Un taco llamado deseo

Comer en la calle es una de las características de los mexicanos, si cabe, más idiosincráticas. Y ante ella, la sociología de la vida cotidiana tiene muchas cosas que decirnos. Quizás en el taco duerme el códice de nuestra nacionalidad.

 

– KARINE TINAT –

 


 

Lea Sol (detalle) /Levoy Exil

La comida callejera, tal como se presenta y ofrece en México, es una bomba para los sentidos. En las salidas de metro, el olor de los puestitos invade ferozmente las fosas nasales de cualquiera, haciéndosele agua la boca o provocándole el peor de los ascos. Las verduras y carnes, alimentos frescos o que así quisieran aparentar, amontonados detrás de cristales, así como la asombrosa celeridad de los cuchillazos de los preparadores, ofrecen un verdadero espectáculo a la vista de toda persona que quiere dejarse sorprender. Comer en la calle también es una experiencia táctil, ya que con los dedos, en contacto directo con el antojito, es como se disfruta el momento. Los oídos se aguzan no sólo al escuchar la crepitación del aceite en las grandes freidoras de metal, sino también cuando voces lanzan: “¡Un taquito, jovenazo, ándele!”. “¡Pásele, güerita, tenemos tortas, flautas y chilaquiles!”. Y de los sabores, ni qué decir: la experiencia con la comida callejera en México parece única.

Recientemente, quise entender cómo, hoy en día, este modo de restauración puede tener tanto éxito y estar tan presente en el panorama urbano, cuando el discurso mediático no para de estigmatizarlo al denunciar la economía informal y los riesgos sanitarios que genera. Dada la irregularidad de la actividad, no existen estadísticas que puedan informar sobre el número de comensales callejeros;1 por medio de múltiples lecturas cruzadas de encuestas nacionales sobre ocupación y empleo, apenas puede establecerse que la venta de comida callejera está en aumento en los veinte últimos años y que los vendedores representaban, en 2015, 3.8% de la población económicamente activa en la Ciudad de México.2 Respecto a los riesgos sanitarios, la prensa suele ser prolija al enlistar las enfermedades que se contraen al comer en la calle; hay que demostrar cierto valor cuando uno sabe que puede flirtear con la tifoidea, atrapar la salmonela, una gastritis o una simple diarrea, entre otras infecciones estomacales, sin contar el riesgo de obesidad al que uno se expone si reitera la operación cotidianamente. Con mucho deleite, en el marco de una investigación en curso, escuché atentamente a hombres y mujeres de todas edades, procedentes de diferentes medios sociales y con ocupaciones muy diversas, acostumbrados a comer en la calle, en varias delegaciones de la Ciudad de México.

Como era de esperarse, mucha gente come en la calle por necesidad, ante todo, y no por el folclore que este hábito podría representar. En el interminable trayecto de la casa al trabajo o del trabajo a la casa, saltando del metro al pesero, uno atrapa en el aire cualquier cosa para llevársela a la boca. La necesidad es la misma cuando la empresa carece de un servicio de cafetería y que los empleados se ven en la obligación de salirse de la oficina, cruzar la calle y devorar lo que sea. No siempre es posible cargar con “tóperes” cada día por toda la ciudad; incluso da cierta pereza tener que prepararlos, es decir, tener que prever qué se comerá al día siguiente, cuando uno ha estado fuera todo el día, en el tumulto de los transportes y con el día laboral encima. Con tono de confesión, algunos hombres afirman que han multiplicado sus comidas en el puestito desde que su esposa se ha alejado de la cocina al empezar a trabajar lejos de la casa; o, en otros términos, desde que su esposa ya no tiene tiempo de llenar amorosamente recipientes de plástico con comida casera aparentemente más sana.

La necesidad ineludible de comer en la calle, enmarcada dentro del día laboral y sometida a las distancias recorridas en esta ciudad tentacular, no impide que haya, en la cabeza de los consumidores, toda una reflexión —y casi una cartografía mental— sobre dónde comer algo rico y que se antoje. Impera también la necesidad de satisfacer las papilas. Al respecto, las opiniones son unánimes: por mucho que se le intente, nunca se logra conseguir en casa los sabores que ofrece la calle. Lo sabroso de la comida servida en los puestitos es justamente que sabe a la calle. Puede saber a mucha grasa, a mucho picante, estar muy dulce o muy salada, ésa es su virtud; propone una mezcla única de sensaciones a la que se prepara el paladar antes de la mordida. “¡Garnachas y fritangas! A eso voy, cuando como en la calle…”. “Quesadillas, tortas de milanesa, tostadas, elotes y esquites, sopecitos, pozole, tacos rojos, guajolotas…”, enumeran golosamente los más aficionados al puesto de la esquina. Hay un mundo de memorias gustativas que encierra el hábito. Si, para unos, la compra de antojitos en la plaza remite al agradable paseo dominical con la familia, o a la remembranza de un viaje a alguna parte de la República, para otros, la degustación de platillos en el puestito es más bien sinónimo de entrada a la vida laboral, cotidiana y adulta.

El placer asociado al acto de comer en la calle supera, por mucho, los sabores de los alimentos mismos. En numerosas personas, existe un verdadero disfrute al buscar el buen lugar, siguiendo recomendaciones de amigos y/o dejándose llevar por el buen aspecto del puesto. Muchas veces, no solamente se busca lo limpio —aunque suele ser la prioridad— sino también la comodidad ofrecida por la presencia de mesas y bancas. Encontrar la perla de los puestitos es un desafío de muchas más personas de lo que creemos. También, si algunas valoran el hecho de que pueda comerse rápido y barato, otras se alegran de sus sobremesas callejeras en los fines de semana con los amigos: “sentados en los banquitos o parados, estamos riendo, criticando, haciendo bromas, pura diversión, pues”, afirma Verónica (28 años), empleada doméstica. De manera muy frecuente, se ha señalado y reiterado cuánto más se prefiere comer en la calle que acudir a un “restaurante equis”, donde hay menos ambiente, donde es más caro y no forzosamente más limpio. La ventaja del puesto es que presenta todo a la vista, y si bien esto no constituye una garantía al 100% del alimento servido, proporciona, por lo menos, un sentimiento de control al cliente potencial.

Otros regocijos tienen que ver con la experiencia de socialización que puede acompañar este tipo de consumo. A varias de las personas que escuché, les gusta que, alrededor de un puestito, puedan convivir comensales tan diferentes como un barrendero, un policía o un hombre con traje y corbata. Este dispositivo callejero puede producir la ilusión de cierta democratización de la comida y la imagen de cierta igualdad social entre clientes, aunque, la mayoría de las veces, éstos procedan de la clase media-baja y baja. En otro nivel, mucha gente insiste en “lo bonito que se siente” cuando se teje una relación de confianza con los vendedores. “Casi me siento como en la cocina de mi mamá […] es que la señora ya conoce mis gustos y ya sabe a qué hora voy a caerle al puesto”, afirma Jorge (20 años), estudiante. No raras veces los vendedores reservan porciones del antojito favorito de su cliente para preparárselo o hasta le proponen pagar al día siguiente, si ese día no trae cambio.

Para mucha gente, comer en la calle es como recibir un “apapacho”, sentir el calor humano alrededor de la placa calentadora, entablar una conversación fútil y breve pero grata con el compañero de al lado. Para otras personas, el placer se sitúa más bien en la transgresión y en la libertad que puede experimentarse al comer en la calle. Saborear una quesadilla en el puestito permite liberarse de las reglas de comensalidad que se aplican en casa, interrumpir la monotonía de las comidas en la mesa y los buenos modales; y, muchas veces, permite romper con la dieta y comida sana que uno se autoprescribe la mayor parte del tiempo.

Lo habremos entendido: la experiencia de estas cuantas personas acostumbradas a comer en la calle mezcla ante todo los placeres, aunque recurran a la comida callejera por circunstancias diversas. En otros términos, “el taco placero”, es decir, el que literalmente se come en la plaza, es un taco con relleno de gozo, deleite y recreo. En los testimonios predomina la lógica: “voy a apaciguar mis ganas de antojitos, me voy a consentir y ahorita regreso a la casa”. Estas experiencias placenteras, que prevalecen en el discurso, no asombran si recordamos que este hábito está anclado en la cultura mexicana desde hace siglos. Según Pilcher, más de 60 mil personas transitaban diariamente por el gran mercado de Tlatelolco para vender y comprar alimentos, y también para disfrutar de la cuisine mesoamericana que ofrecía el comercio callejero.3

La alta valoración de este hábito no impide que surjan otros sentimientos, coloreados de descontento y desilusión. No son pocas las personas que describen cómo se han enfermado una y otra vez con la comida callejera, o cómo se han decepcionado por la falta de higiene de los lugares o por la grosería de vendedores demasiado interesados en “cobrar caro”. Asimismo, es importante precisar que el hecho de que la noción de placer explique, en gran parte, por qué es tan difícil reformar el sistema y por qué los clientes son tan sordos, ciegos y despreocupados frente al problema sanitario, no debe ocultar y omitir que existen estructuras y mecanismos sólidos que, del lado de la venta, mantienen vigente y triunfante este modo de restauración. En esta discusión no entraré ahora; lo que quisiera decir en breve es que, cuando hay tanto placer y deseo en el consumo, hay éxito, aunque no puedan ser el placer y el deseo, por sí solos, los únicos factores explicativos.

Podríamos preguntarnos si la llegada de los camiones de comida —o food trucks— a la Ciudad de México va a reducir, en un futuro cercano, el número de puestos que escapan a todas las regulaciones. Personalmente, no lo creo. Los food trucks atraen a consumidores que no forzosamente tenían el hábito de comer en la calle. Son clientes con otro perfil social, en general dotados de un mayor presupuesto y deseosos de disfrutar una comida internacional y a veces gourmet, tal como lo proponen estos nuevos negocios. Asimismo, los food trucks no movilizan los cinco sentidos, al igual que los puestos de comida tradicionales. Los camiones no siempre permiten que las miradas se enfoquen en la preparación; tampoco se desprenden olores con la misma fuerza a causa de las paredes que los encierran; muchas veces, el platillo se saborea con cuchillo y tenedor; y los vendedores suelen tener otras maneras, tal vez más discretas y menos populares, de atender a los clientes. Así será difícil destronar el taco placero degustado en el puesto tradicional, ya que es, ante todo, el disfrute, la experiencia sensorial y de sociabilidad, lo que uno viene a buscar en la calle.◊

 


1 Para obtener datos precisos sobre la clientela, los puestos tendrían que producir una contabilidad diaria de sus ventas, lo que no es el caso.

2 Dato establecido a partir de consultas y cálculos de encuestas nacionales de empleos (enoe y ene), disponibles en el inegi.

3 Jeffrey Pilcher,  ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, México, Ediciones de la Reina Roja/Conaculta/ciesas, 2001, pp. 21-48.