Una presentación de Los mundos ibéricos

 

JOSÉ JAVIER RUIZ IBÁÑEZ* / ÓSCAR MAZÍN**

 


 

Historia mínima de los mundos ibéricos (siglos xv a xix).
José Javier Ruiz Ibáñez y Óscar Mazín.
Ciudad de México, El Colegio de México, en prensa.

 

Los mundos ibéricos están constituidos por el conjunto de personas cuya cultura e historia se forjaron cuando la matriz del mundo mediterráneo se proyectó mediante la expansión portuguesa y española. Las poblaciones protagonistas de ese proceso (europeos, africanos, americanos y asiáticos) y sus descendientes comparten una experiencia común y una forma de concebir el mundo. Los nuevos y viejos discursos de esencialidad llaman hoy con fuerza a la puerta de las identidades personales buscando encerrarlas en marcos deterministas. Frente a ellos, la peripecia (terrible y brillante, sangrienta y creativa) de quienes vivieron esos mundos y de sus herederos consistió en la creación de algo nuevo, algo propio a cada persona, a cada espacio, sin por ello dejar de ser inteligible a todos los demás. Los historiadores tienen la responsabilidad de hacer inteligible esa realidad, en dos sentidos: para recordar que es la persona quien, por muy condicionada que esté, construye su realidad; y para proponer instrumentos que ayuden a comprender que el patrimonio resultante de esos mundos procede de una vía a la modernidad que fue plural y que, con oscuridad y luz, permite pensar en integrar un mundo común y singular, propio y universal. Esta operación no es fácil, pues hasta ahora esa historia ha sido desmenuzada en relatos nacionales o esenciales que ponen tabiques donde antes circulaba la brisa.

Cada uno de los territorios que formaron esos mundos ibéricos tuvo su historia, pero los procesos que la compusieron y las personas que la protagonizaron correspondieron a un medio que era y se pensaba compartido, incluso cuando dejó de estar articulado por vínculos políticos. Esos pasados, singulares como realidades, sólo pueden tener sentido desde esos contextos generales que se interpretaban, declinaban y se vivían de manera local. No se trata, por supuesto, de una historia de centros y periferias en los que las potencias coloniales ejercieron una dominación que impregnó a unos territorios subyugados y sin historia que finalmente lograron, obedeciendo las leyes históricas y expresando el espíritu de sus pueblos, emanciparse de tal servidumbre y encarnar libremente su destino histórico. Esa percepción es propia del nacionalismo decimonónico y choca con la visión que vamos a proponer. De igual forma, tampoco será ésta una historia de las cortes portuguesa y española, y de sus reflejos en unos dominios lejanos y exóticos que carecen de historia. Por lo contrario, nuestra lectura se basa en el principio de que la historia, sea con mayúsculas o minúsculas, la hicieron las personas, todas las personas, las que se asumen como ordinarias y las que piensan que son extraordinarias; no los grupos sociales, étnicos, sexuales o raciales entendidos como máquinas que determinan la vida de las personas, sino ellas mismas, por muy condicionadas que estén.

Los territorios que compusieron esos mundos ibéricos no eran la suma de unidades estáticas o radicalmente estancas. Fueron recorridos y estuvieron impregnados de informaciones, ideas, creencias, idiomas y órdenes que circularon con las personas o con los bienes y productos que se intercambiaban. Ciertamente, dichos tráficos tendían a estar organizados por las necesidades políticas y fiscales, por las estrategias defensivas, por las oportunidades comerciales o por las representaciones culturales y religiosas del mundo. Esas dinámicas articulaban centralidades que interactuaban entre sí, pero que no tenían un sentido permanente ni determinaban una vida local y regional donde se negociaba su significado.

¿Qué elementos son los determinantes de esos mundos ibéricos? La respuesta se puede dar en negativo, mediante la reiteración del fantasma antimoderno que lastra la concepción del progreso de las sociedades meridionales frente al éxito del modelo cultural germánico y anglosajón o civilizatorio francés. Generaciones de intelectuales de los países iberoamericanos o mediterráneos han interiorizado este discurso de inferioridad sin detenerse a pensar que sus bases son una mezcla de coyuntura, de racismo, cultural o no, y de la xenofobia que afirma una preeminencia. En ese pecado de origen radicaría la apraxia motriz que ha bloqueado el desarrollo histórico de unas poblaciones condenadas a purgar su adhesión al oscurantismo. Esta interpretación deshistoriza la realidad de esas sociedades, enajena su capacidad de decisión y reduce a juicio moral el devenir de las personas.

Una de las cualidades más sorprendentes de los mundos ibéricos es una enorme pluralidad abigarrada, algo que inquietaba ya a sus observadores en los siglos modernos y todavía más a partir del xix. La diversidad racial, lingüística o territorial, la vastedad de las declinaciones de cómo se podía formar parte de ellos, hacía que cualquier estereotipo se volviera obsoleto. El resultado fue que, lejos de pensar que esos territorios estaban siendo sometidos a la impostura de aceptar un modelo externo, en realidad lo que sus poblaciones podían asumir, sin errar mucho el juicio, era que ellas mismas elaboraban el modelo. Es este sentido de normalidad, provisional y en continua renegociación, el que definía la integración a esos mundos ibéricos, un sentido que no tenía necesariamente que ver con la aceptación del catolicismo o la simpatía con la política regia. Aunque en principio éstos fueran los elementos más comunes, no hay que olvidar que también formaron parte de dichos mundos poblaciones musulmanas, protestantes, budistas o animistas; que también fueron sus protagonistas quienes combatieron o se sublevaron contra los reyes o resistieron a su expansión; y que entre quienes los vivieron hay que contar a quienes fueron expulsados de sus casas y de sus patrias a causa de la religión o de una lealtad política disidente.

Es por eso que en la Historia mínima de los mundos ibéricos hemos preferido usar el plural “mundos”, en vez de mundo, aunque la preferencia no nos aparta de una aproximación unitaria. Entre 1732 y 1771, en las cecas americanas de la Monarquía española se acuñó en plata una moneda singularmente hermosa que presenta al globo terráqueo de forma bidimensional mediante dos esferas en las que se esbozaban continentes, mares y ríos. A sus lados se despliegan, coronadas, las Columnas de Hércules con el célebre lema Plus Ultra. Conocidas como “columnarias”, esas piezas perfeccionaban un modelo rudimentario anterior dotándolo de una notable belleza. La leyenda de la moneda rezaba utraque unum (“los dos en uno”) y no le falta razón, pues la pluralidad de esos mundos ibéricos constituía una realidad común. No se trataba de una agregación caótica y desordenada de realidades dispares integradas militarmente bajo una misma soberanía.

Obviamente, una parte muy significativa de las bases que definían esos mundos era compartida por las otras sociedades de la Europa católica y mediterránea, pero ese modelo iba a dotarse de un sentido especial al tener que adaptarse a una realidad tan compleja como la planetaria. La dinámica consistió en la definición de una serie de elementos que se consideraban compartidos y que fundaron una identificación exterior y propia de sus poblaciones, sus instituciones y sus sociedades. Tal convicción se pudo esgrimir como algo favorable, o bien presentar, a partir de los siglos xviii y xix, por parte de la élite, como una tara de origen y como una herencia vergonzante. De una forma o de otra, lo cierto es que tal conciencia prevalecía. Definir, como casi siempre sucede con todo lo importante, en qué consiste lo obvio es un ejercicio casi imposible.

Para un historiador, confrontar un pasado tan evidente y unitario, pero a la vez tan plural, contradictorio y polisémico, es una hermosa tarea. La historia de los mundos ibéricos no viene dada, no es manifiesta desde el ahora. Es más, definirla como relevante y urgente coloca a los autores frente a otros relatos del pasado que insisten en mirar con otros anteojos y negar incluso la utilidad de los nuestros. Es ésta una posición estimulante, más aún cuando dichas interpretaciones han contado o disfrutan de un fuerte apoyo institucional y del caluroso aplauso del público. La elaboración del relato nacional, que cristalizó por doquier en el siglo xix, insistió con fuerza en la singularidad esencial de cada una de las naciones que surgieron en los mundos ibéricos. Éstas tenían, o así se proclamaba, una permanencia histórica casi temporal y tocaba al historiador hacer constar la unidad de destino que había ligado, más allá de su conciencia, a los habitantes de un territorio, a los hablantes de una lengua o a las personas que tenían rasgos físicos parecidos. La Nación era primero y tocaba construirla.

La perspectiva nacional y sus derivaciones partían, por lo tanto, de una negación o de un rechazo del universalismo que implicó la formación del conglomerado ibérico y su largo desarrollo. Por supuesto que historiar el punto de vista nacional no implica negar, ni siquiera minusvalorar, los aportes de aquellos historiadores que en las últimas décadas del siglo xx nos permitieron pensar el pasado de cada uno de esos territorios. La admiración sin ambages a su erudición, brillantez y esfuerzo tampoco nos debe hacer rehuir la crítica, que nace de corroborar que su punto de vista estuvo orientado, como lo está el nuestro, por las preguntas y los lugares comunes de su entorno.

Para exponer cuándo, hasta dónde y cómo ese espacio ibérico condicionó a las personas que lo integraron, hemos adoptado en el libro una organización dual. Comenzamos con una narración del devenir político, social, económico, religioso y cultural de los diversos espacios. Se trata de una aproximación diacrónica para que el lector pueda ubicarse en un tiempo que, desde el siglo xv hasta el xix, da cuenta de los fenómenos globales ante los cuales reaccionaron los habitantes de esos espacios. La cronología no se atiene de manera estricta a la de otras aproximaciones. Para verificar las posibilidades de integración de un espacio compartido, es necesario entender las herencias que desde el Perú hasta Italia prefiguraron la incorporación a un conglomerado tan enorme. El final de esta parte no se agota en la disolución, entre 1810 y 1830, de las grandes monarquías ibéricas, por la sencilla razón de que éstas no son las protagonistas del libro. En realidad, los países que surgieron compartían estructuras políticas, culturales, sociales y económicas que los pusieron en situaciones análogas frente a los procesos de modernización, voluntaria o forzada, acarreados por la centuria decimonónica. Una lectura de conjunto para ver cómo se desarrollaron los estados nacionales, cómo se pensó la modernidad o cómo evolucionó la propiedad y qué protagonistas tuvieron tales fenómenos, a escala local y general, corrobora que el devenir histórico de unos y otros siguió muy vinculado. Las diversas sociedades, a pesar de su singularidad, enfrentaron problemas comunes, padecieron tensiones semejantes y dieron respuestas análogas en unos procesos que pueden seguir siendo muy esclarecedores de cómo han evolucionado hasta el presente. Esta visión de lo particular en una pesquisa de conjunto puede irritar a quien reivindique, y reivindique para sí, una singularidad inasequible a una aproximación compleja del pasado. No obstante, consideramos que en la identificación de lo genérico se ubica la posibilidad de aquilatar lo específico e irrepetible.

El lector comprobará que se ha puesto énfasis en los territorios americanos de la Monarquía con respecto a los asiáticos, europeos y africanos, y que otro tanto se ha intentado hacer con su gente. Mantenemos así una posición historiográfica que venimos desarrollando desde hace poco más de dos décadas. Como ya se dijo, partimos del principio de que todos los actores compartían tensiones y se definían según una misma cultura política. Cuando hablamos de territorios europeos, el lector comprobará que no nos referimos sólo al ámbito propiamente ibérico, sino que tenemos presentes esos otros que, ya fuera en Italia o en los Países Bajos, se definieron en su momento por su integración en los mundos ibéricos. Tampoco limitamos nuestro análisis de esos espacios al tiempo que tuvieron por soberano al rey de España o al de Portugal. Más bien, dirigimos la atención a ver si su evolución posterior tuvo condicionantes parecidos a esos otros territorios donde se hablaban el portugués y el español.

La segunda parte del libro comprende una serie de aspectos concretos que, consideramos, constituían el marco común de los mundos ibéricos. No es una historia inmóvil, sino que intenta mostrar cómo elementos en principio tan dispares en la economía, la fiscalidad, la guerra, la política, la administración, la espiritualidad o la misma representación de la sociedad, experimentaron transformaciones que ponen en relieve coyunturas comunes, aun cuando tuvieran distinta intensidad en todos los territorios. Por supuesto, hubo elementos que evolucionaron de forma más lenta o que persistieron en el tiempo y el espacio. Sin embargo, no por ello eran rígidos, ya que cada generación se apropió de ellos de manera particular. Ninguno de los rasgos que singularizamos existía en lo absoluto, sino que adquirió valor y significación sólo en relación con los demás supuestos.

Los elementos estudiados son puntos de vista para vislumbrar una realidad común y compleja que los integraba a todos desde el valor relativo que en cada momento les daba cada persona y cada contexto social. Y éste, por definición, era inestable. Una lectura conjunta muestra que, pese a la distancia territorial, los mundos ibéricos no sólo formaron entidades políticas, sino que en el camino histórico recorrido la evolución de sus elementos centrales fue plural; lo que, con la práctica centenaria, con las luces y las sombras, alimentó una forma de ver el mundo que, siendo singular, se nutrió de fundamentos análogos que podían sostener arquitecturas hechas con tezontle, madera, cantera o mármol, pero que se unían con la misma argamasa y dibujaban formas semejantes.

Los mundos ibéricos no terminaron en el momento en que acaba este libro. El lector comprobará que, de manera intencional, el relato se va haciendo difuso, casi brumoso, hasta aludir a sus consecuencias hoy. Sorprende que, a pesar de que se niega su presencia, y a pesar de que su actualidad se pasa por alto, esos mundos no sólo siguen ahí en sus vestigios, sino que están muy presentes en las prácticas cotidianas y en las concepciones sociales y culturales. Una cuzqueña que visite por primera vez Palermo se sentirá extrañamente cómoda en la ciudad; las iglesias que decoran sus plazas e incluso la vista del Mediterráneo le podrán parecer algo exótico, pero no por ello ajeno a un sentimiento de arraigo, sentimiento que sería recíproco si el protagonista hiciera el camino en sentido inverso. Lo mismo pasa con las fiestas y con las celebraciones populares, más o menos impregnadas de un sentido religioso que ha conservado elementos previos a los mundos ibéricos, pero que, al subsistir en ellos, son aún inteligibles para unos y otros. Se trata de una forma de patrimonio que va mucho más allá de un valor inmediato, pues es hoy elocuente de un mundo que fue tan común como diverso. Y ese sentimiento de afinidad, de arraigo, de pertenencia, de comunidad que va más allá de la retórica, sólo se puede entender desde el conocimiento de una historia tan compartida como propia.◊

 


 * JOSÉ JAVIER RUIZ IBÁÑEZ

Es historiador, catedrático de la Universidad de Murcia. Sus temas de investigación son historia del pensamiento y de los movimientos sociales y políticos. En 2018 publicó Refugiados, exiliados y retornados en los mundos ibéricos (siglos xvi-xx) en el Fondo de Cultura Económica de España.

** ÓSCAR MAZÍN

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Sus investigaciones se concentran en los estudios comparados de la Iglesia y de la sociedad en el Imperio español y en la Nueva España. En 2017 concluyó la obra en dos tomos Gestores de la Real Justicia. Procuradores y agentes de las catedrales hispanas nuevas en la corte de Madrid, publicado por El Colegio de México.