Trump 2020: ¿y si sí?

Joe Biden y Donald Trump se encuentran en la recta final antes de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre. Desde la perspectiva de finales de agosto, fecha en la que escribe y entrega este artículo a la Redacción, Arturo Sarukhán analiza los dos posibles escenarios que permitirían la victoria de Trump: el primero se basa en una campaña que apuesta al voto duro y a las estrategias electorales favoritas del actual presidente, y el segundo, en una teoría de conspiración apoyada por el propio Trump, con la cual triunfaría finalmente después de una guerra política de desgaste. Pero aún no hay nada escrito en piedra.

 

ARTURO SARUKHÁN*

 


 

Con el paso del verano, fue volviéndose cada vez más viable que Joe Biden pudiese vencer al presidente Donald Trump en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre. Con un mandatario que parece estar crecientemente fuera de sintonía con el estado de ánimo nacional —desde su manejo de la pandemia hasta sus respuestas y posturas ante el racismo y la brutalidad policíaca contra ciudadanos afroamericanos—, sin mencionar una amplia gama de otros temas, incluidas la erosión de la investidura presidencial y su petulancia y diatribas que sólo van en aumento, Biden entró a la recta de la campaña general con moméntum y tracción electoral. Si bien las encuestas nacionales a fines de agosto son un baremo aún incompleto, éstas no favorecen a Trump; incluso, en los cinco o seis estados decisivos para el Colegio Electoral, los llamados estados “bisagra” (en esta elección presidencial, Wisconsin, Pennsylvania, Michigan, Florida, Arizona y, potencialmente, Carolina del Norte), Trump ha perdido terreno —tanto en términos de números en las encuestas como del perfil sociodemográfico de la coalición de votantes que obligadamente requiere para ganar— y no le será fácil recuperarlo.

Pero lo que parece probable en este momento no elimina la posibilidad de que Trump pudiese dar de nuevo el campanazo el día de la elección y quedarse con la presidencia por un segundo periodo, ni que el pasado —lo que ocurrió en la campaña presidencial de 2016— pueda ser prólogo. Tampoco ha sido tan infrecuente, en términos históricos, que las encuestas en Estados Unidos cambien radicalmente desde fines de agosto hasta el día de las elecciones. Además, hay motivos para pensar que los comicios cerrarán las distancias, y en ese contexto es probable que el presidente Trump tenga una ventaja con una elección competitiva debido al Colegio Electoral y al rompecabezas particular de votos electorales que tienden a favorecer al Partido Republicano —gop— (particularmente el peso de estados agrícolas y la brecha ciudad/suburbios vs. campo/zonas rurales).

Con el arranque formal de la campaña general en septiembre, para Trump hay dos caminos y estrategias a fin de mantenerse en el poder.

 

El escenario de los datos duros

 

El primer escenario es el más convencional y, a fines de agosto (momento en que escribo este artículo), aún el más factible, si es que el resultado en noviembre acaba favoreciendo al presidente, para sorpresa del Partido Demócrata, de su abanderado Joe Biden, del país y del mundo.

Si el exvicepresidente Joe Biden mantiene su liderazgo en las encuestas nacionales sobre el presidente Donald Trump hasta el día de las elecciones, los demócratas ganarán el voto popular por séptima vez en las últimas ocho elecciones presidenciales, algo que ningún partido ha logrado desde la conformación del sistema político estadounidense moderno en 1828. Sin embargo, si Trump logra restaurar su competitividad en un puñado de estados “bisagra”, clave y muy disputados, eso podría no ser suficiente para que Biden llegue a la Casa Blanca en enero de 2021. La perspectiva de que Trump pueda ganar el Colegio Electoral y la presidencia mientras pierde el voto popular por segunda vez, algo que jamás ha ocurrido con ningún presidente, subraya hasta qué punto las elecciones de 2020 se presentan como una prueba de resistencia para uno de los pilares centrales de la democracia estadounidense: la creencia de que las mayorías deben gobernar.

Es cierto que, al término de las dos convenciones nacionales, todas las encuestas mostraban que Joe Biden, el candidato demócrata, iba por delante de Trump con ventajas que oscilan, dependiendo de la encuesta, de los cinco a los 12 puntos porcentuales. A quienes señalan que las encuestas también predijeron la victoria de Hillary Clinton en 2016 hay que recordarles que éstas no se equivocaron: Clinton ganó el voto popular por tres millones y pico de votos. La ventaja promedio de Biden, con la que entró a la campaña general —de alrededor de nueve puntos porcentuales—, es mucho mayor que la de Clinton en cualquier momento de la contienda de 2016. Donde sí se equivocaron las encuestas y analistas en 2016 fue en no leer lo que ocurriría a nivel estatal en tres estados que habían votado de manera consistente durante más de tres décadas por los demócratas ni la combinación de votantes —77 000 de ellos repartidos entre Michigan, Wisconsin y Pennsylvania— que marcarían la diferencia entre la victoria de Clinton y la de Trump en el Colegio Electoral. Tampoco hay que olvidar que, en 1988, el demócrata Michael Dukakis se encontraba 17 puntos por delante después de la convención de su partido, pero perdió en noviembre contra George H. W. Bush como resultado de una eficaz campaña negativa instrumentada en su contra por el gop.

El sistema de Colegio Electoral también favorece estructuralmente a los republicanos, lo que significa que Biden podría necesitar colocarse por lo menos cuatro puntos por delante en los resultados nacionales para estar seguro de la victoria. Los mercados de apuestas no descartan la posibilidad de una victoria de Trump, ciertamente. Incluso, algunas de las encuestas que muestran a Biden cómodamente en la delantera contienen detalles que sugieren que puede haber —al igual que en 2016— un apoyo oculto para el presidente. Una encuesta realizada a mediados de agosto mostró a Biden siete puntos por delante. Pero cuando se les preguntó a los votantes a quién creían que apoyaban sus vecinos, Trump estaba cinco puntos por delante. Al igual que en 2016, esto puede apuntar a la existencia de un grupo de partidarios “de clóset” de Trump, que no admiten su preferencia electoral ante los encuestadores. Otra encuesta, realizada en julio, mostró que, en el contexto de balcanización y tribalización ideológica y partidista que en este momento vive Estados Unidos, 62% de los estadounidenses está de acuerdo en que “el clima político de estos días me impide decir cosas en las que creo”. Entre los republicanos, esa cifra fue de 77%. Una encuesta de la Universidad de Monmouth y de The New York Times, que se llevó a cabo en julio en Pennsylvania, estado “bisagra” clave en el Colegio Electoral, arrojó una ventaja de 13 puntos para Biden. Pero cuando se les preguntó a los votantes quién pensaban que ganaría el estado, optaron por un estrecho margen a favor de Trump, 46 a 45; asimismo, 57% de los encuestados creía que había “votantes secretos” en su comunidad que votarían por Trump.

Algunos políticos y estrategas demócratas expertos en la política local de estados “bisagra” están nerviosos, sin duda. Si bien la mayoría de los votantes registrados que manifiestan la intención de salir a votar el 3 de noviembre a estas alturas ya sabe cómo y por quién va a votar, cerca de 13% de los votantes registrados está indeciso o es independiente, y este grupo, al igual que en 2016, podría decantar la elección a favor de uno u otro candidato. En agosto, una encuesta nacional de Pew ponía en evidencia el papel clave que jugarán los votantes blancos adultos —y particularmente varones— sin estudios universitarios, la columna vertebral de los votos a favor de Trump en 2016 y de su base de apoyo duro. Entre este grupo sociodemográfico, 64% manifestó su intención de votar por Trump, mientras que 34% dijo que votaría por Biden (comparado con 68% a favor de Biden y 30% a favor de Trump en todos los otros grupos sociodemográficos juntos). El problema es que los blancos sin educación universitaria —si bien están ya de salida en términos del perfil del resto del país— en 2016 representaron 44% del total del electorado que acudió a votar a las urnas. Este grupo, que ahora representa 42% del electorado, pesa precisamente en esos estados que Biden debe recuperar a como dé lugar en el Colegio Electoral si quiere derrotar a Trump.

La fuerza relativa de Trump recae en las percepciones del electorado en torno a la economía estadounidense —con todo y la recesión brutal detonada por el coronavirus—; si Biden puede reducir la brecha que existe con el mandatario en ese rubro en las encuestas en lo que resta de la campaña general, será crucial precisamente en los estados “bisagra” del medio oeste del país, así como en Arizona y Florida (parte del llamado Sun Belt), que se prevé que sean los que decidan la elección. Muchos de estos estados han luchado este verano con el aumento de las tasas de infección y muerte por COVID-19, así como con la pérdida de empleos y la evaporación de salarios y ahorros. Si la historia política de Estados Unidos —y el sentido político-electoral común— fuese la guía, estos datos representarían una amenaza letal para un presidente en funciones que busca la reelección. Sin embargo, los datos de encuestas y entrevistas con votantes sugieren que una confluencia de factores ayuda a Trump en el tema económico, una posición que sigue siendo pieza central de su discurso para un segundo mandato. Y es que el presidente ha construido una marca duradera en particular con los votantes conservadores, que siguen viéndolo como un hombre de negocios exitoso y un duro negociador. Muchos de esos votantes elogian su gestión económica antes de la pandemia y no lo culpan por el daño que ésta ha causado. En entrevistas, algunos de esos votantes citaron ganancias récord en el mercado de valores —aunque sólo alrededor de la mitad de los estadounidenses posee acciones—, como evidencia de un repunte económico gestionado y liderado por este presidente. La mayoría de las variables económicas afectadas por la pandemia están repuntando en este momento y se espera que sigan mejorando para noviembre, y la alta polarización político-ideológica tiende a mitigar en ocasiones impactos negativos en la economía del país.

Hay que considerar, a su vez, el tema de la política identitaria y la amenaza que representa para la visión de mundo y para la ideología de esos votantes blancos sin educación universitaria. Los demócratas reaccionaron inicialmente a la derrota en 2016 con la determinación de comprometerse con los problemas y aspiraciones de la clase trabajadora blanca. Pero eso ha sido desplazado, a lo largo de buena parte de 2020, por la indignación debida a la conducta del presidente y a las respuestas a la injusticia racial y a la violencia policíaca contra afroamericanos. A pesar de la tunda que se ha llevado el presidente por sus posiciones y reacciones en la materia, potencialmente, eso encarna para Trump una oportunidad. La política del resentimiento es un factor muy poderoso en este momento en Estados Unidos; fue decisiva en decantar el resultado a favor de Trump en 2016. Su estrategia electoral está dirigida precisamente a avivar la ira y el rencor de los votantes blancos, y una elección que se centre en cuestiones de raza le da la oportunidad de seguir alcahueteando ese voto duro. Muchos demócratas luchan por entender cómo alguien podría votar por Trump: muchos asumen en automático que debe ser racismo o peor. Pero es la incapacidad para despertar empatía o comprensión por parte de las personas que están considerando votar por el presidente —y el entusiasmo que éste despierta entre sus seguidores y simpatizantes— lo que representa la mayor debilidad potencial de los demócratas y de Biden de cara a noviembre. La campaña de Trump hará todo lo posible para convencer a su base de voto duro y a los indecisos de que, a ojos de los demócratas y de su abanderado, ellos siguen siendo, en palabras de Hillary Clinton durante la campaña de 2016, los “deplorables”, un grupo marginado, olvidado y despreciado. Esa estrategia del resentimiento ha funcionado antes. Y hoy le da a Trump la oportunidad de volver a ganar.

 

El escenario del complot

 

El segundo escenario para la reelección del presidente Trump es ciertamente el más rocambolesco —y también peligroso— de los dos, pero no por ello menos verosímil; por ende, no debe descartarse como una posibilidad. Es el escenario del complot, y varios estrategas políticos y electorales demócratas lo han venido analizando como caso hipotético, alertando sobre la posibilidad de que pudiese darse como escenario potencial, aunque ciertamente remoto.

Desde antes de la Convención Nacional Republicana, atestiguamos una estrategia por parte del presidente y su administración, así como del propio gop —vía sus gobernadores—, diseñada para suprimir la participación de votantes con la purga de listas de registro de un gran número de electores, en su mayoría urbanos; aunado a lo anterior, se evidencian los esfuerzos para socavar y canibalizar presupuestalmente el Servicio Postal de Estados Unidos, así como de suprimir y minimizar el correo por voto postal por parte de los estados (a propósito, hay que recordar que en Estados Unidos cada estado es el que determina las modalidades de emisión del voto). El sufragio por correo postal es más necesario hoy que nunca, dado el impacto epidemiológico y social del COVID-19, y puede haber un aparato de reelección que está capacitando a 50 000 observadores electorales con el fin de desafiar el derecho de los ciudadanos a votar el día de las elecciones, así como esfuerzos significativos para hacer que la votación en persona en áreas urbanas sea lo más engorrosa posible, con el objetivo de generar largas filas que desalienten a las personas de ejercer su derecho de voto. Adicionalmente, a lo largo del año Trump y su equipo han venido sentando las bases políticas, de narrativa y legales, para que se mantenga en el poder como presidente, ante un escenario en el que pierda de nuevo el voto popular e incluso los estados decisivos necesarios para una victoria en el Colegio Electoral.

La gran novela premonitoria de Philip Roth La conjura contra América, publicada en 2004, se adelantó a lo que hoy encarna y encierra la victoria electoral del magnate neoyorquino en 2016. Esta novela versa sobre cómo un presidente autoritario (en este caso, el aviador estadounidense de proclividad nazi Charles Lindbergh) podría tomar el control del gobierno de Estados Unidos usando poderes de emergencia que nadie podía prever.

El 22 de junio pasado, Trump, como parte de su embestida contra la ampliación del uso del voto por correo postal por parte de la mayoría de los estados del país, tuiteaba: “Elección de 2020 manipulada: países extranjeros y otros imprimirán y enviarán millones de boletas por correo. ¡Será el escándalo de nuestros tiempos!”. Con esto, y con las acciones de supresión del voto que llevan ya varios meses, Trump podría estar sentando las bases para el proceso mediante el cual podría buscar aferrarse a la presidencia después de haber perdido la elección.

Y es que hay una extensa lista de poderes presidenciales de emergencia que podrían ser invocados de manera inapropiada en una crisis de seguridad nacional. Se cree ampliamente que el procurador general William Barr, conocido por su visión extrema y maximalista de los alcances y atribuciones constitucionales y legales del poder presidencial, ha desarrollado una opinión del Departamento de Justicia que sostiene que el presidente puede ejercer poderes de emergencia en ciertas situaciones de seguridad nacional, al tiempo que afirma que los tribunales, extremadamente reacios a intervenir en el contexto de una emergencia de seguridad nacional, permitirían al presidente proceder sin cortapisas. Éste no es un escenario descabellado para un presidente que, en verano, y de manera preocupante, declaró en una entrevista que no sabía si aceptaría y respetaría el resultado de la elección, que tuiteó que la pandemia y el creciente llamado a recurrir al voto por correo postal para mitigar colas en las urnas el día de la elección podrían justificar la posposición de la elección presidencial, y que en agosto, durante la semana en que se celebraba la Convención Nacional Demócrata, declaró que la única forma por la que perdería la elección es “si se da un fraude electoral”. Si además asumimos que Trump hará cualquier cosa para evitar el apodo que odia más que cualquier otro, “perdedor”, y que buscará blindarse de una letanía de acusaciones de corrupción, nepotismo, abuso de poder, violación de la investidura presidencial y de potenciales litigios y procesos legales después de dejar la presidencia, este escenario —reconozco, eso sí, extremo— no debe minimizarse. Estaría construido con base en la siguiente hoja de ruta hipotética de premisas y acontecimientos.

Biden gana el voto popular y se lleva los estados “bisagra” clave de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania, más Florida o Arizona, por márgenes decentes (2 puntos porcentuales), pero no abrumadores. Trump declara de inmediato que la votación fue manipulada, que hubo fraude —interno y externo— de boletas por correo postal y que los chinos estaban detrás de un plan para sembrar boletas fraudulentas por correo y efectuar otros “ataques electorales” en los cinco estados clave que le dieron a Biden su victoria. Habiendo criticado a los chinos durante toda la campaña, calificando a Biden de no tener una política de mano dura frente a Pekín, Trump redobla su apuesta por esa narrativa afirmando que los chinos han interferido en las elecciones estadounidenses. Trump acota que se trata de un problema importante de seguridad nacional; acto seguido, invoca poderes de emergencia y ordena al Departamento de Justicia que investigue la presunta actividad electoral sospechosa en los estados “bisagra” con victorias justas para Biden. La justificación legal para los poderes presidenciales que invoca Trump ya se ha elaborado y divulgado a esas alturas por el procurador general Barr. El propósito de la investigación sería agotar el reloj de cara al 14 de diciembre, la fecha límite en la que debe designarse a los electores de los colegios electorales de cada estado. Éste es precisamente el tema sobre el cual la Corte Suprema insistió en el caso Bush vs. Gore, al dictaminar que el proceso electoral tenía que cerrarse, prohibiendo así el conteo adicional de votos en Florida y, con ello, cancelando la posibilidad de un recuento de votos en dicho estado. Cuatro —Wisconsin, Pennsylvania, Michigan y Arizona— de los seis estados “bisagra” impugnados por la administración tienen mayoría republicana en las cámaras alta y baja de sus legislaturas estatales. Como parte de la estrategia de la Administración, esas cuatro legislaturas estatales, controladas por el gop, se negarían como paso subsiguiente a permitir que se certifique cualquier lista para el Colegio Electoral hasta que se complete la investigación de “seguridad nacional” solicitada por el Ejecutivo y detonada por el procurador Barr. En paralelo, los demócratas previsiblemente iniciarían una acción legal para certificar los resultados en esos cuatro estados y el nombramiento de la lista de electores de Biden, argumentando que Trump ha fabricado una emergencia de seguridad nacional para crear el caos resultante. El asunto llega entonces a la Suprema Corte, que, a diferencia de las elecciones de 2000, no decide la elección a favor de los republicanos. Sin embargo, con su actual mayoría conservadora, la corte falla nuevamente que debe cumplirse con el plazo del Colegio Electoral del 14 de diciembre; que los poderes de seguridad nacional del presidente sí lo autorizan legalmente a investigar la posible intrusión de un país en las elecciones nacionales; y que, si ningún estado puede certificar la lista del Colegio Electoral antes del 14 de diciembre, el Colegio Electoral deberá reunirse de todos modos y emitir su voto. En tal caso, el Colegio Electoral se reúne, y al no estar representados los electores de esos cuatro estados y, por ende, tampoco contabilizados los votos electorales de esos estados, ni Biden ni Trump tienen suficientes votos electorales (270 de un total de 538 requeridos para proclamar a un ganador) para obtener la mayoría del Colegio Electoral. Como resultado de este impasse, la elección se turna a la jurisdicción de la Cámara de Representantes, de conformidad con la Constitución. Según el proceso constitucional pertinente, el voto en la Cámara en este caso es por delegación estatal, donde cada una de ellas emite un voto, que es determinado por la mayoría de los representantes en ese estado. Actualmente, hay 26 estados que tienen una delegación de mayoría republicana en la Cámara. Veintitrés estados tienen una delegación demócrata mayoritaria. Hay un estado, Pennsylvania, que tiene una delegación partida a la mitad. Incluso si los demócratas obtuvieran escaños adicionales en Pennsylvania como resultado de la elección del 3 de noviembre y mantuvieran todas sus ganancias en la Cámara a raíz de las elecciones intermedias de 2018, el gop tendría una mayoría de las delegaciones estatales en la Cámara, de 26 contra 24. Punto, set, partido y campeonato para Donald Trump, quien así retendría la presidencia.

A estas alturas sigo pensando que si Trump llega a ganar el 3 de noviembre, será vía las urnas, como resultado del primer escenario —o variaciones de éste— descrito aquí. Pero seríamos ingenuos si pensáramos que el segundo escenario novelesco —o elementos de éste mezclados con el primero— es mera ciencia ficción. Con este presidente, nada lo es.◊

 


 * ARTURO SARUKHÁN

Es embajador de carrera del Servicio Exterior Mexicano y consultor internacional.