Tríptico del alumbrado

 

HAMLET AYALA*

 


 

I. Gonzalo Rojas cumple ciento cinco años y está bien

 

Llegamos montados en El Poderoso,
un Mazda tinto y leal con pelaje del 82
—Ulises al volante—, bautizado
por su hermano el mayor
al ver caer un rayo. Era larga
de palo la casa, entre capri y azur,
lijada con los años por el viento celeste
y un puñado de sol escondido en el pasto para olerlo.

Acá ya el juego es otro, inmenso
el juego… No hay eternidad, me decía sonriendo.
Pasa el tiempo, y no pasa, con sus tijeras sordas,
cortando en la raíz de la hermosura. 

Bebimos leche azul hasta la risa
—también azul Celán
reía socarrón tras las finas cortinas—.
La mesa y el cuchillo
clavado y oscilante sobre la tosca mesa
se cimbraban al correteo de un niño
que perseguía palomas de aire por la escalera,
un loco despeinado de apellido Rimbaud,
y centelleaba el filo, y cristaleaban vasos
como si un tren rondara momentáneo la casa.

Por lo demás, ninguna voz,
ninguna alta bella o flaca de anca
entró por esa puerta, ni vino del jardín
bañada en gracia: Gonzalo estaba viudo
de aquel lado también,
ronco de cuando el viento
y unas pobres mujeres lo lloraron.

Pero bebimos, limpios de nostalgia,
libre ya él de toda caducidad,
regustando con voz empedrada
la luz muriente y ámbar del atardecer.
Luego, desde el pretil, hablaba del descenso
en la sierra de Chihuahua,
secando ensimismado
el enorme tazón de negro peltre
donde antes brillara el ojo de un jurel.

No hubo despedida, y no habrá
ya nunca despedida, sino un eco incesante de olas
contra el muelle azogado
de este lado del sueño.

 

II. Ataúd de aire

 

En un avión de palo,
soñando con su sombra
como un sol al revés,
en un fulgor de huesos,
inmóvil, desnacido,
Gonzalo va volando
su regreso a la madre,
al silencio, su Dios
en el no aire adentro
de ese cajón sin alas
ni lecho con espejos
para amar doblemente.
Ataúd ya nomás,
y ya no más laúd
sino vagón mortuorio
en estridencia muda
con rumbo a la materia,
pues la madre del muerto
fue la tierra, y él mismo
con el canto empedrado
fue de tierra. Será
zumbido eterno
en el murmurio
de las cordilleras.

 

III. Bajo el asedio de los astros dolientes

 

Platico con Gonzalo desde la turbulencia de este avión
que va frenético bajo el fulgor de las estrellas frías,
todo un jardín de flechas centelleantes para inquietud del seso
y de las aguas recias del Pacífico,
el Pacífico grande donde extravié mi norte en cada ola
y no pude volver sobre mis huellas por el margen insomne,
donde cuerpo y respiro se me ofrecieron nuevamente limpios,
transidos de ritmo y arrebato, pasmados en su propia excitación,
absortos en su propia forma.

Oigo rugir el cielo torrencial cimbrando el fuselaje,
oigo gemir las nubes al desgarro
por el avión que pasa y las ultraja
bajo el asedio de los astros dolientes,
como las rocas azotadas del puerto
que empuñan para siempre los tormentos del mar
y no los dicen nunca
aun mil veces quebradas por mitad
hasta partir el átomo del tiempo.

De ahí vienen estas aguas de aire enfurecidas
en la electricidad de la tormenta,
y aunque este avión se pierda para siempre
en un páramo de aire, o estrelle su nariz en el océano
como contra su espejo sangra uno,
o bien llegue liviano a su destino
orondo de haber sido besado por la luna,
el vuelo del respiro que mana del poema
no cesará jamás, pues no habrá fin del viaje para el rayo
que nunca termina de bailar
en la cabeza de los alumbrados.

 


 

* Es poeta. Ha publicado en la revista mexicana de teatro Paso de Gato y en la Revista de la Universidad de México, así como en las revistas Buenos Aires Poetry, Círculo de Poesía, La Otra y Río Grande Review, de la Universidad de Texas en El Paso, entre otras publicaciones. Ha cursado diversos seminarios de creación literaria y periodismo cultural en Tijuana. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.