se colocan banderas en los edificios que fueron mexicanos, banderas de España. Se baila flamenco, se viste ropa típica de Andalucía. Se envía, tiempo después, una estatua de un prócer para representar a California en el Senado: es fray Junípero Serra, un español que ahora está siendo objeto de una muy necesaria revisión historiográfica. Y que, de haber bailado, nunca hubiera bailado flamenco ni se hubiera vestido con ropa de Andalucía. Es un constructo histórico, una españolización imaginaria del pasado californio que no respeta ni siquiera la identidad intranacional de los protagonistas de ese pasado.

Mientras tanto, la emigración se mantiene y, al mismo tiempo, la lengua se sigue transmitiendo de madres a hijos. El condado de Orange será el primero en Estados Unidos al que la ley obligue a terminar con la segregación en sus escuelas. Los escolares “mexicanos” recibían sus clases en un espacio con peores condiciones habitacionales, con menos recursos que la escuela “White”. Los niños de padres mexicanos —es decir, hablantes de español— no calificaban para asistir a la escuela “White”. Hasta ese momento. Los volatilizados se hacen visibles nuevamente y parece que para quedarse. Pero las crisis económicas, las presiones migratorias y, sobre todo, los policías de ventana —esos vecinos siempre dispuestos a señalar al diferente— forzaron y siguen forzando a que esa reaparición sea sotto voce. “Calladita, que se ve más bonita”.

Esta última desaparición de los californios tornados en californianos es puramente lingüística. Todas las lenguas y todas las variantes en contacto sufren modificaciones. De la invasión normanda, a los ingleses se les quedó que la carne de los animales se dice en francés, pero el animal se dice en inglés: pork y pig; mutton y sheep; beef y cow. El que cría el animal frente a quien se lo come. Los andaluces, más amigos del agua y quizá de la higiene que los godos, dejaron en español, entre otras muchas cosas, la palabra “alcantarilla”. Mientras que todo esto son anécdotas con las que convencer a un vecino o a un tío anciano de los beneficios cardiovasculares de saber algo de la historia de las lenguas, esa beatitud del saber no abraza al español de California. En contacto con el inglés durante más de un siglo, las dos lenguas han recibido regalos —algunos envenenados— de la otra. El español contemporáneo de California está salpicado del inglés, de la misma manera que el inglés del sur de California está sazonado de español mexicano.

Durante décadas no se enseñó español en las escuelas. Durante décadas, y aún hoy en día, hablar en español en público implica un trato diferente: a veces mejor, no hay queja; las más de las veces, peor. Generaciones y generaciones de hispanohablantes crecieron y aún crecen en California sin acceso a su lengua materna de forma académica. En consecuencia, el registro de lo profesional de cuello blanco va siendo progresivamente coconstruido desde el inglés. A su vez, el español de los crecidos en California no va a ser igual que el de sus familias en México. Eso es comprensible en todas las latitudes, pero al parecer es un pecado mortal en el caso del español de California. La negación de la existencia histórica y contemporánea de la variante california roza lo inaudito: ¿dónde están los mexicanos, los hablantes de español, en todas esas desapariciones? En el mismo lugar. En los mismos barrios. Y si los barrios se derrumban para construir coliseos, en otros barrios. Y si esos barrios se gentrifican, habrá aún más barrios.

No hace mucho, antes de esta pandemia, hablaba con una de mis estudiantes californianas sobre viajar. Ella, sinaloense nacida en East LA, me decía que nunca había salido al extranjero. Pensando que me estaba haciendo una broma, le pregunté: “¿No fuiste en Navidad a Los Mochis a ver a tu abuela?”. Me miró sorprendida y me respondió: “Maestra sí, claro… pero… ¿México es el extranjero?”. Porque no, no se los tragó la tierra en ninguno de los múltiples ocultamientos forzados. La frontera es una y la misma, una línea dibujada sobre el papel que poco o nada significa para las lenguas y las culturas que la transitan.

La historia que sigue, la del español rural trasplantado a las grandes ciudades, la de las marchas campesinas, la del poder de la comunidad, no me corresponde a mí contarla. Esa historia, desde la perspectiva de la historia de la lengua, está por contarse. Hay voces vivas de esas comunidades a las que aún podemos escuchar, y no seré yo quien les robe su voz y los haga desaparecer de nuevo.◊

 


* COVADONGA LAMAR PRIETO

Es profesora del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de California en Riverside, donde dirige el Laboratorio del Español de California (SOCALab).