Un diccionario de rimas mexicanas

 

FRANCISCO SEGOVIA*

 


 

Diccionario de rimas asonantes y consonantes del español de México
Alfonso Medina Urrea,
1ª ed., México, El Colegio de México,
2018, 314 pp.

 

No son muchas las lenguas que han practicado la poesía rimada; y, de entre las que lo han hecho, muchas la han abandonado tan rápidamente que podría decirse que el asunto no fue más que una llamarada de petate, una moda pasajera (a la poesía húngara, por ejemplo, le dio por rimar durante unos cincuenta años, en lo que va del romanticismo a las vanguardias, y luego olvidó el asunto). El español, que nació midiendo y rimando sus versos, y lo ha hecho por más de mil años, también ha abandonado recientemente esos dos rigores —al menos en la llamada poesía culta, pues la popular los conserva y los mantiene vivos, vivísimos. Tal vez esto se deba a que, históricamente, sólo se ha tenido por digna de ser guardada por escrito la poesía culta (en tablillas, papiros, papel), mientras que la popular ha debido fiarse de la memoria de la gente, cuyos muchos deslices y veleidades refrenan en parte el metro y la rima. Porque estas dos cosas (el metro y la rima) son dos de los instrumentos más poderosos de la memoria, que a menudo los ha usado para asuntos escasamente poéticos. Pienso, por ejemplo, en la redacción de las gramáticas latinas, que en los viejos tiempos echaban mano del verso rimado para ayudar a los sufridos estudiantes. Pero no sólo ellas. Los usos extrapoéticos de la rima incluyen lo mismo esas gramáticas que los dichos, refranes y consejas populares (“A quien madruga, dios lo ayuda”), los slogans y jingles publicitarios (“Estaban los tomatitos / muy contentitos […]”), las consignas de las marchas de protesta (“El pueblo, unido, / jamás será vencido”), etcétera.

En verdad, la rima es un fenómeno que le ocurre a la lengua entera, y no sólo a ese trozo que llamamos poesía. Pero es sin duda en ésta donde más y mejor se ha desarrollado y donde ha suscitado las reflexiones más interesantes. Heinrich Heine, por ejemplo, pensaba que las rimas eran un vestigio de aquella lengua perfecta que hablaban los dioses antes de que los condenáramos al exilio, de donde puede seguirse que aquello que la poesía presenta hoy como una relación misteriosa entre dos palabras fue, alguna vez, lo más normal y corriente: una experiencia directa de la trabazón de las cosas que pueblan y hacen el mundo. Según Heine, las rimas nos dejan adivinar que antes, cuando aún hablábamos con los dioses, o como los dioses, las correspondencias entre las palabras no se distinguían de las correspondencias entre las cosas (lo que aún ocurre, a juzgar por las ideas —ya no de los poetas sino, sobre todo— de chamanes, magos y brujas de toda laya, cuyos ensalmos y encantamientos se formulan normalmente en versos rimados, lo mismo que la burla de ellos: “Abracadabra, / patas de cabra”). Con todo, a nosotros, pobres paganos prosaicos, hoy nos parece milagroso que puerta rime con abierta, como si estuviera en el destino de la puerta estar a fin de cuentas abierta y nunca definitivamente cerrada. Agradecemos a los poetas que se atrevan a cavar en las oscuras minas de la lengua para sacar a la luz estos misterios, pero la verdad es que antes, según Heine, no tenían que hacerlo: las rimas estaban simplemente allí, a flor de tierra, y bastaba con alargar la mano y tomarlas. Por eso casi todas las mitologías dicen que en la Edad de oro todos los seres humanos hablaban en verso y no hacían falta los poetas; porque la lengua originaria era en sí misma poética y eso que hoy tenemos por misterio no era sino la realidad del mundo, una presencia evidente, concreta, palpable y material. Sobre todo, eso: concreta y palpable, pues esta visión de lengua es esencialmente materialista: trata, en principio, de la parte sustancial de las palabras; es decir, de sus sonidos.

Sin embargo, aunque es verdad que la semejanza sonora entre dos palabras nos hace pensar en una familiaridad física, también nos lleva a adivinar una relación más profunda y secreta. En principio, nos parece que a las palabras que riman les ocurre lo que a dos personas parecidas; a saber, que tienen algún antecedente común (sus padres, sus ancestros), pero enseguida sospechamos que, tras la evidencia física o histórica que podría probarlo (el adn o el árbol genealógico), hay algo mucho más misterioso, pues dos palabras tan semejantes deben compartir una misma alma y estar de algún modo hermanadas. Y algunas lo están, sin duda, por vía de la derivación o los sufijos, pero no son éstas las que prefieren los poetas como Heine, pues les parece muy pobre mostrar el antiguo orden del universo rimando dos adverbios terminados en –mente: obviamente, pesadamente. Las rimas que les gustan a ellos son las que se dan entre palabras que no deberían tener la relación que sin embargo tienen: dos palabras que se hermanan —digamos— para amarse… Asunto pagano, sin duda, esta relación incestuosa entre dos vocablos “enamorados de su semejanza” —como diría Octavio Paz—; cosa antigua y para muchos ya caduca, especialmente en esta edad tan dada a la prosa, al prosaísmo; cosa ya difunta en esta edad prosaica…

“Cada palabra tiene un alma”, decía Rubén Darío —a quien, por cierto, se le daban bien los paganismos—, pero él mismo reconocía que cada una tiene también un cuerpo, y eso es justo lo primero que consideran los artesanos y los científicos: la materia con que tratan; la materia de que se trata siempre a fin de cuentas. Así como hay una paleta de colores, así también hay un muestrario (un diccionario) de rimas. Y así como la técnica ha logrado refinar la paleta hasta producir ese prodigioso catálogo que llamamos Pantone, así también ha logrado convertir los viejos diccionarios de rimas en un asunto de lingüistas computacionales. No se trata, desde luego, de que un nuevo diccionario de rimas vaya a contener más rimas que los viejos; se trata de que ha formalizado la manera de reconocerlas, no sólo definiendo con mayor precisión qué entiende por sílaba o delimitando con precisión los fonemas, los diptongos, la sinéresis, sino, además, empleando esas definiciones en algoritmos capaces de identificarlos en una ocurrencia cualquiera. Es lo que ocurre con el Diccionario de rimas asonantes y consonantes del español de México, de Alfonso Medina Urrea, que acomoda según su rima los vocablos incluidos en el Diccionario del español de México (el dem) publicado en 2010, pero que no tardaría nada en agregar —automática, automatizadamente— las que sin duda aparecerán en la nueva edición de ese mismo diccionario (que pronto saldrá al público, aunque sólo sea en su versión electrónica). De hecho, no es improbable que la página del dem incluya algún día un buscador de rimas, pues la programación necesaria para hacerlo está ya hecha —y con tanta finura que acomodará las palabras según su proximidad semántica, de suerte que, al buscar las rimas de tortilla, aparecerá quesadilla antes que astilla.

Para lograr todo esto —que se acerca mucho a ordenar el universo según la lengua originaria de los dioses—, Alfonso Medina ha tenido que tomar unas cuantas decisiones. Por ejemplo, como sabe —igual que todos los diccionarios de rimas españolas— que no existe oposición entre la b de burro y la v de vaca en ninguna de las variantes del español (como no sea la de algunos locutores y actores trasnochados), y que, así, uva rima con cuba, agrupa la terminación -uva (con ve chica) bajo la terminación –uba (con be grande). También sabe que en la mayoría de las variantes de la lengua (incluidas algunas de España) no hay diferencia en la pronunciación de la s de hermosa y la z de moza, y que para casi todos los hispanohablantes estas dos palabras riman entre sí —como se ve en estos versos de sor Juana, rimados a la mexicana:

no sientas el morir tan bella y moza:
mira que la experiencia te aconseja
que es fortuna morirte siendo hermosa
y no ver el ultraje de ser vieja

—como sabe, digo, que moza rima con hermosa, agrupa las dos terminaciones bajo una sola: –osa (con ese), lo que hacen muy pocos diccionarios de rimas. Pero, como además sabe que eso que los españoles pronuncian como garaje, en México se pronuncia garash, y por eso no rima con coraje sino con flash, lo incluye bajo una extraña terminación –ash, cosa que no registra ninguno de los otros diccionarios de rimas (como tampoco consignan la rima entre newcastle y chilaxtle, donde la equis tiene el valor fonético de la ese, caso frecuente en los nahuatlismos del español de México: Xochimilco, xóchitl, etcétera).

Hay, desde luego, muchas palabras del Diccionario del español de México que se van sin rima en el libro de Medina Urrea, como pulque, pero no será por mero cachirul que, con el tiempo, cualquiera que esculque con cuidado una edición futura del diccionario de Medina, halle no sólo más palabras sino también sus flexiones (las conjugaciones, el masculino y el femenino, el singular y el plural). Bastará con que alguien le inculque la obsesión de añadir, en efecto, su buscador de rimas a la página del Diccionario del español de México; o la de diseñar una aplicación independiente (una app, para decirlo debidamente). Se lo agradecerían los poetas, los cantautores, los publicistas, los inventores de consignas y, desde luego, los lingüistas que se toman a pecho las palabras de San Pablo (“Nuestra conversación es el cielo”) y se dedican a esa extraña arqueología que pretende reconstruir, acá abajo, la lengua que se hablaba —y quizás aún se habla— allá arriba.◊

 


* FRANCISCO SEGOVIA

Forma parte del equipo que redacta el Diccionario del español de México en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.