
01 Abr Tierra líquida
En julio de 2023 se cumplirán diez años del fallecimiento del pintor oaxaqueño Alejandro Santiago, a la edad de 49 años. En recuerdo de su amistad, Jaime Moreno Villarreal evoca una de las conversaciones que sostuvieron.
JAIME MORENO VILLARREAL*
Entre pecho y espalda baja el mezcal áspera o sedosamente. “Parece que uno está tragando tierra líquida”, me decía Alejandro Santiago. Nunca le pregunté cómo lograba trabajar bajo su influjo, cómo se sobreponía y combinaba el caos con el gesto, la brocha y los tubitos de pintura acrílica. Hablamos de la euforia, de ponerse a cambiar los muebles de lugar a medianoche y pintar una y otra tela llorando hasta ir a dar de sentón al piso. Nunca hablamos de alcoholismo.
Las ollas de barro negro. “Esas ollas son como vasijas funerarias, cada quien labra la suya. Igual hace el bebedor”. Mencionó el tabú de extraer vasijas, tepalcates, figurillas y collares de las tumbas antiguas, porque esas cosas vienen tocadas por la muerte. Alejandro tenía en un estante de su taller cierta figurita de barro, de apariencia diablesca, que él confeccionó. La muerte era suya, se la sabía de memoria: “El que bebe tiene costumbre de morir”.
Llevamos un rato bebiendo en la terraza del taller. Amén de los perros que nos rodean, desde la mediana altura de su rancho en Suchilquitongo se puede ver una comunidad de caballos, cabras, puercos, aves de corral y patos, muchos zanates posados en los árboles y el suelo. Nadie mata a los pájaros negros, le digo. Él me enhebra mirándome: “A lo mejor es que son portadores de almas, como he oído que dicen…”. La plática salta de rama en rama. Alejandro vierte más mezcal en la jícara grande que me arrima. Comemos queso fresco cuajado por una anciana que lo amasa en una cubeta de plástico. Ya para servirlo, nos infla tortillitas al comal. Enciendo la grabadora. Entresaco cosas que dijo Alejandro:
Yo peno de alegría / Medio dormido me bañaba a sorbos / A mí el cielo no me dio cuartel / Iba midiendo las distancias con mis huesos / Vas quedándote atrás en arcos sucesivos / Lo revelado es muy oscuro / Enciendo las luces de mi casa para no aullarle a la luna / Atropellando mesas / Cada quien devora su gusano / Si de verdad hubiera destino, nadie se acordaría / Tomo la manta de mi abuela y salgo a andar de noche en mi mortaja / Te vas a tropezar, te vas a tropezar, y tumbado en el suelo abres la mano y te ríes mucho / Me está llamando la amnesia.
Esa vez evocó algo que yo recordaba. ¿Cómo llegamos a eso? No lo sé, pero está en la grabadora. Hacía poco había leído yo una leyenda, en un libro de cuentos zapotecos de Macario Matus: la historia de dos hombres que, de cacería, llegaron a una zona donde siempre había gran cantidad de palomas silvestres. Cargaban escopeta, pero dispararla sólo causaría la desbandada, así que para atraparlas se les ocurrió untar pegamento en las ramas del árbol donde se posaban de mañana. Y fueron a casa de un pintor a comprar cola. ¿Era un pintor de brocha gorda o un artista? A saber. Al día siguiente, antes de la llegada de las palomas, untaron en el árbol la cola disuelta en agua caliente. Poco después, las aves llegaron a posarse y quedaron adheridas. Muy contentos de su captura, los cazadores se dispusieron a subir para decapitarlas cuando, súbitamente, las palomas comenzaron a batir las alas y desprendieron las raíces, llevándose el árbol en vuelo.
Sin que yo se la mencionara, al vuelo Alejandro me contó de nuevo esa historia. En tanto que el sol caía y su destello viraba del naranja al violeta, la garrafa de mezcal estaba más que mediada cuando le pregunté si eran murciélagos las sombras que papaloteaban sobre nuestra cabeza. Él repasaba conmovido la miseria en que vivió de niño, y reviró con lágrimas de euforia:
Con mi papá acostumbrábamos ir al campo a cazar palomitas, tórtolas, que aquí se llaman “huilas”, en marzo, en abril, cuando se dan las mejores parvadas. Preparábamos la liria con un hongo que, envuelto en unas hojas, se metía en el lodo a pudrir. Quince días después lo sacábamos, lo majábamos y hacíamos con él un pegamento. Con eso encolábamos varitas que, muy temprano, como a las cuatro de la mañana, poníamos en un árbol grande, amarradas a las ramas con hilo. Teníamos una huila maestra, amaestrada, amarrada de una pata a un hilo, que poníamos en la cima del árbol, y, como a las seis de la mañana, cuando empiezan las palomas a salir, echábamos la huila a volar para que llamara la atención de sus hermanas. Toda la parvada se venía al llamado, y las palomas quedaban pegadas a las varitas. De inmediato, mi papá subía al árbol, prendía a las palomas del pescuezo, arrancándoles la cabeza de una mordida y las tiraba al suelo, donde yo las recogía en un canasto. Iba a venderlas al pueblo. Las cambiábamos por licor, por maíz, por lo que nos dieran.
Le comenté a Alejandro que yo conocía una historia similar, de unos cazadores, en la que en lugar de liria empleaban cola, y que esa cola se las había vendido nada menos que un pintor. “¿Por qué un pintor?”, le pregunté, a ver si me resolvía. “Pues porque los pintores son muy buenos para contar mentiras”.◊
* Es ensayista, narrador, traductor literario y editor. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma Metropolitana y en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México, fue editor de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica y de la revista Paréntesis. Ha colaborado en Cartapacios, Casa del Tiempo, El Telar, La Cultura en México, Letras Libres, Nexos, Revista de la Universidad y Vuelta. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 1993. Ha merecido el Premio Punto de Partida unam 1976 y el Premio Nacional de Antropología Vicente T. Mendoza a la investigación sobre folklore en 1987. Ha sido curador de exposiciones de Rufino Tamayo, Vicente Rojo y Modigliani. Es autor, entre otras obras, de El vendedor de viajes, La línea y el círculo, Francisco Toledo. El ideograma del insecto, La escalera anaranjada, La estrella imbécil y De bibliomanía. Un expediente.