¿Una guerra abierta en contra de la “democracia americana”?

El juicio político al que fue sometido Donald J. Trump en fechas recientes nunca tuvo un resultado incierto: no ha habido presidente de Estados Unidos que haya sido destituido por impeachment. Y, sin embargo, como señala Erika Pani, la situación crítica por la que atraviesa la mayor potencia mundial pone de manifiesto que, para que las cosas mejoren, no basta con añadir unas cucharadas de democracia y agitar.

 

ERIKA PANI*

 


 

En una carta escrita en el tono que lo distingue, Donald J. Trump acusó a Nancy Pelosi, líder de la oposición demócrata en el Congreso, de ver a la “democracia americana como su enemiga”. La mayoría demócrata en la cámara de diputados decidió proceder al juicio político del presidente por haber condicionado el apoyo militar, aprobado por el Congreso, a un país aliado, con el fin de golpear a un rival político. Ante esto, el indiciado optó por denunciar el proceso como “anticonstitucional”, “hipócrita” y, sobre todo, “antidemocrático”. Censura a los “buenos para nada” de la oposición por querer destituir a un presidente “debidamente electo”, lo que equivale a subvertir “la voluntad del pueblo” y anular “los votos de los ciudadanos”. Los alegatos del presidente que perdió el voto popular por más de 2,800,000 votos en 2016 resultan, al parecer, políticamente eficaces: a mediados de diciembre, casi la mitad de los estadounidenses (49%, según la encuesta de encuestas de cnn) consideraba que el presidente no debía ser destituido, a pesar del desfile de testigos confiables que revelaron lo desaseado de la diplomacia trumpista en Ucrania.

Se trata de una administración poco convencional, caracterizada por la polarización, el desasosiego y un discurso agresivo y engañoso, que ha arrasado con muchas de las formas y preceptos que habían estructurado la vida pública estadounidense durante décadas. Lo que sucede en Estados Unidos parece ser la manifestación de un fenómeno más amplio: la “crisis de las democracias” que agobia al mundo desde hace más de una década. No obstante, los problemas que aquejan al régimen político estadounidense anteceden la llegada del actual inquilino a la Casa Blanca. Son resultado, quizá, del fantasma del éxito; de la convicción que han tenido muchos estadounidenses, prácticamente desde la fundación de la nación, de que viven bajo el mejor de los gobiernos posibles. La excepcional estabilidad del orden constitucional —más aparente que real— y la fortaleza del llamado “credo americano” han disimulado sus elementos disfuncionales. La primera de las repúblicas modernas conserva, para elegir al jefe del Ejecutivo, un sistema de elección indirecta diseñado en el siglo xviii para depurar y ordenar la voluntad del “pueblo” y privar al presidente de un mandato popular que podría envalentonar a un demagogo. Desde 1824, este mecanismo, síntoma de una añeja desconfianza de la democracia, ha dado el triunfo al candidato menos votado en cinco ocasiones, dos veces en los últimos veinte años.

Por otra parte, el vigor del federalismo y las protecciones jurisdiccionales a la libertad —de los actores económicos, de las autoridades estatales— han apuntalado un sistema electoral descentralizado, heterogéneo y desarreglado. La manipulación de las circunscripciones electorales ha sido tan común y constante desde el siglo xix que ha merecido su propio americanismo, gerrymandering —para vergüenza de Elbridge Gerry, gobernador de Massachusetts en 1812—. En 2000, el recuento de las boletas electorales mal perforadas en Florida —que ofrecía resultados distintos en los condados, por un lado, y en el estado en su totalidad por el otro— fue suspendido por la Suprema Corte, que alegó premura de tiempo y legitimó la certificación original de la elección, hecha por una funcionaria del gobierno estatal, encabezado por el hermano del candidato triunfador, George W. Bush. En 2010, la Suprema Corte determinó que las entidades privadas —corporaciones, asociaciones civiles y sindicatos— que participan en las elecciones a través de contribuciones financieras están protegidas por el principio de libertad de expresión. Por lo tanto, el financiamiento de las campañas políticas debe transparentarse, pero no puede restringirse. La estadounidense es, pues, una democracia plagada de trampas, localismos y un partidismo feroz, de cabilderos y de exceso de dinero privado. Sin embargo, funciona… pero lo funcional no quita que, a pesar de dos siglos de alharaca, “the home of the free” no es, en realidad, muy democrático.

El problema, alegan los optimistas, puede resolverse fácilmente. Lo que hace falta es democratizar el régimen político estadounidense para que responda a la opinión de la mayoría. Si los políticos se atuvieran a ésta, y no a los dictados de donadores y activistas, Estados Unidos tendría una legislación migratoria razonable y acceso generalizado a los servicios de salud —incluido el aborto—, y no cualquiera podría comprar una AK47. Sin colegio electoral no hubiera habido presidente Bush Jr. ni Trump. Sin embargo, los esfuerzos por reformar el sistema han fracasado: al parecer, quienes juegan a este juego político, incluso estando conscientes de lo mañoso de las reglas, prefieren no cambiarlas.

Por otra parte, el momento actual y los problemas que históricamente han estado implícitos en el proceso de juicio político —aun si ponemos entre paréntesis las excentricidades de Trump— sugieren que, para que las cosas mejoren, no bastará con añadir unas cucharadas de democracia y agitar. Las declaraciones del presidente no son tan absurdas como parecen. En efecto, el proceso de impeachment parece estar fuera de lugar en un régimen liberal y democrático. A la división de poderes corresponde prevenir la mala conducta de los funcionarios públicos y, de no lograrlo, limitar sus consecuencias; las elecciones deben castigar a quienes cometen tanto errores como fechorías. Empero, en el marco de la política competitiva, existe el riesgo de que los mecanismos para censurar a funcionarios en activo se utilicen para criminalizar a la oposición política.

A pesar de los problemas que conllevaba, los artífices de la Constitución de 1787 consideraron que era necesario introducir, en su novedosa ley fundamental, una herramienta ideada por el parlamento inglés en el siglo xiv para poder destituir —y encarcelar— a los ministros del rey. Como sostuvo en Filadelfia Benjamín Franklin, un funcionario —incluido el presidente en funciones— podía volverse “detestable” (obnoxious), y más valía disponer de medios legales para deshacerse de él; la alternativa era recurrir al asesinato. La Constitución establece entonces que el presidente —como otros servidores públicos— puede ser destituido a través de un juicio político. Según las prescripciones de la ley fundamental, sólo la cámara de diputados puede presentar cargos en contra de un funcionario —por traición, cohecho u “otros crímenes graves o delitos menores”—; sólo el Senado puede condenar, exclusivamente a la destitución y a la inhabilitación, con el voto de al menos dos terceras partes de los senadores.

A pesar de lo intricado, el proceso no satisfizo a los padres fundadores, más sofisticados ellos que nosotros, por ser más escépticos en el análisis del régimen republicano. Conscientes de que el pueblo se divide y se equivoca, recelosos de quienes, como escribiera Alexander Hamilton, “tras la máscara engañosa del entusiasmo por los derechos del pueblo” le “hacían servilmente la corte”, empezando como “demagogos, terminando como tiranos”, buscaron calificar y restringir la democracia —régimen que hubieran rechazado vehemente pretender construir—. Buscaron prevenir “males republicanos” con “remedios republicanos”, contraponiendo autoridades que derivaban su legitimidad de la misma fuente —la voluntad popular—, estableciendo un sistema de frenos y contrapesos. Sin embargo, no parecen haber tenido mucho éxito en el caso de los juicios políticos —por diseño excepcionales— a los presidentes: ningún intento de impeachment ha resultado en la destitución de un presidente considerado perverso.

En 1868, tras la Guerra Civil que destruyó el proyecto de república esclavista de los Estados Confederados del Sur y emancipó a cuatro millones de esclavos, el presidente Andrew Johnson desplegó sus prerrogativas —el veto y el indulto presidencial— para poner cortapisas al Congreso. Los legisladores republicanos pretendían asegurar los derechos civiles y políticos de la población recién liberada, recurriendo a un poder federal fortalecido. Johnson, un presidente accidental (llegó a la presidencia a raíz del asesinato de Abraham Lincoln), sureño y demócrata, no compartía la agenda de reforma social y política de los llamados “republicanos radicales”. Ante la oposición de Johnson, los congresistas republicanos lo sometieron a juicio político por, entre otras cosas, violar una ley —The Tenure of Office Act (1867)— que promulgaron con la inequívoca intención de meterlo en problemas. El presidente enfrentó a un poder legislativo en el que la voz dominante de los radicales se veía amplificada por la ausencia de la oposición, dado que se excluía a los representantes de los estados “rebeldes”. Incluso dentro de este contexto adverso, Johnson fue exculpado en el Senado, por un solo voto.

El antiguo unionista de Tennessee se había convertido en jefe del Ejecutivo por la tragedia del asesinato de Lincoln. Su proyecto político, fincado en la defensa de la autonomía estatal y el rechazo a la igualdad racial, estaba, claramente, del lado equivocado de la justicia y de la historia, aunque quizá no era “antidemocrático”: en varios estados norteños, la mayoría de los votantes acababa de rechazar que se extendiera el sufragio a los afroamericanos. Sin embargo, la defensa de su postura política no constituyó, para el número requerido de senadores, una ofensa que ameritara su destitución. Esto contribuyó a que se pospusiera por un siglo el esfuerzo republicano por “reconstruir” Estados Unidos como una nación de ciudadanos libres e iguales. La democratización —a través del derecho al voto para los afroamericanos, garantizado por el Voting Rights Act de 1965— fue el resultado, y no el motor, de esta transformación.

Los padres fundadores estuvieron conscientes de la torpeza del impeachment como instrumento para disciplinar al presidente. Como escribía ya Hamilton en El Federalista, núm. 65, las ofensas por las que se procesa a un hombre público son, inevitablemente, de naturaleza “POLÍTICA”, aunque se suponga que son actos objetivamente criminales, nocivos a la salud de la República. El esquema prescrito por la Constitución para juzgarlos es también político. La resolución del proceso, entonces, no depende de los méritos del caso, sino, como adelantara Hamilton, “de la relativa fuerza de los partidos”. De este modo, el mal uso que Trump hizo de la política exterior se procesó de la misma manera que el perjurio cometido hace veinte años por el presidente demócrata que iba de picos pardos: de acuerdo con estrictos criterios partidistas. Lo que importa no es la justicia, sino los números. Sólo que los senadores republicanos hubieran encontrado la vergüenza que se les perdió a finales de 2016, el desenlace podría haber sido otro, pero el juicio de hoy, en contra de un presidente claramente peligroso para la democracia y la paz mundial, tuvo el mismo desenlace que el juicio de ayer a un presidente que engañó a su mujer y mintió al respecto, bajo juramento de decir verdad. Sólo con Richard Nixon un impeachment presidencial parece haber cumplido —más como amenaza que como procedimiento— con el objetivo de castigar el mal comportamiento: en 1974, tras el escándalo de Watergate, el presidente que había asegurado “no ser un pillo” prefirió renunciar antes que someterse a un juicio que anticipaba que lo condenaría por el voto de republicanos y demócratas.

No sucedió lo mismo con Donald Trump. La mayoría republicana en el Senado votó en contra de su destitución, provocando la indignación de medio país y la euforia de la otra mitad. El juicio al presidente quedará, como exigen sus defensores, en manos del “pueblo”, que votará en noviembre para darle —o no— cuatro años más en la Oficina Oval. Independientemente de cómo se evalúe el legado de su administración, resulta difícil pensar que la “democracia” estadounidense va a resolver los enfrentamientos y tensiones que la envenenan. El hecho de que, una vez más, la “democracia” se haya convertido en arma arrojadiza —y eficiente— para justificar lo injustificable pone de manifiesto sus límites. Esto es deprimente pero saludable. Ante la democracia, el desencanto es, las más de las veces, mejor brújula que el entusiasmo arrebatado.◊

 


* ERIKA PANI

Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.