Tierra y libertad

 

–DIEGO ROBLES*

 


 

Heredero de la Revolución cubana, líder estudiantil del Consejo Nacional de Huelga, preso y exiliado político, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, de la acnr, de la Liga Comunista 23 de Septiembre y de otras tantas organizaciones clandestinas, la juventud setentera de Carlos Durand, muchacho de buena familia, estuvo marcada por un confuso radicalismo que probó todas las ideologías rojillas del momento. Si bien los dogmas que abrazaba podían cambiar según las exigencias o conveniencias de su lucha proletaria, las intenciones y los ideales de la misma, no: su espíritu combativo desbordaba un profundo amor al prójimo que ante todo pretendía la justicia en la tierra y la libertad en el pueblo, con lo cual fue congruente hasta sus últimos días. Bueno, más o menos.

Resulta que luego de un rato como activista de la izquierda más aleatoria y de una estancia guerrillera complicadísima y secretísima en las montañas, Carlos Durand conoció a su compañera de ruta, Magdalena Álvarez, hija a gogó de un gran antropólogo mexicano, también burgués y revolucionario. La nueva canción latinoamericana de protesta amenizaba sus cenas románticas; los debates sobre la cooperativización agrícola o la burocratización de la fuerza obrera encendían el placer de la cama; las reuniones anacrónicas de las células, los cuadros, los círculos o los comités del momento enriquecían la complicidad de su relación, que inevitablemente devino en un compromiso monógamo a su manera. Obvio, no se casaron por la Iglesia, muy a pesar de la alienada santa madre de Carlos, ni por lo civil, en contra de los argumentos de su padre leguleyo, sino que hicieron una ceremonia nupcial en el Bosque de Tlalpan que otros camaradas tacharon de hippie: los novios, vestidos de blanco con coronas de flores, se juraron amor eterno frente a la amiga loca de Malena, que los sahumó con copal, los bendijo en hebreo, los encomendó a los ángeles cósmicos y otros seres astrales, les dio lsd en la “comunión” y les pidió que se desnudaran para leerse los votos y espanto de todos.

Los primeros años del feliz matrimonio fueron austeros y rebeldes. Malena fundó una compañía de actrices feministas que malvivía del teatro y Carlitos combinaba sus estudios de posgrado con una secretaría en el Partido. Todo era miel sobre hojuelas. Pero un día, un mal día, un pésimo día, un día de mierda en los noventa, se cayó el muro y nos llevó la chingada. Y justo cuando Gorbachov se inclinó ante el demonio capitalista transnacional de Coca-Cola y disolvió la Unión Soviética, se embarazaron y tuvieron su primera hija: Rosita, en honor de Rosa Luxemburgo, por cierto. Mal asunto. Poco después, con la entrada subordinada de México al tlc y el esperanzador levantamiento indígena del ezln, llegó la segunda morrita: Ernestina, por el Che Guevara, cabe mencionar.

El nuevo orden económico y familiar cimbró la vida de la pareja en resistencia; sin el sol de la hoz y el martillo, y con la responsabilidad de la paternidad, la lucha cambió de frentes: Malena volcó su feminismo a la crianza de sus hijas, Carlitos se hizo doctor y luego profesor de la Universidad, “para preservar la educación popular de los intelectuales del mañana”; dejaron su departamento en la Obrera y se mudaron a Xochimilco porque, según, allá todavía quedaba pueblo y las casas eran más o menos cómodas; dejaron atrás su actividad insurgente y se entregaron a las costumbres clasemedieras que ambos tenían en las venas, entraron al juego del capital triunfante como tantos otros revoltosos de su generación que fueron incorporados a la nómina.

Rosita y Ernestina crecieron princesas proletarias, eran amadas y consentidas por sus padres, que descubrieron en ellas su verdadera Revolución; las metieron al Colegio Madrid por la cercanía y por la fama republicana, donde fueron instruidas junto a otros chavos fresapatistas, hijos o nietos de anarquistas. En la primaria todo bien. La familia cumplía con el estereotipo de los burgueses de izquierda: casa grande, pero en el barrio, decoración mexicana, vacaciones en Oaxaca, tamales y tequila, huipiles de Coyoacán, Silvio Rodríguez, Joaquín Sabina, actividades “culturales” y visitas a Teotihuacán. La carrera académica de Carlitos, ahora profesor Durand, se había consolidado; Malena, por su parte, abrazó la causa de las amas de casa y la defensa de sus derechos.

Las dificultades llegaron con la adolescencia. Las niñas descubrieron que eran bonitas, y que les gustaban a los niños, y que los niños con carro eran más guapos y las invitaban a lugares más acá, y que la escuela no era tan divertida como la fiesta, y que el rosa era más cute que el rojo, y que la Britney cantaba mejor que Violeta Parra, y que un vestidito de Perisur era más sexy que un chincuete, y que un caramel de Starbucks era más nice que un café de cooperativa chiapaneca, y que el vodka era cool y el pulque no tanto. A veces, el profesor Durand bromeaba con sus alumnos de Filosofía política sobre el asunto: “¿Saben cuál es el colmo de un comunista?… Tener dos hijas burguesas”, decía entre risas acongojadas, las mismas que reía cuando recordaba que en casa no era “el compañero Carlos”, “el camarada Rabanov”, “el comandante Gato” o “el doctor Durand”, sino “Pikibú”, “Pikibubu”, “Bubu” o, en el peor de los casos, “Bubibú”.

Quién sabe de dónde salieron tan fresas las escuinclas. Malena se daba consuelo y esperanza argumentando que sólo era parte de la rebeldía propia de la edad; Carlitos era más objetivo y asumía que las había malcriado. La situación se agravó conforme pasaron los años. Ernestina y Rosita consumían más de lo que producían y la economía familiar entró en recesión; el profesor Pikibú consiguió chamba extra en el Tec de Monterrey, donde asumió la misión de “sensibilizar a la futura clase dominante sobre la marginación del campesinado”. Malena, solidaria como siempre, también salió al quite: incursionó en el mercado de los productos orgánicos, ecológicos, artesanales, sustentables y socialmente responsables, traficando la cosecha de sus vecinos chinamperos a buen precio entre amigas suyas, todas señoras alternativas del Pedregal. Eran buenos padres, eso que ni qué; ante todo buscaban la felicidad de sus hijas. El problema fue que éstas la hallaron en puras cosas vanas y frívolas, víctimas de las contradicciones, las pretensiones, las mentiras, las trampas y los vacíos existenciales de la posmodernidad poscapitalista del nuevo milenio.

Carlitos escribió sus críticas más severas al sistema financiero cuando sintió el peso de la explotación sobre sus hombros y descendió al infierno del buró de crédito; si bien había solventado la forma de vida cada vez más cara de sus hijas gracias al espejismo de las tarjetas y de los préstamos abusivos del banco, la situación se le salió de las manos y se volvió insostenible. Primero fue la poco provechosa trayectoria académica de Rosita. La chamaca no se hallaba en ninguna escuela; a duras penas terminó la prepa y entró a la universidad: Historia del arte en la Ibero, claro está. Tras un intercambio en las Europas le llegó una crisis vocacional y pidió encontrarse a sí misma con un viaje espiritual a la India, que nomás la devolvió más confundida: se cambió a Derecho en la up y luego a Administración de empresas en la Anáhuac. Malditas colegiaturas. Luego vino el casorio de Ernestina. La muy canija se consiguió un novio de alcurnia: Emiliano de Gortari. Según las tradiciones de este baboso, el padre de la novia debía pagar la boda, que para colmo fue católica y recibió a más de quinientos invitados, la mayoría amigos políticos del consuegro. “Las cosas de la vida: un día te persiguen los pendejos del gobierno y al otro les invitas la peda en la boda de tu hija”, decía el profesor Durand con ironía.

Influido por sus argumentos en contra de la deuda externa y de los intereses desproporcionados de estos tratos con el Diablo, el buen Carlitos negó su bancarrota y dejó de pagar su deuda interna, hasta que las amenazas de sus acreedores se hicieron más intensas y reales. Las llamadas desesperadas se convirtieron en visitas intimidantes; el embargo de sus propiedades estaba cada vez más cercano. Después de algunos préstamos familiares que fueron inmediatamente quemados, Carlitos se halló entre la espada y la pared. Pasó varios días sin dormir, revolcándose en la culpa y en la angustia de sus cuentas morosas, comiendo en soledad los porcentajes impagables, contemplando en silencio cómo se derrumbaba el castillo de apariencias que había construido para sus hijas, aguantándose el dolor y la vergüenza que provoca ser expulsado del ensueño del dinero artificial.

—No puedo más —le dijo un día con tristeza y desesperación a uno de sus alumnos neomarxistas de confianza, que en otras ocasiones de asesoría y cerveza le había servido de confidente—, le debo un putero a todo el mundo… en poco tiempo me alcanzarán las facturas de estos años y me iré mucho a la chingada.

—Tranquilo, doc. Seguro todo sale bien. ¿Cuáles son sus opciones?

—Ya no tengo opciones. ¡Me van a envergar!

—¿Y si le pide ayuda a la familia de su yerno? Ellos tendrán modo.

—¡Jamaica en la birria! Soy un hombre de principios, no podría acudir a esos priistas hijos de su pinche madre; una cosa es que mis carnales me hagan paro y otra seguir haciendo tratos con el Malo. Además, no quiero que ni mis hijas ni mi mujer se enteren de mi devaluación y menos de que ando mendigando.

—Igual se enterarán.

—No, no, espero que nunca lo hagan. Primero muerto. No puedo perder mi integridad delante de ellas, es lo único que me queda. Tú disculparás mi plegaria oportunista, pero necesito un milagro del Señor para salir de este irigote —sostuvo con orgullo lagrimoso.

—Ya, doc, no se agüite. Ora que lo menciona, tal vez yo pueda ayudarle…

Después de varios días de ansiedades e inquietudes, el mentado alumno le presentó con alegría pícara una posible salida al doctor Carlitos Pikibú:

—Los muertos no pagan.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó curioso el profesor.

—Sí, doc, piénselo. Las deudas no se heredan; si usted se muere, asunto resuelto.

—Pero yo no me quiero suicidar.

—Hay otras formas.

—¿Ah, sí? ¿Como cuál?

—Yo lo puedo matar.

El alumno desembuchó el plan maléfico en los oídos de su maestro, que lo escuchó atento y esperanzado y con los ojos iluminados de contento. ¡Entonces, sí había solución! ¡Entonces, sí había una forma de zafarse del sistema capitalista de mierda que nomás anda buscando la forma de explotar con ilusiones a los pobres consumidores! Fingirían su muerte. Gracias a Dios, el tío de este alumno tenía una funeraria y, gracias a Dios, tenía un civismo laxo con el que también de vez en cuando se burlaba del Estado; según que en otras ocasiones había ayudado con sus servicios de eutanasia a un par de cantantes, de narcotraficantes, de impostores y de otros deudores arruinados. No sería tan difícil.

Carlitos se había emocionado con la idea de esfumarse de este mundo. Luego luego se puso en contacto con sus contactos de la sierra, aquellos que en sus años de guerrillero le habían dado secreta protección. Tras su muerte se iría a las montañas para dedicarse al campo. Ya estaba todo arreglado. En cuestión de tiempo, la Operación Tlacuache se pondría en marcha. Mientras tanto, la tranquilidad le regresó al rostro. Se sentía libre, recuperó el aliento, el sueño y el buen ánimo; renunció a la vana tarea de alimentar a su bestia bancaria; predicaba con harta pasión la desaparición del gobierno y la destrucción de la estructura macroeconómica que oprime al pueblo; consentía a sus mujeres con el amor y la dedicación de quien se despide y vive sus últimos días; andaba siempre borracho de alegría.

Llegado el momento, el profesor Pikibú y su bienaventurado alumno se presentaron en la funeraria del tío, que era una mezcla de Herman Munster, Bela Lugosi y Tin Tán:

—Bienvenido, don Carlos. Acá mi sobrino me contó que quiere el paquete especial de funeral con resurrección —dijo con voz tétrica, guiñándole un ojo y sonriéndole entre chistoso y macabro.

—Así es correcto. Me quiero morir.

—Hay que morir para vivir. ¿Es usted creyente?

—Creo en la Revolución.

—Con eso es suficiente. En estas circunstancias es necesario creer en algo. Pero, bueno, primero el dinero, que si no no baila el perro.

—Justo por no tenerlo estoy aquí.

—¿No le habló este zorimbo sobre el adelanto? Las mordidas que debemos dar no son tan baratas; necesito por lo menos un ochomilk para que mis músicos le puedan tocar su réquiem.

—¡Bendita corrupción! Sí, sí me avisó, ¿verdad, chaparro? Aquí está: puros diegos recién planchados —dijo extendiendo el fajo de billetes al más puro estilo priista—. El resto se lo cobra a mi mujer; con mi seguro y mi pensión será millonaria.

—Perfecto. Ahora sí, a lo que te truje, Chencha. A ver, Lucerito, pásame la caja que está junto a ti —el próximo cadáver se desternilló de la risa por el apodo familiar de su alumno; éste, apenado, cumplió la orden de su tío muertero; la típica caja de madera vieja y polvo y telarañas tenía dentro un típico forro de terciopelo rojo y un más típico frasquito con veneno y etiqueta con calaverita. Esto que ve, querido amigo, es una pócima mágica, bueno, por así decirlo. Usted se la toma y le da un infarto y se muere y al tercer día se vuelve zombie de ultratumba.

Carlitos tomó en sus manos el brebaje con harta devoción, como el prisionero que recibe la llave de su cerrojo. Finalmente acariciaba la solución a sus problemas, finalmente tenía la goma que lo borraría del mapa capitalista.

—Muchas gracias, de verdad, gracias, gracias, no sabe cuánto le agradezco —sollozó el occiso.

—Es un placer. Lucerito me ha hablado muy bien de usted, ¿o no, mijo?

—Oiga, ¿y no es peligroso?, ¿y si no funciona y sí me muero? —preguntó con miedo.

—No se preocupe, doc. El menjurje va calado, va garantizado. Y si sí se muere, ni se dará cuenta —intervino Lucerito.

—Estese tranquilo, don Carlos, que como quiera Diosito lo tendrá en su Santa Gloria y usted gozará el Paraíso que su Hijo nos prometió.

—¡Alabado sea el Señor! —respondió Carlitos, fervoroso y afligido, haciendo a un lado su ateísmo militante—. Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro, amén —remató, reconciliándose con la fe de sus padres.

—Bueno, don Carlos, nos vemos en su funeral —le extendió la mano, fría como su oficina.

—Hasta entonces, compañero. ¡Gracias a usted, la historia me absolverá!

Esa noche Carlitos Pikibú compró un tequila y le hizo el amor a Malena como en los viejos tiempos; “todavía estás bien buena, mamacita”, le decía; luego cenaron a la luz de las velas unas hamburguesas de McDonald’s y se fumaron la bacha que habían guardado desde aquel concierto en Avándaro. No durmieron de tanto platicar y coger. Ernestina y Rosita se les unieron en el desayuno familiar. “¿Cuál es la ocasión?”, preguntaron. “Pues nomás el gusto de verlas, tan bonitas”, se excusó el difunto. Luego se tomó el frasco mágico y salvador y salió para la Universidad; ahí se reunió con Lucerito y le entregó la evidencia. En su clase habló muy inspirado sobre la urgencia de seguir el ejemplo de los zapatistas y desconocer al pinche gobierno; en el punto más álgido de su exposición, mientras increpaba iracundo a los políticos vendepatrias, le vino el infarto y se fue a pasear con la huesuda.

Lucerito fue el primero en correr a su auxilio, pero era demasiado tarde. “Su corazón no da señales de vida”, sentenció con desconsuelo. En seguida le marcó a la ambulancia que su tío había amañado. Si bien la autopsia apócrifa dio como resultado que el doctor Durand tenía las venas atascadas de colesterol y no aguantó la última cena, entre sus allegados circuló el rumor de que había muerto por una indigestión anticapitalista. El tío le preparó un funeral laico. Sobre el féretro puso una bandera roja con su hoz y su martillo. Hubo muchas lágrimas; varios camaradas ofrecieron discursos; Malena y sus niñas recibieron, plañideras, las condolencias; el famoso consuegro y sus esbirros del gobierno hicieron la guardia de honor; y, justo cuando la tía abuela nonagenaria de Carlitos se acercó a llorarle su último adiós, que éste se despierta de golpe y le da un azotón a su caja. Afortunadamente nadie se dio cuenta, porque la ancianita se murió del espanto y la tragedia desvió la atención. Más lágrimas.

El ahora muerto viviente se quedó calladito, calladito, hasta que en la carroza Lucerito le mostró la luz y lo resucitó como a Lázaro. “Casi me muero de asfixia”, fue lo primero que dijo. En el crematorio le prendieron fuego al sepulcro vacío y gracias a Dios las deudas se volvieron ceniza. Con la certeza de que todo se había arreglado, y no sin un poco de melancolía y arrepentimiento por haber dejado atrás a su familia, finalmente Carlos Durand alcanzó dichoso ese pedacito de cielo pequeñoburgués al que también huyeron Elvis Presley, Marilyn Monroe, Jim Morrison y el verdadero Paul McCartney.◊

 


 

* DIEGO ROBLES
Es escritor y lexicógrafo. Actualmente forma parte del Diccionario del español de México, que se redacta en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.