Viñetas de mitad de camino

Galia García Palafox recoge aquí el testimonio de algunos de los miles de centroamericanos —salvadoreños, hondureños, guatemaltecos— que huyen a pie de la violencia y la pobreza de sus países de origen. La caravana que han formado cruzó hace poco la Ciudad de México y ha llegado ya a la frontera de Estados Unidos, donde ha sido detenida por el gobierno de Donald Trump, que la considera una amenaza para la seguridad nacional estadounidense.

 

GALIA GARCÍA PALAFOX*

 


 

El trayecto

 

Para cruzar México a pie se necesitan tres cosas: zapatos, sombrero y mochila. La mochila, ligera; el sombrero o gorra, de ala ancha; y los zapatos, cómodos y de la medida correcta. En el camino se aprenden otros detalles: los zapatos que menos pesan son los tenis de tela y los zapatos de plástico, aunque resecan los pies; el doble calcetín ayuda a prevenir ampollas, pero sólo puede usarse en los lugares donde no hace calor; abajo de los calcetines, vaselina para humectar; y hay que tirarlos en cuanto se rompan o huelan mal; cuando el dolor es insoportable, ayuda cambiar de zapatos. Aunque todo eso, después de 26 días de caminar entre tres y doce horas diarias, no previene las ampollas ni las heridas.

La parada en la Ciudad de México sirve para descansar los pies, para curarlos, para recuperarlos y emprender la segunda mitad del viaje. La unidad deportiva Magdalena Mixhuca es un descanso para ocho mil pies, de hombres, de mujeres, de niños. Un campamento de pies con ampollas que se revientan; pies hinchados, quemados por el sol, despellejados, con hongos; pies heridos, descansando sobre montañas de ropa que yacen en el piso, embadurnados de cremas; pies que reciben masajes de manos de monjas que han ido a darles alivio en escenas que parecen tomadas de la Biblia.

Los que se recuperaron, los que tienen fuerzas para sostenerse, caminan entre carpas buscando un nuevo par de zapatos, uno más cómodo, uno más ligero. Aquí y allá se entregan ropa, jabones, zapatos nuevos y usados. Hay de todo, pero parece que todo falta, que nada alcanza. “Del 8”. “Tenis del 7”. “Sapos [zapatos de plástico]. ¿Hay sapos aquí?”, gritan los hombres en la fila. “Cualquier zapato que me regalen es bueno para avanzar”, dice uno de alrededor de 40 años. Se ha acabado tres pares en el camino; el guatemalteco atrás de él, cinco; los que trae tienen la suela gastada y le calan las piedras cuando pisa.

Juan Rafael, un hombre hondureño que viaja solo, consiguió sapos. Son ligeros y ventilados, justo lo que necesita ahora que se reventó las ampollas, que parecían bombas, y que en la unidad médica le dieron una pomada para las llagas.

La salida de la Ciudad de México hacia el norte podría ser esa noche o al día siguiente. Juan Rafael quisiera unos días más para que las heridas cicatricen. Pero, si la caravana decide seguir el camino esa madrugada, se pondrá sus sapos y seguirá andando al norte. “Porque con la ayuda de Dios vamos a seguir adelante”, dice, “con la mira en Estados Unidos, porque es el país al que todo el mundo quiere ir, por las mejores oportunidades”.

 

La huida

 

Dentro de las carpas, sentados en el piso cubierto por cientos de colchonetas y cerros de tela —ropa, cobijas, mochilas, bolsas de dormir—, los migrantes hablan de dos cosas: de la vida que se dejó atrás, en Guatemala, en Honduras, en El Salvador, y de la que viene, ésa que van buscando.

Estos miles de personas, que hace un mes no se conocían, hoy se cuidan entre sí porque hay un fin compartido y huyen de lo mismo, de la pobreza o de la violencia; y porque ésta es la oportunidad que todos habían estado esperando. Por eso, cuando se presentó, la tomaron sin pensarlo dos veces.

Eyer viaja con su hijo, Ezequiel. Se enteró de la caravana en las redes sociales y actuó: “Llegué a la terminal de buses a las 7 de la noche, a ver si era verdad; y sí, estaba un volumen de 200 personas ahí, en espera. Fui a corroborar. Fui, corrí la voz, vine con otros tres amigos, pero ellos se rindieron, se regresaron”. Tenía dos años sin trabajo estable y hacía lociones para mantener a su hijo. Pero, para venderlas en las calles, había que pagar renta al crimen organizado, y llevaba tres semanas de incumplimiento. Después de las llamadas de atención, lo que seguía era un balazo. Vendió lo que tenía: un televisor, un dvd, una motocicleta. Juntó unas cuantas lempiras, de las que ya sólo le quedan unos mil pesos.

A unos metros de él, sobre su colchoneta, Gasbyn cuida a sus tres hijos, uno de cuatro años, otro de tres y un bebé de nueve meses. La mayor está enferma y quiere regresar a Honduras. De esta travesía saben poco. Gasbyn vio en las noticias que se formaba una caravana rumbo a Estados Unidos. A los niños no les explicó casi nada: “Sólo les dije que iba a hacer un mandado con ellos, hasta salir a donde se agarraba la caravana, que quedaba como a tres horas. No saqué nada, nada; sólo la ropa que andaban puestas; ellas y los papeles”. Es invierno y el viento entra a la carpa por todos lados. Con todo y su hija con fiebre altísima, no se le pasa por la cabeza emprender el camino de vuelta: “Allá no se puede trabajar. Los pandilleros cobran impuestos de guerra. Los niños… A las niñas se las quitan, esperando que sean niñas de catorce, de doce años; sirven de mujeres para ellos. Uno no es dueño de su casa. Ellos dicen: Nos vamos a quedar 30, 50. Todos manchados por sus drogas. Ellos ahí comen, hacen lo que quieren en su casa. Agarran muchachas, las van a secuestrar para violarlas en su casa. A los enemigos los matan y al otro día los dueños de la casa lavan la sangre. Y hacen como que no vieron nada. Ellos se quedan en las casas; ellos, estando drogados, y pues hasta estando el marido ahí, ellos quieren abusar de uno”.

—¿Han entrado a tu casa?

—Uy, sí. Varias veces.

 

El mensaje activista

 

Los mensajes y la ayuda llegaron por todos lados. Aquí hay grupos de activistas y de derechos humanos de todo el mundo. Todos han venido a ayudar, a orientar el éxodo, a veces a desincentivarlo. Hay dos opciones: quedarse en México o intentar llegar a Estados Unidos, tratar de que Donald Trump les otorgue el status de refugiados. El módulo de refugio en México está casi vacío.

Una mujer joven que vino de Estados Unidos llama con un megáfono a quienes quieran recibir información sobre el asilo en su país. Decenas de personas hacen un círculo a su alrededor. “Entonces, por estar en Ciudad de México,­ y tener la oportunidad de pensar bien en lo que quieren, y deben pensar bien si actualmente quieren ir a Estados Unidos, o el de México. El proceso duraría meses, si no años” —grita desde el megáfono en un español difícil, entrecortado—. ¿Cómo sería su experiencia con oficiales en la frontera? Oficiales muchas veces maltratan a personas que entran para pedir asilo, jugando tácticas de disuasión”.

La pobreza no es causal para obtener asilo en Estados Unidos. Tampoco la violencia. Sólo lo son la persecución y la tortura: “Tienen derecho a pedirlo, pero no a obtenerlo. Y sólo una vez”.

Hay otra opción, que todos conocen, aunque de ésa no se habla: la de cruzar la frontera ilegalmente: “Ahorita es aún más peligroso, porque el presidente de los Estados Unidos ha llevado el militar federal a la frontera. Además, grupos de la derecha, poquitos, con sus propias armas están en la frontera esperándolos”.

Los que pidan asilo serán detenidos mientras un juez determina si procede, si lo necesitan, si lo merecen: “Primero le van a detener. Estos centros de detención son muy crueles. Tanto adultos como niños se desmayan por deshidratación y falta de comida. Dormir es muy difícil porque las luces permanecen encendidas a todas horas; sólo tendrían una cobija metálica, por eso le llaman ‘la hielería’. Ésta es una foto de personas esperando entrevistas de asilo en la hielería. Y éste es un campamento de niños en el desierto. Se llama Tornillo”.

Por eso sería mejor idea quedarse en México: “Los que no cumplen esos criterios deben quedarse aquí en México, porque en México, uno, tiene una solicitud de asilo más amplia, y dos, protección humanitaria más amplia”.

—¿Y las aplicaciones para asilo para Estados Unidos? —pregunta un hombre después de escucharla media hora. Los de su alrededor asienten con la cabeza.

—No, esto es sólo información —responde la mujer.

 

El protector

 

Estados Unidos es el paraíso, y al paraíso todos tenemos derecho. Todos aquí, hasta los niños, tienen una idea de ese país cercano a la perfección: allá hay trabajo para todos, allá hay escuelas para todos, allá hay dinero, allá no hay violencia, allá todo es limpio, allá hay muchos juguetes. Una idea a veces distorsionada, como la del niño que ya quiere llegar a Texas porque quiere ver nieve.

Allá también está Donald Trump, el presidente que, desde que se anunció la caravana, amenaza hasta con ordenar a sus soldados de la frontera disparar si hay intentos de cruce ilegal masivo. Pero Trump no es más que un pequeño obstáculo. La decisión no es de él. “Ponemos a Dios como escudo protector de nosotros, porque es el único que nos cuida, nos guía, ilumina nuestros pasos”, dice Eyer.

Franklin, un hombre que dice ser perseguido político y que usa un español correcto, que cita organismos internacionales y es de los pocos que han entrado antes a Estados Unidos, está al tanto de todo lo que Trump ha dicho los últimos días, pero no teme ni siquiera a los militares de la frontera: “Yo sé que Dios va estar adelante. Porque él no es el dueño del país, no es nada de nada. Las fronteras, tenemos todos el derecho de pasar, porque no somos unos criminales, somos seres humanos… Pues si disparan, pues se va a poner más peor la cosa, porque nosotros estamos protegidos a nivel nacional e internacional, ¿verdad? Pues, el de arriba nos cuida más, y la virgencita de Guadalupe, que va delante de nosotros; y, con ellos, nada es imposible. Y esas fronteras se van a abrir. Por fe lo digo y así va a ser”.

Dios va con todos, pero a algunos él es el único que los acompaña. Como a Juan Rafael, que viaja solo y tiene los pies llagados: “Yo sé que con la voluntad de Dios voy a llegar, porque él me da fuerza y sabiduría para ir aquí, en esta caravana, y la paciencia, porque esto requiere de mucha paciencia. Porque aquí lo único que se requiere es paciencia y fe en Dios. Eso es todo”.

Los que ya habían continuado el éxodo avanzaban rápido. Los gobernadores de los estados les ponían transporte: cruzaban Jalisco en autobuses, los dejaban en la frontera con Nayarit; el gobernador enviaba camiones, los bajaban en la frontera con Sinaloa; más camiones de ese estado. Por las razones correctas, o incorrectas, el recorrido iba rápido, sobre ruedas. De Sinaloa a Sonora y de Sonora a Baja California, a Tijuana. Después de unos días llegaban a la frontera. El sueño estaba ahí, cruzando ese muro de metal, o esa garita. Pero del otro lado había dos filas de policías y militares listos para frenarlos. Y, de este lado, el alcalde y los tijuanenses los querían fuera rápido. Para ser rechazado no se necesita muro.

Veintiséis días de caminar bajo el sol, dormir a la intemperie, comer lo que se pueda, hidratarse cuando hay agua son el infierno que hay que sufrir para llegar al paraíso. Pero hasta en el camino del infierno hay paradas felices. Cuatro días de descanso en la Ciudad de México se parecen a eso. Cuando los pies sanaron y las piernas ya no duelen, se puede jugar futbol. Los hombres hacen equipos, se apuntan para la reta, hacen fila para entrar a la cancha. Cinco minutos tras el balón son la felicidad completa.

Motalagua se enfrenta contra el Olimpia, porque aquí hay que recordar de dónde viene uno. Cada escuadra repite el nombre del equipo de la ciudad que abandonaron, de la que los expulsó. Aquí hay afición y orgullo. Aquí los guatemaltecos son de Guatemala y los hondureños, de Honduras. En esos cinco minutos en la cancha, hasta ser de San Pedro Sula es motivo de orgullo, aunque después de eso se acuerden de que es la ciudad más peligrosa del mundo.◊

 


* GALIA GARCÍA PALAFOX

Es abogada y periodista. Trabaja en Así como suena, donde aparecerá una versión en podcast de este texto.