
01 Abr Una Babel de subsuelo en Tokio (y tres traducciones)
Bajo los rascacielos inamovibles y las calles abarrotadas de Tokio existen cientos de escondrijos donde, finalizadas las jornadas laborales y las horas extra, se reúnen yonquis de rimas, fanáticos de anáforas, rōnin a cuya musa asesinaron y fugitivos de las inquisiciones de la Orden del Discurso. Quisiera presentar el primero de éstos al que fui, acompañado por la poeta y traductora macedonia Zoria Petkoska. Durante mis primeros meses en Japón compartí con ella escuela de japonés y un día me invitó a (la cito) “un bar donde la gente se emborracha de poesía”. Para un recién llegado a la urbe más implacable del mundo, destructora de cuanto impulso poético existe, me fue imposible rechazar su invitación.
MATÍAS CHIAPPE IPPOLITO*
El bar se llama Gari Gari y está en un subsuelo del distrito de Setagaya. El nombre, entre otras acepciones, significa ‘masticar’, ‘crujir’ y ‘triturar’, algo apropiado para un animal y para un poeta, ambas criaturas ajenas al buen comportamiento cívico que militan los tokiotas de la superficie. Al descender por las escaleras, un incontable número de objetos va adueñándose de las paredes y techos para abrir portales a otros tiempos: fotos viejas, tapas de revista olvidadas, relojes de pared, abanicos amarillentos y lámparas de lava y de tul. Sería imposible describir todo lo que el azar ha ido acumulando a lo largo de los años en el bar Gari Gari. Pero es obvio que un instinto nostálgico y antimoderno sostiene su existencia.
Fotografía tomada y cedida por Samm Bennett
Fotografía tomada y cedida por Zoria Petkoska
Importa menos el bar, sin embargo, que un evento de poesía a micrófono abierto que se realiza allí una vez al mes: Drunk Poets See God. Comenzó como una congregación de angloparlantes que, tras pasar demasiados años en Japón, se entregaron a un ritual poético que evitara la desaparición de su lengua natal. Quienes promovieron dicha liturgia fueron los músicos y poetas Samm Bennett y Sorcha Chisholm, él de Estados Unidos y ella de Australia. Hoy, Drunk Poets See God lleva más de noventa encuentros a lo largo de una década y ha recibido a cientos de artistas de todo el mundo. El inglés sigue siendo la lengua de uso común, pero participan ritualistas de India, Noruega, Tailandia e Israel, por mencionar sólo algunos ejemplos. Y muchísimos japoneses. De hecho, los participantes locales aseguran encontrar en el evento una diversidad que escasea en otros espacios de la hermética sociedad nipona.
Una vez al mes, entonces, el bar Gari Gari se convierte en una Babel de subsuelo. Irónicamente, esto ocurre en el epicentro de un país cuyas instituciones todavía promueven la homogeneidad y el nacionalismo. Ironía o karma, lo cierto es que Japón es hoy cuna de muchos otros proyectos plurilingües, como lo son las revistas Tokyo Poetry Journal y Poetry Kanto, o la competición de poesía escénica kotoba Slam Japan. Estos ejemplos revelan la tendencia de la literatura japonesa actual: un hartazgo ante “lo nacional” y una apuesta por “lo transnacional”. Los poetas extranjeros residentes en Japón que intentan recitar versos en japonés suelen confundirse; los japoneses que usan palabras de otras regiones, también. En ese proceso surgen nuevas conexiones y aprendizajes. En ese momento ocurre lo que la poeta y escritora Yōko Tawada explica que es la fuente de su creatividad: “la exofonía: el sentirnos extranjeros en nuestra propia lengua”.
Fotografía tomada y cedida por Sorcha Ress Chisholm
Pero, ahora, silencio. Las luces están bajando. De fondo se escucha el suave piano de Samm y uno de sus cerdos de hule que rechinan al apretarlos. Todo el lugar se inunda de shhhs y chists que intentan silenciar a quienes hablan todavía. Un joven japonés se acerca al micrófono y dice su nombre: Daisuke Yukumo. Agrega que es un poeta novato, que no fue la universidad y que no habla inglés. Pero que lo lee. Steinbeck, Orwell, Salinger, Ginsberg, Kerouac, Bukowski, entre otros. Que su pasión por la poesía nació con Rimbaud y Miyazawa Kenji. Termina de decir esto, sujeta el micrófono más fuerte y nos mira uno a uno a los ojos, para después empezar a recitar de memoria.
Un lobo cuyo nombre olvidé vino a comprar gasolina.
Se ha perdido de su manada y olvidó su impulso salvaje.
Firmó un contrato exclusivo con un supermercado para vender su orina.
Todas las mañanas pasa y le pega una mirada al cadáver de un dingo chamuscado que quedó al lado del asfalto.
Aviva el fuego con sus gruñidos (garigari) y se queda escuchando, mientras tiembla su corazón.
Ha dejado de cazar y ahora come siempre verduras.
Y sólo mira la luna.
Hace ya bastante que no cruza palabra con nadie.
Vive en una casa rodante con comida para perros y ve soap operas.
Hambre y sed y soledad y libertad.
Nadie le presta atención.
Ni él mismo pudo explicarlo.
Bebe agua al lado del fuego
y el viento lo sopla y es reclamado por la tierra.
Aplausos y chiflidos. Daisuke levanta la mano e invita al escenario a una joven de rulos rojizos y ojos claros, que parece tímida hasta que toma el micrófono: “Soy Joy Waller y en algún pasado viví en Canadá”, dice. Nos cuenta que las palabras que mejor la describen son “medianoche” y “cósmica”. Me quedo pensando unos instantes en ese uso adjetival de la palabra midnight, pero entonces las luces se apagan y Joy pronuncia el título de su poema: “Overload”.
Sobrecarga de sensaciones
—réplicas polaroid—
aromas de lujuria y domingo:
incienso de cannabis
champú de coco
esfuerzos débiles de los
campos magnéticos
de la radio, pero
no hay radio
en la habitación;
en la habitación
hay un plato
con pastel de piña—
hay sombras
en el closet
con forma de Beethoven
y de otros dementes;
hay una pintura al óleo
de una mujer desnuda
sobre una cama queen-size
pero no hay óleo
ni pintura
hay ropa interior morada
acurrucada alrededor de un tobillo
hay marcas frescas de dientes
brillando, lúcidas en un seno
ahora: una serie
de explosiones,
una mano aferrándose alrededor
de una cadera
boca abierta
un cerebro embriagado y libre
de pensamientos
A los aplausos y los chiflidos se suman unos gritos y degluciones báquicas que nos hacen olvidar a todos los sonidos metódicos que nos impone la civilización. Y entonces le llega el turno a Yūri Miki. Ella espera a que las luces se enciendan en su rostro y pega un alarido desaforado que me recuerda que estos ritualistas son, casi todos, discípulos de Allen Ginsberg. Terminado el grito, Yūri cambia su tono de su voz al de una dulce y estereotipada colegiala japonesa y deletrea lentamente el título de su poema: “Kigeki” (‘Comedia’).
Si yo
le develo al mundo el paradero de mi verdadera vagina
y los pequeños pimpollos están floreciendo en el jardín
nadie me perdonaría esa primavera
no es un pacto que haya existido desde el comienzo
sino que son apenas sus vestigios…
te cosieron el cuerpo hasta sellarte
y yo compré los adornos con mi sueldo del mes pasado
¿sentirá alguien remordimiento o lástima al momento de mi autopsia,
tras una muerte sospechosa?
¿será mi cráneo realmente de un blanco puro?
¿será cálido y húmedo el sonido de la sierra sobre la mesa de plata,
al terminar de diseccionarme?
estoy viendo aquella habitación desde arriba
no es siquiera una imagen mental
es apenas una ficción
yo era las vibraciones
el tocar los lugares más tristes
es la masturbación más satisfactoria de todas
y me hace reírme
y eso miles y miles de veces y
tras cientos de noches y días de sexo en que pareciera que evitamos tocarnos
mi cuerpo del que ya nada queda
se atraganta con un ramen súper picante y succiona
a tu lado
y ya no sé nada, pero
con cara de entenderlo todo
mientras intercambiamos miradas como si supiéramos un poquito del otro
el color de nuestras lenguas que se estiran y serpentean es pálido…
es pálido, ¿verdad?
quería lo que no lo tenía
nunca aprendí cómo hacer las facciones correctas
si existieran, podría hacerlas
no quería lo que tenía
e igual
sigo dando los mismos saludos de siempre
somos incapaces de que sencillamente nos guste alguien
una persona en apariencia tierna está llena de culpa
y al final, sólo queda el mundo que nos da la espalda cuando gritamos en secreto dentro de un agujero
no había nada por rehacer
fue insensible, pero estuvo bien reírme
y después empezó a llover un poco
y alguien chasqueó la lengua.
Todos se ponen de pie y aplauden, algunos con los ojos llorosos. Samm suelta un repiqueteo de guitarra que supongo indica el comienzo del otro ritual. Todos bailan y brindan. Finalizado este episodio hay otra lectura, mitad en coreano y mitad en japonés, y otra, en inglés y alemán; para las últimas, pierdo noción de los idiomas y de los gin & tonic que habré bebido. “¿Una última ronda?”, pregunta Sorcha a la vez que ofrece el micrófono. Arriba, la ciudad se queda escuchando nuestras risas y aplausos con una envidia incontrolable y largamente reprimida.1◊
1 Si quieres seguir a alguno de estos artistas, recomendamos consultar la página de Samm Bennett (@bennett.samm) en Polarity Records; el sitio web de Joy Waller (@joyous.waller) y el portal de kotoba Slam Japan. A Yūri Miki la podrás encontrar como @yuurimiki.
* Es profesor-investigador en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México. Obtuvo su doctorado en Comunicación Internacional en la Universidad de Waseda, en Tokio, con una tesis en la que teorizó sobre los modos en que fue interpretada la cultura latinoamericana en Japón durante el siglo xx. Ha dictado clases de literatura japonesa y de traducción en distintas universidades de Japón, México y Argentina. Ha traducido a Hagiwara Sakutarō (Gato azul, Editorial Noctámbula, 2021), Sakaguchi Ango (“Nichigetsu-sama”, Estudios de Asia y África, 2020), Yoshihara Sachiko y Suga Keijirō, entre otros. También es editor asociado de la revista bilingüe Tokyo Poetry Journal.