Una respuesta al enfoque anarquista de la ciudad en el marco de la “justicia territorial”1

¿Podría una dosis de anarquía y desorden hacer funcionales nuestras ciudades, frenar la segregación que se produce en ellas, enfrentar la creciente violencia en las metrópolis y fomentar así el bienestar y la buena convivencia entre sus habitantes? A partir de las ideas del sociólogo estadounidense Richard Sennett, Boris Graizbord recoge estas interrogantes y propone otras más para un debate por demás abierto tanto para especialistas como para urbanistas.

 

BORIS GRAIZBORD*

 


 

El gran camino es largo y tranquilo, pero la gente
prefiere los senderos tortuosos
Tao Te Ching
(epígrafe en James C. Scott, p. 91)

 

Las ideas de Richard Sennett acerca de diversos procesos sociales han estado implícitas muchas veces en los argumentos y respuestas de la planificación y la formulación de políticas urbanas. Aquí discuto algunas de ellas acerca de los límites de la burocracia y la relevancia de la acción pública para enfrentar problemas urbanos.

Adelanto: las características del complejo ámbito urbano, tanto físicas como sociales y económicas, plantean algunas preguntas que me parece que no tienen respuesta en el enfoque de Sennett. En otras palabras, en la actualidad es muy discutible “incorporar la anarquía a la ciudad como principio positivo”.

Para un geógrafo, las desigualdades sociales en el espacio urbano se traducen operativamente en los problemas de segregación espacial, por un lado, y de asignación de bienes y servicios, por el otro, con el fin de cubrir con satisfactores el territorio y facilitar el acceso a la población que los necesita. Las desventajas en el ámbito de la ciudad no sólo tienen que ver con los ingresos. Una familia, además de su ingreso nominal, se beneficia (o perjudica) por su ubicación en el espacio urbano y obtiene un ingreso real que es mayor (o menor) que el nominal. De tal manera que el bienestar2 de los habitantes de la ciudad está vinculado estrechamente al lugar dondevive, a la estructura (física y social) urbana, y ésta es resultado de múltiples decisiones que toman los diversos actores que operan en el territorio de la ciudad en varias escalas. En otras palabras, los patrones de segregación espacial no son el resultado simple de fuerzas económicas, sino que emanan de una compleja interacción de fuerzas sociales y políticas tanto como económicas:

La gente se separa siguiendo muchos lineamientos y muchas maneras. Existe la segregación de sexo, edad, ingreso, idioma, religión, color, gusto personal, y los accidentes de las circunstancias históricas… Y cierta segregación es un corolario de otras manifestaciones de segregaciones: la residencia se encuentra correlacionada con la ubicación del empleo y el transporte (Schelling: 130).3

La desigualdad social es entonces tanto un problema objetivo (de localización en el espacio urbano, à la Harvey) como subjetivo, de percepciones de carácter individual (de apariencia, de apreciación, de preferencias, à la Schelling), que puede conducir colectivamente a la segregación.

Veamos un ejemplo: al llegar a Shanghái, el visitante identifica claramente que el centro de la ciudad está dividido por un eje que separa el área británica de la francesa. La primera es muy sobria, impresionante, limpia, ordenada, planificada, pero casi no hay gente en las calles, mientras que, en la segunda, densamente poblada, hay multitudes en las calles, vendimia por todos lados, está sucia y desordenada, pero es más amigable, atractiva y de un bullicio en el espacio público que invita a pasar ahí todo el tiempo. Esto se repite a otras escalas. No es lo mismo Singapur que Yakarta o Bangkok. De nuevo, el orden en la primera y el aparente desorden en las dos últimas. La pregunta es: ¿hay reglas en ambas áreas, en estas ciudades tan diferentes?, ¿se respetan y se imponen?

Tengo tres argumentos para fundamentar una crítica a Sennett,4 pero antes quisiera referirme a su apasionante postura acerca de la vida en la ciudad y los usos del desorden, como creo que él lo entiende, y mencionar algunas ideas de Scott5 al respecto.

Esta lectura es, desde mi punto de vista, esencial en los momentos actuales en los que, tanto en el Norte como en el Sur, la gobernanza está en entredicho, y ésta, como la gobernabilidad, exigen de innovaciones sociales que fomenten el diálogo y permitan la interacción no violenta entre actores y la comunicación dentro de la administración y el gobierno de las ciudades.

Sennett indica, en la introducción de su libro, la importancia de una “educación para acostumbrar a los hombres [sic] a aceptar una dosis de anarquismo y desorden en sus vidas”. Quizá tenía razón cuando señalaba en los setenta que, “al educar a los individuos en este sentido, se eliminaría la aprensión de los revolucionarios marxistas a la libertad que es posible experimentar en las ciudades […] Quizá porque éstos estaban interesados en mantener un pensamiento simplista [como el] que se mantiene en la tribu, en el pequeño pueblo” (pp. xiv-xv).

La densidad y diversidad misma de la vida social en la ciudad —dice— abre, sin embargo, la posibilidad de una autoimposición de tiranía, tanto como de búsqueda de libertad. Qué hacer —se pregunta— para evitar que la burocracia coarte, restrinja, la libertad para buscar una vida comunitaria más plena.

Me remito al capítulo seis: “Los buenos usos de la ciudad”. Cito —y traduzco libremente— el punto clave que sobresale en el argumento de Sennett y que se resume en la idea de comunidades supervivientes (pp. 138-142); quizá hoy diríamos “comunidades sustentables” o “resilientes”:

Lo que debe emerger en la vida citadina es la ocurrencia de relaciones sociales, y especialmente de relaciones que involucran conflicto social, a partir de encuentros cara a cara. La ciudad provee un punto de encuentro único para que esto suceda.

Construir una comunidad sobreviviente donde puedan confrontarse diferencias […] requiere [un] cambio en el alcance del poder burocrático y un cambio en el concepto de orden en la planeación de la ciudad.

No entraré al tema de urban planning en este momento, pero haré referencia posteriormente al problema de los bienes y servicios públicos. Por supuesto, Sennett reconoce la necesidad de una estructura administrativa central para lograr el beneficio de economías de escala. Pero me parece que, si bien es correcta su apreciación, esto se logra facilitando la cooperación y el flujo de la información entre las entidades que conforman la administración pública de la ciudad. Pero Sennett rechaza toda forma de control central en el uso del suelo (zonificación), de la educación y de toda clase de actividades que pudieran realizarse a partir de acciones locales, comunitarias e, incluso, directamente a través de conflictos no violentos… Aquí la pregunta: ¿es esto posible en el caso metropolitano? Véanse ejemplos que suceden en varias ciudades en la actualidad: París —chalecos amarillos—, Hong Kong —manifestaciones en rechazo a ser juzgado en China—, Santiago —reclamo por alza de tarifas de transporte y otros agravios acumulados—. Me pregunto si estas protestas violentas no están manipuladas por derechas e izquierdas ajenas.

El otro aspecto es el de la estructura urbana. La ciudad, dice, debe concebirse como un orden social de partes sin una forma coherente o controlada. En efecto, así han crecido nuestras ciudades: varias veces más en extensión física que en población, con una extensa periferia en la que no sólo encontramos pobreza con carencias de la infraestructura física y del equipamiento social adecuado, e inseguridad, acompañados de un laxo control del capital inmobiliario, que aprovecha la debilidad de los gobiernos locales para ofrecer, como patrimonio familiar, viviendas sin acceso a todo tipo de bienes y servicios públicos. ¿Será que nuestro autor no tenía en perspectiva lo que ahora nos convoca: las condiciones del Sur Global? ¿Será que un visual and functional disorder urbano resulta atractivo, en este contexto? Y la siguiente pregunta: ¿qué hace las marcadas diferencias entre ciudades en el Sur Global? ¿Por qué sólo cuando interviene el diseño profesional e intencional nos parece atractivo un “desorden visual y funcional”? ¿Podemos reproducir en las periferias de nuestras ciudades la calidad de la arquitectura vernácula que vemos en el Mediterráneo y en otros sitios privilegiados?

La violencia es otro tema de discusión. Para Sennett, los conflictos y los miedos, especialmente los raciales, que se daban en el contexto y el momento en el que los analiza, sólo pueden socializarse permitiendo que se expresen. No hay, dice, diferencias entre blancos y negros, sino prejuicios culturales, y son estas diferencias culturales exactamente las que deben permitirse en toda su crudeza y vulgaridad. Sin embargo, en la experiencia del conflicto, cuando éste importa para la supervivencia, es que los individuos deben aprender a hablar al enemigo, darse cuenta de las dimensiones de aquello que los antagoniza (p. 147).

Pero ¿cómo se aprende a “hablar al enemigo” y a evitar ejercer la violencia cruda y vulgar que vemos constantemente en las noticias? Si entiendo bien, estas comunidades diversas que se enfrentan no surgen espontáneamente, deben ser creadas e incitadas (urged). Pero, al mismo tiempo, debe crearse un contexto e inducirse una elevada densidad y, además, hacer el esfuerzo por crear espacios habitables y recreativos, e integrados socioeconómicamente. Si, en efecto, en la ciudad son las “áreas de elevada densidad [las que] proveen la diversidad e inestabilidad necesaria para que operen las comunidades sobrevivientes” (p. 153), las preguntas son: ¿por qué parte se crean y mantienen estas áreas?, ¿cuál es el papel de la autoridad pública?, ¿pueden existir y funcionar en un contexto en el que se enfrentan múltiples intereses, sin normas e instituciones?

Una mirada anarquista actual la ofrece Scott. Su anarquismo defiende la política, los conflictos y los debates, y la constante incertidumbre y el aprendizaje que conllevan. A diferencia del cientificismo utópico de finales del xix y principios del xx (p. 11), Scott no cree que el Estado sea siempre y en todas partes el enemigo de la libertad […] ni que el Estado sea la única institución que amenaza la libertad (p. 13). ¿A qué otras instituciones o actores se refiere? ¿Qué actores sociales entran en juego en ese tejido de confrontaciones al que se refería Sennett? Encuentro útil su mención de sindicatos, partidos e, incluso, movimientos sociales radicales cuya tarea, asevera, es la de institucionalizar la rabia y las protestas rebeldes y descontroladas… pareciera que su función es intentar transformar la rabia, la frustración y el dolor en un programa político coherente que constituya una base para tomar decisiones políticas y legislar (p. 49). No es ninguna exageración, continúa, afirmar que las organizaciones de este tipo son parásitos de la rebeldía espontánea de aquellos cuyos intereses se supone que representan.

Siendo así, me pregunto si el problema es sólo la rigidez que atribuye Sennett a la burocracia en el gobierno de la ciudad. Lo que sí es un hecho es que, como indican Knox y Pinch6 (p. 105), el punto crítico con la burocracia es que no siempre los objetivos y motivaciones de sus decisiones coinciden con los intereses del público al que sirven. Pero queda, por otro lado, la duda de que la comunidad pueda movilizar y articular un claro entendimiento de las causas estructurales de los problemas locales que la aquejan, o que pueda estar dominada por un poder externo, como sugiere Scott al referirse a los actores antes mencionados.

Sin duda, “rechazar la rigidez de la uniformidad en favor de la variedad y la diversidad” (Scott, op. cit. p. 73) es acertado socialmente y es la esencia de una ciudad incluyente y más. Por cierto, encuentro una coincidencia con Jacobs7 al insistir en la mirada desde la calle. El error en la planificación, como dice Scott (p. 80), es mirar hacia abajo la maqueta de un nuevo proyecto de desarrollo y cometer el error de equiparar el orden visual con el orden funcional y la complejidad visual con desorden. O, como advertía Jacobs (pp. 80–81), que la intrincada complejidad de un barrio de usos mixtos que funcionaba bien no era, como daba por sentado la estética de muchos urbanistas, una representación del caos y del desorden. No puedo menos que aceptar la influencia en la planificación urbana de estos autores.

Pero quisiera pensar que entre el orden y el desorden hay puntos e instancias intermedias que evitan el caos y favorecen la supervivencia (ahora sostenibilidad) de las comunidades. En otras palabras, que hay cabida para estrategias de grupo8 y un contexto normativo (reglas o instituciones) o “un sistema jurídico de respeto a las libertades”, y que la interacción entre ambos aspectos se refleja en la geografía y dinámica de la ciudad.

Sí, es atractiva la visión parcial (utópica, quizá) de Sennett al proponer la ciudad como un sistema anárquico en el que habrá plena libertad de expresarse desde la diversidad, o de deshacerse de reglas rutinarias, en la que no habrá una manipulación burocrática de los conflictos, en la que se asegurará que la provisión de los bienes y servicios responda de manera directa a las necesidades humanas, y en la que “si el conflicto es permitido en la esfera pública, y las rutinas burocráticas se socializan, el desorden producirá una gran sensibilidad para conectar los servicios públicos con la clientela urbana” (pp. 189–198).

Pero la pregunta es cómo conectarlos, y cuáles son los criterios para una clientela urbana que no es homogénea. Harvey (citado en Jones y Eyles, p. 223)9 tiene una respuesta: se requiere en efecto un sistema de organización descentralizado que reemplace el mercado, que generalmente busca la distribución más redituable. Así que la justicia social en el territorio implica: a) satisfacer (con bienes y servicios públicos) las necesidades de la población dentro de cada jurisdicción; b) asignar recursos buscando generar efectos multiplicadores entre jurisdicciones; c) solventar dificultades derivadas del entorno físico y social, y d) privilegiar, con mecanismos institucionales, organizativos, políticos y económicos, los territorios en mayor desventaja. Sí, pero la población se mueve, sus atributos son variados aun dentro de cada jurisdicción, independientemente de que parezca homogénea.

Presento tres aspectos relacionados con la discusión, que considero que coartan o inhiben las posibilidades de llegar a esas condiciones de interacción, expresión y participación que propone Sennett:

 

  1. Bienes públicos puros10

 

Son dos las características que definen los bienes públicos puros. Su “no rivalidad”, es decir que el disfrute de ese bien por una persona no disminuye la habilidad de otros para disfrutar del mismo; y su “no exclusión”, que significa que la gente no puede prevenir el disfrute del bien.

Pero hay una tercera característica de los bienes y servicios públicos cuando son locales, que es el caso: sus beneficios se confinan a un espacio relativamente pequeño circunscrito por la jurisdicción del gobierno local o la metrópolis cuando se orientan a ese ámbito. En otras palabras, están dirigidos a los ciudadanos o a las comunidades locales. Esto sucede con los espacios públicos urbanos (banquetas, calles, parques y jardines) y otros bienes y servicios públicos, incluida la seguridad y otros que no requieren aprovechar economías de escala, cuya función es mejorar la calidad de vida y reducir desigualdades u oportunidades intrajurisdicción. En este caso es claro el problema del free rider que ocupa o invade dichos espacios para su beneficio, lo que da por resultado que se pierden los tres atributos de bien público. Las preguntas entonces serían: ¿es posible mantener las condiciones que propone Sennett en todos los múltiples ámbitos jurisdiccionales?, ¿no habría que resolver primero el problema de las desigualdades entre gobiernos locales?, ¿ no requiere esto un decisor central, o bien acuerdos institucionales?

 

  1. La tragedia de los comunes

 

Para Elinor Ostrom,11 no existe nadie mejor que los propios implicados para gestionar sosteniblemente un “recurso de uso común”, pero insiste en el acuerdo y el desarrollo institucional y señala la existencia de factores internos: que los participantes no tengan la capacidad para comunicarse entre ellos; que no logren desarrollar un ambiente de confianza; que no tengan el sentido de compartir el recurso y no reconozcan de manera unánime que comparten un futuro común; y externos: que autoridades externas impidan llevar a cabo cambios constructivos, que (otros actores) vean la posibilidad de obtener beneficios si obstaculizan esos ajustes o que el grupo esté influido por un sistema de incentivos perversos implementado por autoridades ajenas. En pocas palabras, getting the institutions right is a difficult, time-consuming, conflict-invoking process… El éxito se basa en organizar la vigilancia, asignar derechos de uso, monitorear y ajustar niveles de utilización para mantener el uso sustentable de los mismos. El mismo Hardin,12 tan criticado, se pregunta qué significa libertad (freedom). Y sugiere que, al acordar mutuamente imponer leyes o reglas, se hace a la comunidad más libre.

 

  1. Múltiples jurisdicciones

 

El carácter espacio-temporal de las actividades humanas hace que éstas trasciendan las fronteras político-administrativas. En un contexto de múltiples jurisdicciones, como es el caso metropolitano que conocemos bien, la renuencia a incurrir en una contribución, especialmente cuando existe la posibilidad de que se diluya o beneficie a otros (individuos, grupos y/o jurisdicciones) que no aportan, evita mantener una mínima calidad de vida en el conjunto. Otro aspecto es el de la coordinación entre órdenes de gobierno (horizontal y vertical). No abundo sobre este importante asunto, salvo para decir que, para convivir en vecindad en cualquiera escala, son ineludibles ciertas reglas y acuerdos, además de comunicación.

Para terminar, quisiera pensar que mis argumentos matizan la propuesta de diversidad y desorden en la escala urbana que propone Sennett, y la posibilidad de transgredir y romper reglas que recomienda Scott. Con todo, debo aceptar, con el primero, la importancia de la educación para poder dialogar y enfrentar conflictos y, con el segundo, que parecería necesario hacerlo para, por un lado, enfrentar las condiciones extremas de desigualdad social que se manifiestan en nuestras ciudades y, por otro, reducir la angustia en que vivimos en estos tiempos, que algunos califican de crisis ambiental y, más aún, social o, incluso, civilizatoria. Como nos señala Sennett,13 en el desarrollo del capitalismo al final del siglo xx, habría que agregar al contexto “tres nuevas páginas” que han dado lugar a tres efectos críticos o carencias en los procesos sociales: una muy baja lealtad, poca o nula confianza formal e informal, y un débil conocimiento y nulo interés por las instituciones. En otras palabras, hay un déficit de capital social, definido éste en términos del involucramiento voluntario de las personas en las organizaciones sociales y civiles; o bien, en términos de cuán profunda y ampliamente la gente se involucra en redes familiares, educativas y de trabajo.◊

 


* BORIS GRAIZBORD

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México y coordinador del programa lead-México.

 


1 Una primera versión de este texto se leyó en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara el 6 de diciembre de 2019 en la sesión Innovación y justicia social en el sur global, en el marco del 33º Encuentro Internacional de Ciencias Sociales “Habitar la ciudad: la política de la ciudad y la innovación social del Sur Global”, organizado por el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guadalajara.

2 Argumento fundamental de David Harvey en un ya “viejo” texto, pero no por eso menos valioso: Social Justice and the City (Londres, Arnold, 1973).

3 Thomas Schelling, Micromotivos y macroconducta, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.

4 Richard Sennett, The Uses of Disorder. Personal Identity and City Life, Nueva York, Vintage Books, 1970.

5 James C. Scott, Elogio del anarquismo, Barcelona, Crítica, 2013.

6 Paul Knox y Steven Pinch, Urban Social Geography, Harlow, Essex, Inglaterra, Pearson Educational, 2006.

7 Jane Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades, Barcelona, Península, 1967.

8 Autosegregarse para defenderse de una mayoría, para apoyarse mutuamente, para preservar su cultura, para facilitar la resistencia o la respuesta a presiones y adquirir mayor capacidad de acción (Knox y Pinch, op. cit., pp. 175–177).

9 Emrys Jones y John Eyles, An Introduction to Social Geography, Oxford, Oxford University Press, 1977.

10 Para los siguientes dos párrafos copio y traduzco libremente a Matthew Kotchen (2012, disponible en https://environment.yale.edu/kotchen/pubs/pgchap.pdf).

11 Elinor Ostrom, “Reflections on the Commons”, en John Baden y Douglas Noonan (eds.), Managing the Commons, Indianapolis, Indiana University Press, 1998, pp. 95–116.

12 Garret Hardin, “The Tragedy of Commons”, Science, v. 162, 1968, pp. 1243-1248.

13 The Culture of the New Capitalism, New Haven, Yale University Press, 2006, pp. 37-42.