Violencia política (o de la imposibilidad de la historia sin mito)

La violencia política, como hecho histórico, ¿puede ser observada desde el mito y la estética, y ya no sólo desde sus determinantes socioeconómicas? Teresa, una guerrillera urbana mexicana de los años setenta, y el muralista Vlady se unen en una pintura y son el punto de partida para que el historiador Ariel Rodríguez Kuri reflexione sobre la pregunta inicial.

 

ARIEL RODRÍGUEZ KURI*

 


 

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En marzo de 2023 se cumple medio siglo de la fundación de la Liga Comunista 23 de Septiembre, el grupo armado mexicano más numeroso y violento de la década de 1970. Según cálculos míos, basados en documentación de la policía política y en literatura disponible de diversa índole, la Liga representó 33% de todos los militantes armados durante esa década (contra casi 14% de su más cercano perseguidor, el grupo de Lucio Cabañas en Guerrero). Las mujeres en su seno rozaron 39% de todo el contingente femenino en la clandestinidad, el más numeroso, y de lejos. En aras de una historia de la violencia política, y en favor de las aproximaciones flexibles e imaginativas que el tema reclama, es imperativo descolocar el problema. La primera intención es inmediata: alejar la historia de la violencia política mexicana, aun sea momentáneamente, de la zona de confort analítico que se agota en la dicotomía, cada vez más improbable y cada vez más contenciosa, historia/memoria. El segundo objetivo es cuestionar el resurgimiento de una ciencia positiva (Comte dixit), que espera confiada el fin de los mitos y el afianzamiento de un logos enraizado sólo en el saber de los mandarines de la crónica sin problemas.

De entrada, entiendo por violencia política la actividad armada de grupos clandestinos que buscaban el cambio del régimen político y del modelo económico vigente, y la respuesta (legal e ilegal) de policías y fuerzas armadas. La violencia política de los años setenta fue también un fenómeno europeo, y no sólo latinoamericano o tercermundista. (Ha sido, para decirlo claro, muy pobre la lectura mexicana de la violencia política en Alemania occidental, España, Irlanda del Norte e Italia, por más que esas experiencias sean teórica y analíticamente pertinentes). Pero mi punto es que la violencia política de aquel momento está anclada y evidencia procesos de época que se desplazan constantemente hacia otras significaciones. En lugar de preguntar sólo por las razones socioeconómicas (y éstas nunca son suficientes) de esa explosión de violencia en los setenta, una inquisición más ambiciosa (y perturbadora) sería: ¿puede observarse esa violencia con una lente que empiece a buscar y a destacar otra cosa, esto es, ciertos enraizamientos en una mítica y en una estética in pectore? Es un riesgo infamante, ni qué decir.

Pesan las palabras: se adivina un rechazo instintivo para la utilización de nociones como mito y estética en un fenómeno político y societal cuyas claves de memoria no han sido descifradas ni por sus protagonistas ni por sus estudiosos. Quiere ese positivismo renacido que las ciencias sociales y las humanidades abandonen los dominios del mito, en el supuesto de que éste habla sólo de un pasado superado, que ya no nos corresponde ni interpela. Está vigente un armazón antropológico y sociológico que mira todo avance o desarrollo de la sociedad y de la cultura como superación de una etapa histórica de la sociedad, como si el mito y las sensibilidades estéticas que produce fuesen un periodo discreto y discernible. Toda práctica sociocultural “moderna” que recurra al mito es deleznable, sostiene el delirio pedagógico. Hay algo de bobaliconería y prepotencia en todo esto. Procedamos con una suerte de definición: el mito es un constructo cultural y civilizatorio que acompaña, sin antecederla ni negarla, a la historia; el mito fagocita la historia (a hombres y mujeres), pero la historia, en todas sus edades, fagocita, deconstruye, demuele el mito (un logos producido pero emancipado del control de hombres y mujeres). Mito e historia se habitan simbiótica y salvajemente. Los modernos no entenderíamos nuestro abandono y angustia si no fuese así, y no es para menos; por la historia corremos el peligro de alcanzar una esterilidad neurótica y suicida; por el mito, de desembocar en la psicosis. Lidiemos con ambos, y ya.

 

2

 

Aceptemos que la estética no es la ciencia de lo bello (definición espuria, si las hay), sino, como querían los griegos, la ciencia de la sensibilidad, esto es, de los estímulos que nos entran por los sentidos. El documental dirigido por Fabiana Medina y producido por Claudio Albertania, intitulado Alejandra o la inocencia de Vlady,1 gira alrededor de La inocencia terrorista, del pintor Vlady (Petrogrado, 1920-Cuernavaca, 2005), un óleo al temple de gran formato que se encuentra en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, en la Ciudad de México. La historia que inspiró el documental sería el encuentro fortuito de Vlady con Teresa Hernández Antonio en una fiesta; esta joven mujer era miembro de la Liga Comunista 23 de Septiembre (algo que Vlady desconocía en ese momento). Ella fue emboscada y asesinada por la policía política en Ciudad Universitaria en 1975. De ese recuerdo, y de la noticia de su asesinato, está hecha la obra; en Vlady, sospecho, pesa más el caso de Hernández Antonio que el fenómeno del clandestinaje armado mexicano de los setenta, con sus saldos conocidos de muerte y dolor. El documental de Fabiana Medina tiene el mérito indudable de recorrer, en un distanciamiento controlado, pero enfático, el entorno de la familia y de los camaradas de Teresa.

El cuadro no redunda en un homenaje a nada, me atrevo a interpretar, cualesquiera que fuesen las intenciones originales del pintor. Vlady, en realidad, expresa una perplejidad profunda, ontológica, sobre un fenómeno que no puede nombrar y para el que crea un símbolo tremendo, la inocencia terrorista. La pregunta que familiares y amigos de Teresa se hacen en el documental, frente al cuadro, con algún enfado y cuatro décadas después, es crucial: ¿por qué Vlady no intituló el cuadro “La inocencia revolucionaria”? No, porque el artista buscaba otra cosa: la expresión de una aporía estética e histórica, no la celebración de una épica. La lección es amarga: no hay salida, al menos de inmediato, de ese triángulo cuyos vértices son la joven revolucionaria, la violencia armada y la historia.

La composición del óleo —y estoy muy lejos de ser un especialista— se basa en cuatro elementos: la cabeza encapuchada de una mujer desnuda; su cuerpo joven, preciso; una pistola escuadra, negra, tal vez el ícono más ominoso de la composición; y un testigo disminuido, el propio Vlady, quien mira angustiado (y embelesado), y roza, como sin querer, el pie izquierdo de la muchacha. La leve flexión de las rodillas del cuerpo no rompe la diagonal que va de la parte superior izquierda a la inferior derecha del cuadro, pero esa inflexión crea una suerte de movimiento, de ondulación del cuerpo, como el de una sirena que busca la superficie del mar. En el documental, los familiares y amigos dicen que flota en el aire; puede ser. Prefiero la imagen marina porque el ahogamiento en agua es un terror que a todos nos toca un poco. Los intensos tonos rosáceos en los muslos y el vientre, en contraste con los blancos de la zona púbica y los senos, crea una familiaridad pequeñoburguesa, reconocible, como si el artista hubiese pintado a la muchacha luego de una temporada de playa.

¿En dónde está la inocencia? La muchacha es, para ese fin, absolutamente inapropiada, problemática; su belleza llama a la vida, y la perspectiva que eligió el artista subyuga al espectador. La capucha es la de una prisionera, la de una torturada, pero también la de una guerrera que no puede o no quiere reconocer a sus víctimas. La muchacha muestra u oculta, a saber, una pistola escuadra, oscura, más una sombra que un dibujo. La inocencia, creo yo, se ha difuminado por completo, si alguna vez estuvo ahí. ¿Podría ser inocente el artista? Éste, al pie de la mujer, empequeñecido y como reporteando para su arte, se niega el papel de demiurgo de una estética de la violencia épica. Elige, en cambio, el rol del testigo azorado y, quizá con mayor justicia, la de público, un término que sólo tranquiliza a los incautos, pero que tiene una carga sociológica extraordinaria ya en los setenta.

¿Podría ser inocente Vlady? Sí, en cuanto a lo azaroso de la historia: el embelesamiento frente a la mujer joven, a quien conoció de casualidad en una fiesta, y la sorpresa, diferida, al enterarse de su militancia armada y de su asesinato a manos de unos policías matones. ¿Podría ser inocente Vlady? No, en absoluto, si reconocemos su pertenencia, elegida o no, a los anales del siglo xx. Vlady era el nieto mexicano de la Revolución rusa y el ahijado renuente de la Revolución mexicana. Y era el hijo de Víctor Serge (Bruselas, 1890-Ciudad de México, 1947), el escritor y militante que sobrevivió a la persecución estaliniana y escribió un texto legendario, que todo aspirante a guerrillero de los setenta leía —y esto lo sabemos a ciencia cierta— como introducción a la clandestinidad: Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión (1925). Vlady no podría ser inocente al intitular una obra (con ese tratamiento, con esos antecedentes, con esos resultados) La inocencia terrorista. Tampoco afirmo que sea una condena moral. Es, para decirlo de manera sucinta, una perplejidad que se introduce por los sentidos, una educación estética.

 

3

  

Antígona desafió a Creonte, rey de Tebas. Creonte ordenó que Polinices, hermano de Antígona, no fuera sepultado según dictaba la ley divina, la ley moral. Polinices había peleado en contra de Eteocles, su hermano, por el trono de Tebas. Ambos murieron en batalla a las puertas de la ciudad. El delito de Polinices era gravísimo: se alió con Argos, urbe enemiga, para disputar el trono a su hermano. Dejar un cuerpo insepulto, al influjo de los elementos y los animales, era una humillación cósmica en la religiosidad ática. Pero Antígona sepultó a su hermano Polinices para cumplir el mandato divino sobre los cuerpos de los muertos; al hacerlo, rompió la ley de la ciudad. Antígona fue condenada a muerte por Creonte, su tío, como responsable de una desobediencia que subvertía todo el orden civil de Tebas. Sin ley no hay ciudad; tal era el único impulso que podía estremecer el mito y convertir la tragedia en historia. Antígona se ahorcó en la tumba en la cual sería sepultada viva por su desacato, según otro edicto de Creonte. Su muerte arrastró a Hemón, su prometido, y a Eurídice, es decir, al hijo y a la esposa de Creonte. Éste, rey de Tebas y soberano (es decir, hacedor legítimo de leyes para el gobierno de hombres y mujeres), perdió a su familia al dictar y ejecutar una ley civil.

Antígona quiere salvar el alma de su hermano Polinices, un traidor (desde la perspectiva tebana). No hay moraleja posible en esta historia; sólo disyuntivas, ese momento en el que el sujeto es (o puede ser) libre porque elige. Antígona, necia, resiste la ley de los hombres en aras de una tradición sagrada; con esa resistencia, pone en riesgo la historia, la subyuga al obedecer, con eso del rito mortuorio, a los dioses. En lo que a Antígona corresponde, la ciudad, el orden político, subyace en segundo plano, uno distante. Estamos lejos de una conclusión. Antígona, la de Sófocles, es el lugar casi permanente de una contienda que va del Ática a los nazis. ¿Qué se disputa? La ley de la ciudad ¿rige para los muertos?; o bien, ¿los muertos están en el dominio único y absoluto de la ley divina?; ¿hasta dónde llega el poder civil?; ¿valen más los sentimientos de una joven mujer que el orden político de la urbe? ¿Cuál es la verdadera rebelión, la de Antígona o la de Creonte?

Antígona depende de unos supuestos atroces. No se trata sólo de volver a reconocer las secuelas del pecado de Edipo y Yocasta. Ésta sería la explicación aún mítica de la tragedia, necesaria pero incompleta. Polinices, en cambio, es un criminal de la libertad; el suyo es un pecado político, secular: la traición a la ciudad y a su estirpe política. Polinices es un traidor que se alió a una ciudad enemiga para disputar y apoderarse del trono de Tebas; a mayor precisión, es joven y traidor. El edicto de Creonte se dirigía al infidente que rompió la ley, asoló la ciudad y quiso imponerse como soberano.

Sófocles no fue un transcriptor del mito, aclaró George Steiner. Sófocles es un autor más cercano a nuestro entendimiento de la categoría que a la figura de un bardo iletrado que recita los mitos alrededor de la hoguera de la tribu. La individuación de Sófocles, su transustanciación en autor, es lo que nos permite la lectura política de Antígona. Esa operación potencia de inmediato la tensión entre mito e historia que Antígona ha sembrado en el pensamiento. Ha sido así desde los prolegómenos de la Revolución francesa hasta la noche del fascismo y el estalinismo. En el recuento de Steiner (2000), Antígona ha sido una fecunda obsesión, una enfermedad creativa en Hegel, Hölderlin, Kierkegaard, Brecht. Fue Hegel el que definió el campo y, con eficacia inusitada, educó nuestra sensibilidad: la escisión salvaje de Estado (Creonte, o el gobierno de los hombres para los hombres) y sociedad civil (Antígona, o la desobediencia). Pero lo que era bueno para Hegel no necesariamente es bueno para nosotros; la sociedad civil es con frecuencia el lugar de las más poderosas pulsiones de muerte y autodestrucción. Nadie puede olvidar que tal es la lección mayor de los fascismos. Temamos a Antígona.

En principio, la disposición ritualizada de un cadáver era una profilaxis moral, un pacto: el compromiso de los vivos respecto a la dignidad de los cadáveres. La ciudad se comprometía así en un acto de piedad colectiva. La muerte estaba en la jurisdicción de la ciudad/institución. Uno puede dudar seriamente si Creonte violó el pacto de la ciudad con sus muertos; el edicto castigaba a un traidor, alguien que abandonó, por voluntad propia, la ciudad natal, su ley, sus derechos. La traición de Polinices cercenó sus vínculos con Tebas; al morir, su proscripción se extendió metafísicamente. De ahí el espanto inconmensurable de Antígona. El cuerpo insepulto de su hermano estaba condenado a la putrefacción, o a los animales carroñeros, a “no encontrar nunca la paz”, diría Giorgio Agamben (2009).

Creonte, pobre hombre, ordenó lo referido al cadáver de un apátrida, que lo fue por decisión propia. Aun así, solemos creer que Antígona es una fábula sobre las dos leyes y la preeminencia de la elección individual, privada, familiar, tribal, comunitaria sobre el destino del cuerpo. Pero Creonte castigó un crimen político en el cuerpo de un traidor. Esto suena terrible a nuestra sensibilidad (otra vez, a nuestra educación estética, a la que entra por los sentidos). El núcleo moderno de esa tragedia, aquello que apela a nuestra sensibilidad, radica en la definición imposible y simultánea del traidor desde el derecho y desde la religión, esto es, desde la justicia y la moral. Es entendible el atractivo de Antígona como grito y símbolo contra la tiranía, pero, si cambiamos las palabras, las interpretaciones se complican. Eso pasa cuando debemos considerar, al unísono, a la Antígona libertaria y al Polinices traidor. Se acaban las salidas; otra vez una aporía, otra vez estamos encerrados con un solo juguete. Creonte define al traidor —singular, nominado— desde la ley de los hombres, y la cosa acaba mal, muy mal; Antígona antepone la salvación del alma de su hermano al orden político de la ciudad, y la cosa acaba mal, muy mal. Empate cósmico el de ellos; nosotros seguimos empatados porque nadie sabe, a priori, cómo romper el catenaccio, la aporía.

 

4

 

Las leyes de los dioses y de los hombres acá, el traidor y la rebelde allá, y la ciudad como un orden político (bueno o malo) son invariantes en ambientes de guerra sucia. Antígona, Creonte y Polinices bien podrían ser caracteres eternos en el espiral sin fin de la historia. Pero es así que resulta esencial el hallazgo de Giorgio Agamben: el mito es una cosificación del logos, de la palabra, un complejo verbal emancipado y con vida propia, una encarnación trágica. Las rupturas de ese orden son escasas, pero suelen portar novedades, las intrínsecas a una nueva soberanía. Ésta, como descubrió Carl Schmitt, es la capacidad de dictar el estado de excepción, es decir, enunciar la ley nueva y definir al nuevo traidor. Pero todo esto pertenece a la épica. A los historiadores nos queda el papel mucho más modesto de escribir historia teniendo a la vista la deriva del mito y sus caracteres. O sea, escribir historia desde el corazón del mito, siempre en contra del mito y en favor de un mito que se renueva. Lo demás es vanidad y silencio.◊

 

Referencias

 

Agamben, Giorgio, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Valencia, Pre-textos, 2009, pp. 82-83.

Steiner, George, Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, Barcelona, Gedisa, 2000.

 


 

1 Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2017. Conocí este documental gracias a la generosidad de Beatriz Urías.

 


 

* Estudió Sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México y se doctoró en Historia en El Colegio de México, donde es profesor-investigador en su Centro de Estudios Históricos desde 2003. Entre 1988 y 2003 fue profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana (Azcapotzalco). Ha publicado, entre otros, La experiencia olvidada. El ayuntamiento de México: política y gobierno, 1876-1912 e Historia del desasosiego. La revolución en la ciudad de México, 1911-1922. Sus más recientes libros son Museo del Universo. Los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968 (El Colegio de México, 2019) e Historia mínima de las izquierdas en México (El Colegio de México, 2021).