Visiones de la realidad: Ida Vitale

En 2018, Ida Vitale recibió dos de los premios más importantes de la lengua española: el Premio Cervantes y el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Con motivo de este último, José María Espinasa la acompañó a dialogar con jóvenes estudiantes de Jalisco. Lo que publicamos a continuación es una crónica de ese diálogo, donde Espinasa aprovecha para hacer un retrato de la escritora uruguaya, a quien los mexicanos adoptamos como mexicana.

 

JOSÉ MARÍA ESPINASA*

 


 

Hay premios que provocan orgullo y aceptación. Es el caso del galardón que la Feria Internacional del Libro (fil) de Guadalajara otorgó en 2018 a la escritora uruguaya Ida Vitale. Su presencia, tocada por la gracia, transformó el fenómeno comercial librero y lo devolvió al terreno de la cultura: le otorgó de nuevo la dignidad de hecho literario. Hace mucho que los lectores de poesía reconocían en ella una de las voces más originales de nuestra cultura. México la recibió en años difíciles para su país y la volvió en cierta manera una escritora mexicana: aquí vivió, hizo amigos y publicó sus libros, dio cursos e hizo traducciones. En los pasillos de la feria donde se arremolinaban los lectores para solicitarle la firma de sus libros, ella parecía un personaje salido de algún cuento fantástico o de una pintura de Leonora Carrington o Remedios Varo: la aparición de lo imposible.

Ida Vitale tuvo su hogar laboral y académico en nuestro país en El Colegio de México. Aquí vivió entre 1974 y 1984, junto a su marido, el también poeta Enrique Fierro. Su lírica es un buen ejemplo de ese momento posterior a las vanguardias históricas, en donde la desmesura telúrica y el impulso desbordado y entusiasta de los movimientos literarios encuentra esa calma que, según dicen, es propia del ojo del huracán. En el diálogo público que sostuve con ella en la Feria —“Ida Vitale con mil jóvenes”— dije que “irrumpió” en la poesía latinoamericana a finales de los años cuarenta, y ella me corrigió con firmeza: “yo no irrumpo en ningún lado”. Tenía razón: una expresión más correcta habría sido decir que apareció, pues no sólo es mucho menos violenta la palabra, sino que corresponde a esa condición de hada traviesa que mencioné líneas arriba. También protestó cuando la ubiqué en la generación que en Uruguay se conoce como del 45. Es natural: no es su obra algo que pueda asimilarse a un comportamiento grupal, la noción misma de generación le molesta, y su longevidad —recibe el premio a los 95 años— la hace desconfiar de todo lapso histórico.

Mi intención en dicho diálogo era conversar con ella sobre su vocación y sobre sus vivencias en nuestro país. Sabía, por experiencia, que bastaba con darle algún pie para que ella tejiera una conversación fascinante. Sin embargo, la aparición de su libro Shakespeare palace, Mosaicos de su vida en México (1974-1984) hizo que cambiara la dirección del encuentro con los jóvenes jaliscienses. El día anterior, junto a Sergio Ramírez, Ida había hablado de sus lecturas y de su admiración por dos escritores uruguayos fundamentales: Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. Al primero lo dio a conocer a un público más amplio en México gracias a una edición, hoy inencontrable, de sus obras reunidas en la editorial Siglo XXI, y es no sólo natural y comprensible sino incluso evidente su afinidad con el autor de El caballo perdido. Pero el segundo escritor parecería lejano a su sensibilidad. Al hablar sobre el autor de El astillero y Juntacadáveres, lo que mostraba era el entusiasmo con el que se rendía a la buena literatura, sin importarle las afinidades estéticas o estilísticas.

Confiesa con humor que, en su juventud, ante la imposibilidad de estudiar literatura en la universidad, pensó en estudiar leyes —sonríe y señala que su talento para las matemáticas era nulo— y acudió con ingenuidad e inocencia a solicitar a la embajada de México información sobre becas para estudiar en nuestro país, al cual vendría a residir varias décadas después. Y a mí me vino a la memoria la lectura de su libro de “ensayos” De plantas y animales, que entonces me hizo pensar que debía ser una obra de lectura obligatoria para los estudiantes de ciencias.

Su labor ensayística y académica está marcada por esa voluntad de compartir sus lecturas, gustos y hallazgos. Ante el público, usé la imagen del cocinero que, cuando guisa, lo que quiere, más que comer, es compartir el plato con los otros, con el mundo entero, y que para ella el acto de descubrir un autor venía acompañado del inmediato deseo de compartirlo. Así, ella mencionó, por ejemplo, a Carlo Emilio Gadda, el gran narrador italiano “del pasado siglo” —ella de inmediato anota: “Qué feo se oye eso”—, lo que nos hubiera llevado a conversar sobre su trabajo de traducción, pero el tiempo se acababa y los jóvenes presentes en el auditorio Juan Rulfo (otro de sus autores tutelares de la fil) querían hacer preguntas.

Ante la conversación sobre qué recomienda leer, Ida menciona a Julio Verne y habla del sentido de aventura que tienen sus narraciones, y apunta, con melancolía, que tal vez eso ahora se ha perdido. El tiempo apremia y el público se forma en busca de una dedicatoria. Los organizadores piden que acudan al stand de la editorial ERA, uno de los sellos mexicanos que han publicado libros suyos. El acto termina con un entusiasta aplauso a la escritora, que lo recibe con una amplia sonrisa, la misma que se adivina en la excepcional fotografía que ilustra la portada de Shakespeare Palace.

El libro de memorias o recuerdos, evocaciones y homenajes, que el subtítulo nombra como “mosaicos de su vida en México”, evoca desde luego esa idea del mosaico mexicano, hecho a la vez de regularidad y azar, con sombras de regularidad barroca y casualidad digna del Parque Güell. En la solapa se lee la declaración de Álvaro Mutis sobre su literatura: a quien lea la obra de Ida Vitale “le espera un placer que no sospecha”, juicio de una precisión pasmosa. Pero no se trata de que nos sorprenda —a ella el afán de sorprender, tan propio de la vanguardia, ya no le es necesario—, sino de que el placer “no se sospecha” (no hay espera ni suspicacia) y, por lo tanto, se presenta como nuevo —algo todavía más difícil de conseguir en un libro de memorias.

Lo primero que no se sospecha es que, en una escritora tan ligada a la invención y a la fantasía, la prosa memoriosa sea, sin abandonar su riqueza y brillantez, natural y realista, adecuándose al requerimiento del género, pero también fijando su atención en atmósferas y lugares, más que en incidentes o anécdotas, para de allí encontrarse con las personas, los amigos, los conocidos y hasta los personajes incidentales. Así, lo que define al libro es su actitud: los recuerdos son una carta al porvenir.

La búsqueda de un espacio en su llegada a México sirve de arranque a la narración, la ayuda de los amigos generosos, primero Ulúlame y Teodoro González de León, que reciben en su casa a Ida y a su marido, Enrique Fierro; la escritora y editora Elena Jordana —el alma de aquellas hoy legendarias Ediciones del mendrugo—, que los encamina hacia su primer hogar en México. El horizonte laboral de El Colegio de México, sus colaboraciones y traducciones en revistas, las amistades nuevas al socaire del azar y la necesidad. El venir de fuera (que no de lejos) le permite conocer un amplio abanico de personalidades de la cultura mexicana, sin que le pesen las inevitables rencillas caseras ni la nublen prejuicios. Retratos brillantes de figuras como Emanuel Carballo y Beatriz Espejo, Inés Arredondo, José de la Colina, Huberto Batis, Enriqueta Ochoa, Francisco Cervantes, de otros exiliados —Noé Jitrik, Hugo Gola— o colegas ya residentes en la ciudad —Mutis, García Márquez— y de una larga y a veces hilarante galería de personajes que cruzan por su memoria. Mucha ironía, y a veces incluso rabia, pero nunca veneno.

La portada, realmente buena, lleva una foto de ella cubriéndose el rostro con una mano, en un gesto que la terminología vintage llamaría polisémico: cubre y muestra su edad (95 años) con una maravillosa coquetería. Bajo la mano ajada se adivina la sonrisa, a la que se descubre cubriéndola. Casi una definición de muchos de sus textos. Al no buscar lo imaginario, lo que mejor se muestra es su capacidad de comprensión anímica y sicológica de las personas, y de ella misma. La persona aparentemente fuera del mundo que muchos de sus amigos describen se revela distinta, con los pies bien firmes en la tierra, aunque vaya levitando. Como su temperamento ensayístico no está teñido por lo discursivo, no hace teorías, sino que materializa intuiciones.

Ese mismo efecto de la foto vuelve a funcionar, aunque de manera distinta, en la foto del suplemento especial que le dedicó Babelia, del periódico El País, por el Premio Cervantes y por el fil Guadalajara, y que circula en esta última. En la tercera página, otra foto, en la que las manos descubren su rostro de niña milenaria, de hada buena. No hay que olvidar que, además de esos premios, ha recibido en los últimos años los más importantes de nuestra lengua —el Octavio Paz y el Alfonso Reyes, en México, y el Reina Sofía en España. “Cosas de la edad”, dice, como para quitarle importancia. En la foto se cubre el rostro con las dos manos, también con una posible lectura múltiple: no quiere ser vista o no quiere ver, en un gesto que puede ser interpretado como protección ante el dolor del mundo o de festejo por ese “no puede ser” que recorre su experiencia de la realidad, siempre asombrada ante ella.

Ya cuando terminaba de leer el libro, me di cuenta de que tenía entre las manos (la había usado como separador) una página en otro papel, suelta y sin numeración, como un pilón del texto, con un breve fragmento titulado “Corredores sin fin de la memoria”, título tomado de Octavio Paz. ¿De dónde había salido esa página? ¿Se había incluido acaso como una fe de erratas, un olvido acaso de los editores, o el libro ya impreso se seguía escribiendo y le crecían nuevos textos en su interior? Leer a Ida es una conversación infinita.

La persona menos evidente en el libro es, sin embargo, la que siempre está ahí: Enrique Fierro. Hay momentos en los que el texto parece ser parte de una carta escrita a él, como para informarle de lo que está ocurriendo, porque eso que ella narra, sucedido hace cuatro décadas, en realidad es un presente permanente, en buena medida gracias a su ausencia. El texto —en cierta forma incluso el hecho mismo de escribir— es parte de esa convivencia asombrada ante el mundo. Todo escrito —treno, lamento o simple descripción del instante pleno— está entre signos de admiración… Los lectores van tras Ida por los pasillos de la feria, temen que se les pierda o que desaparezca, que no sea real esa presencia. Porque, en efecto, Ida, hay veces que la realidad no parece real.◊

 


* JOSÉ MARÍA ESPINASA

Poeta, ensayista y editor, es director del Museo de la Ciudad de México.