
01 Ene Stalin según Trotsky
Trotsky dejó inconclusas la revisión y edición de su Stalin, la biografía de su verdugo, aquella tarde en la que el sicario Ramón Mercader le dio el golpe mortal. Publicada en 1946, varias han sido sus ediciones posteriores. Restaurado el manuscrito original en ruso, la más reciente fue completada con material inédito, traducida y editada por Alan Woods. Con la visión del historiador, Ariel Rodríguez Kuri analiza aquí la obra, a su protagonista y a su autor.
ARIEL RODRÍGUEZ KURI*
Trotsky escribió la semblanza biográfica de su verdugo. Stalin es un documento histórico extraordinario.1 Si, como muchas personas piensan, los bolcheviques llevaban inscrito el pecado en su adn político, Stalin de Trotsky (Lev Davidovich Bronstein) desborda los límites de una caracterización escolar para instalarse en los territorios ominosos del Antiguo Testamento, de la tragedia griega y, por nombrar a los modernos, de Shakespeare y de Conrad. Por lo pronto, me declaro incompetente ante el imperativo de caracterizar a Trotsky: ¿un héroe porque describe de manera propedéutica los caminos de su destrucción?; ¿un héroe porque no quiso (o no supo) ser un tirano?; ¿un héroe a quien salvó su propia soberbia, infinita como la de casi todos los bolcheviques?; ¿un héroe, ciego ante su obra?
Cuando Trotsky esboza la vida de Stalin (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili), se mueve en un orden de magnitudes como si los dioses, y no los hombres, llevaran la cuenta. Entre las hambrunas originadas en la colectivización forzosa de los campesinos, la depredación del Partido Comunista y del Ejército Rojo por la policía política, el Gulag y todo lo innumerable e incontable y aún oculto que habita el interior del perímetro, está la feria de cifras, cálculos e inferencias que han hecho los denunciantes y los historiadores del estalinismo. Trotsky, en un postrero acto de valor de un militante vencido, pero no arrepentido, se arroja a las aguas turbias de la devastación, saca la cabeza del lodazal repleto de cadáveres y cuenta la última historia. Trotsky no puede medir, sin embargo; no tiene regla ni referencias: ¿contra qué, contra quién es contrastable Stalin? El asunto, pareciera, es que Stalin es la regla, el punto de partida y el horizonte.
Hombre de la Ilustración, profundamente moderno en cuanto a sus ideas de la técnica, el conocimiento y el arte, Trotsky intenta explicar al Stalin que lo persigue desde una genealogía de las luchas intrapartidarias, una hipótesis sorprendentemente estrecha. Trotsky, en esa semblanza que se pretende objetiva, se ubica como contrario a la Nueva Política Económica de Lenin, esto es, contrario a recuperar el funcionamiento del mercado en las operaciones de la economía de principios de los años veinte, en un país asolado por la derrota en la Gran Guerra, por la Guerra Civil y por el trastocamiento de todas las modalidades para hacer y proponer negocios y actividades productivas. La llamada Oposición de Izquierda, que Trotsky en buena medida encabezó a contracorriente del triunvirato de Stalin, Kamanev y Zinoviev formado poco antes de la muerte de Lenin (enero de 1924), es presentada como un adelanto de lo que considerará el fenómeno más profundo y característico que explica el estalinismo y la deriva totalitaria de la década siguiente: el termidor de la Revolución.
Es como si las diversas configuraciones de hombres alrededor de Stalin (o, para el caso, de Trotsky) estuviesen moduladas, marcadas, por el destino inmediato de la Revolución. Es otra manera de decir lo que ahora sabemos: geopolíticamente, Trotsky estaba perdido. La derrota de la Revolución alemana, recién terminada la Guerra Mundial y consumada la Revolución en Rusia, posibilitó una cierta estabilización europea y un aislamiento creciente de la patria de los soviets. Las alternativas entre exportar la revolución —cualquier cosa que significara eso— y gobernar el país ya ganado por los bolcheviques se extremaron: ¿un país inmenso, diverso étnicamente, extenuado por las guerras internacionales y civiles, exhausto de su propia epopeya, era un país para Trotsky? No. Era el país de Stalin, repite Trotsky, uno que anhelaba la normalidad: habitar las ciudades, ir al teatro y a los cafés y a los conciertos, vivir el paso de los días en la inconsciencia que los modernos creemos merecer. Un adiós a la epopeya acompaña el “enriqueceos” de Bujarin a los kulaks. Desde la muerte de Lenin en 1924, justo de eso se trató: era el ambiente político de Stalin, no de Trotsky; había llegado la hora de gobernar; ya no era momento de reventar el mundo.
De ahí que Trotsky insista en que Stalin estuvo ausente en los momentos de ruptura del orden político, de la revolución misma. En 1905 y luego en febrero de 1917, Stalin no está; en momentos calientes se mimetiza con el aparato del partido y se refugia en sus recovecos, en sus periódicos. El aparato lo hace sentirse seguro, le da cobijo, y sigue las grandes discusiones sumándose a la mayoría o refugiándose a la sombra de Lenin. Stalin no tiene la cabeza de un revolucionario, entre otras cosas, porque carece de las capacidades para mirar sobre los acontecimientos, para vislumbrar el más allá de los hechos extraordinarios; las jornadas incandescentes lo ciegan. Trotsky no explica tales ausencias como una cobardía; y como en el caso de la honestidad personal, el perseguido político retribuye a Stalin, su cazador, y el verdugo de sus camaradas, amigos y familiares: ni cobarde ni ladrón, Stalin es otra cosa.
Sea porque lo piensa así, sea por una estrategia narrativa (quizá inconsciente) en aras de atrapar al verdadero Stalin, Trotsky caracteriza la Revolución de Octubre de una manera tal que el pasado y el futuro quedan unidos en un umbral de pasajes plurales (para bien de la historiografía y para mal de cualquier teleología). En cambio, el papel del partido bolchevique es dramáticamente socavado. Viejo tema siempre nuevo: la Revolución la hicieron los soviets. El partido no hizo sino seguir su ritmo y su programa (de la revolución misma y de los soviets). La agitación, la insubordinación de soldados y obreros, la insurrección estuvieron marcadas por esa novedad absoluta, hoy olvidada, en la historia de la representación. Lo que valía, lo que era atendido por las masas, el ritmo de los acontecimientos provenía de ese constructo que sumaba la representación y el gobierno y, de manera esencial, portaba la nueva y profunda legitimidad histórica: el soviet.
Trotsky presidió el soviet de Petrogrado desde el verano de 1917, lo hemos sabido siempre. De todos modos, habría que insistir en un hecho: Trotsky estuvo al pie del horno de la revolución, más cerca que Stalin, más cerca que Lenin, pero la disputa va más allá de los méritos revolucionarios. Que la Revolución de Octubre sea explicada desde el entramado partidario y su programa (Las tesis de abril, de Lenin), o que sea relocalizada en el desbordamiento irresistible del soviet y del sistema de relaciones que había creado, documenta una disputa historiográfica y una concepción de la historia que desborda la Revolución soviética y toca casi cualquier otra experiencia: lo deseado, lo planeado y lo contingente en la revolución moderna. Es cierto que el entorno político ruso mandaba señales poderosas, inéditas, y la sensibilidad bolchevique —entrenada como ninguna en vislumbrar cada fisura del sistema— pudo captarlas: la debilidad creciente del gobierno provisional de Aleksándr Kerensky, sobre todo después del fracaso de la ofensiva de julio contra los alemanes y el fracaso del golpe reaccionario del general Lavr Kornílov (en agosto).
Al presentar una revolución lanzada y dirigida por los soviets, y por lo tanto al disminuir el papel del partido revolucionario, Trotsky no sólo engancha el vagón de los bolcheviques a una locomotora que no controlan completamente, sino que pone dudas sobre la herencia de Lenin. Ciertamente, Trotsky no puede llegar muy lejos en ese camino porque su objetivo es Stalin, no Lenin. El recurso impresionante de Trotsky para introducir la idea del golpe de mano de octubre como una epifanía en Lenin, de la cual Trotsky fue testigo, y no tanto como una deducción axiomática, consolida esta perspectiva (p. 298). Si se extremara esta idea, la historia del partido bolchevique sería subsidiaria de la historia de la Revolución que inició en febrero y de la cual octubre sería una de las salidas posibles, no su destino. Ignoro en verdad si Trotsky estaba en esa lógica a la hora de escribir su Stalin, pero ciertamente inquirir cuán leninista era Trotsky es (y deberá ser) una cuestión fascinante.
Habiendo establecido que era hombre del aparato y del termidor, Trotsky reconoce que Stalin acompañó con entereza la Revolución de Octubre, aunque muy lejos del protagonismo que se le atribuyó después; Stalin cumplió con su deber como bolchevique, sin gloria. Hay un impulso casi inhumano en Trotsky para mantener sus juicios dentro de parámetros honorables, esto es, dentro de su propia autoimagen: la del marxista, el bolchevique, el revolucionario, el negociador soviético en Brest-Litovsk, el fundador y comandante victorioso del Ejército Rojo. Pero ¿hasta dónde llega la objetividad?, ¿hasta qué punto el honor de alguien que se precia de conocer los mecanismos íntimos de la sociedad moderna comienza a perder eficacia como instrumento de conocimiento?, ¿cómo, en fin, se esboza la vida de un verdugo, de su verdugo?
Trotsky arrancó su estudio con la hipótesis de que a Stalin había que entenderlo como un asiático en la historia europea, un intruso. Aparecerá luego un adolescente chamagoso. Con agudeza (o con acidez), Trotsky insiste en que la familia de Stalin en Georgia era pobre, pero no la más pobre: era la familia de un artesano zapatero (su padre), no de un obrero. Su paso por el seminario de Tiflis dotó a Stalin de ciertas herramientas decisivas para su carrera política, en especial un dominio (no siempre feliz, acota Trotsky) del idioma ruso (su lengua materna era el georgiano). Stalin viajó poco al extranjero, sobre todo en comparación con la élite bolchevique, cuyo origen de clase y la relativa lasitud de la persecución zarista permitió exilios que los enriquecieron en muchos sentidos, sobre todo con el contacto con otras lenguas y otras experiencias políticas. Los exilios interiores de Stalin en el sur musulmán del Imperio y en Siberia hicieron de él un tipo resiliente, adaptable, rencoroso y, no obstante, nada impaciente con el transcurrir de las cosas, perezoso y cínico.
Stalin, un seminarista que estuvo a nada de culminar sus estudios, sin una formación intelectual sólida, ¿fue un pensador original dentro de la familia del marxismo ruso? Para Trotsky, Stalin es un parafraseador sistemático de las ideas de otros, en especial de las de Lenin. Aportó poco a la teoría de la revolución y dijo poco en términos de la organización revolucionaria de los trabajadores. Sin embargo, Trotsky encuentra una excepción: El marxismo y la cuestión nacional (1913). Su aproximación al problema de la nación, sin duda uno de los más intrincados en la historia del pensamiento social y político, era “teóricamente correcta” y “prácticamente fecunda”, escribió Trotsky (p. 216). Éste explica el éxito de Stalin en que el trabajo se hizo a iniciativa y bajo la mirada amigable de Lenin, en un breve periodo en el que convivieron en Cracovia; más allá de la condescendencia, Trotsky exhibe un reconocimiento sincero de la valía del documento —al fin, Trotsky, hombre de letras, lector, crítico—.
El problema nacional era uno de los grandes problemas del Imperio ruso, pero era también el del Imperio austrohúngaro, y lo sería luego de Francia y Gran Bretaña. Los bolcheviques estaban obligados a decir algo sustancial, teóricamente amarrado, sobre las nacionalidades y las naciones, más aún cuando los nacionalismos políticos crecían en clave conservadora y a los distintos partidos socialdemócratas les empezaba a apretar el corsé del universalismo (a veces imaginario) de la clase obrera. Stalin hizo un debut soñado en la teoría marxista, justo antes de que se precipitara la carnicería de la Gran Guerra y la historia empezara a contarse de otra manera. No es un dato menor que un georgiano, Stalin, quien representará a la larga la geopolítica rusa en las discusiones sobre la seguridad de aquel inmenso territorio, se haya apuntado un éxito intelectual de esa magnitud. Sería al término de la Segunda Guerra Mundial cuando los problemas tratados en su texto (la definición multivariable de nación y el derecho a la autodeterminación de los pueblos) entrarían en momentum, no sólo en Europa, sino en los territorios en proceso de descolonización en Asia y África.
Stalin resulta en un punto de observación para el estudio de un fenómeno de dos caras: la legitimidad del régimen revolucionario vis-à-vis la verdad histórica. Trotsky va trazando los momentos en los que la literatura histórica soviética deja de ser confiable para narrar y explicar la historia de la Revolución y el afianzamiento del régimen. Poseído del instinto del historiador, Trotsky apunta aquí y allá cuándo y cómo las fuentes son confiables para esclarecer un momento, un protagonismo, una idea. Las actas del Comité Central, la correspondencia de los dirigentes bolcheviques, los testimonios y documentos de los soviets, las múltiples publicaciones periódicas, las memorias escritas por los protagonistas (siempre fechadas con escrúpulo para establecer sus niveles de confianza) e, incluso, el recuerdo de algunas conversaciones son el sustento del esbozo biográfico de Stalin. Trotsky, el perseguido, el expatriado, el amenazado, el condenado a muerte, quiere una historia de fuentes de su némesis —posible, imposible, qué más da—.
El corte cronológico —que es además un corte epistemológico— se ubica alrededor de 1930. Hasta aquí, los testimonios de tirios y troyanos no suelen estar intervenidos al grado del falseamiento pleno por parte de la maquinaria propagandística y terrorista de Stalin y la policía política. La primera perplejidad viene entonces de la riqueza de esas fuentes tempranas: la Revolución de 1917 (en sus dos fechas clave), la guerra civil y el afianzamiento del régimen soviético, pueden estar documentadas de manera exhaustiva, claro está, pero también contradictoria. La dictadura revolucionaria de la primera década no implicó una unidad discursiva, de sentido; era, tal vez, y como quería Michel Foucault en La arqueología del saber, un cajón neutral donde los expedientes dicen libremente lo que quieren, no importa si se contradicen, se niegan o coinciden. Un historiador omnisciente podría reescribir esa historia y, en consecuencia, las jerarquías de méritos, participación y lenguajes dominantes, de un lado, y las salidas, respuestas, ilusiones, del otro, cambiarían. Es una paradoja extraordinaria y mérito mayor en un personaje trágico, es decir, atado a su destino, que su legado (¿voluntario, involuntario?) sea una historia abierta.
La pregunta no es tanto qué ha sido falseado, sino quién consume la falsificación y con qué efectos. En Stalin existen elementos para una sociología del régimen estalinista. Cada vez que Trotsky se refiere a un personaje de cierta importancia entre los bolcheviques históricos, digamos aquéllos con protagonismo en el periodo 1905-1917, consigna a pie de página una brevísima semblanza de sus carreras revolucionarias: en números abrumadores fueron ejecutados entre 1936 y 1938 por el Estado soviético. El incentivo interno para acompañar tal exterminio era que la purga de mandos altos y medios abrió la carrera para la generación más joven en el gobierno, el partido, el ejército, el servicio exterior, etcétera. En un proceso que replica la Revolución Cultural china en los años sesenta, se selló una alianza entre el hombre fuerte, más viejo, y una masa de jóvenes funcionarios estatales, cuadros partidarios, oficiales, técnicos y estudiantes cuya única vía de ascenso (de ingreso, prestigio y poder) corría en los relativamente estrechos márgenes de la simbiosis entre gobierno, partido y fuerzas armadas. A nadie podría extrañar, y lo reconoce, el atractivo que ejerció en las Juventudes Comunistas (esa nueva versión de la juventud dorada, dice Trotsky, que fue el grupo de choque de los termidorianos franceses de 1795) el espectáculo de las purgas.
Hay más, sin duda. Contrastar Stalin con la historiográfica reciente (digamos, de los últimos 30 años) tiene algo de tramposo y aun de perverso.2 La pregunta justa es qué percibió Trotsky desde su mirador, a un tiempo privilegiado y absolutamente acotado, prisionero de circunstancias infames. En ese deseo vehemente de atrapar a Stalin, ¿con qué se encuentra Trotsky?, ¿cuál es el alma estaliniana que podrá ser aprehendida para luego mostrarla al mundo?, ¿hay algo, hay alguien? En casi ningún momento Trotsky camina los senderos de la explicación psiquiátrica o psicoanalítica, cuyo bagaje ya estaba disponible en la segunda mitad de la década de 1930; no estoy del todo seguro, pero Stalin no es un psicópata a los ojos de Trotsky. Tampoco es la astucia del cobarde lo que explica al georgiano, por más que destile astucia. Stalin no es, en fin, un añorante de los fastos y riquezas del antiguo régimen, aunque tenga un aprecio enfermizo por la mise en scène del gran teatro político (los juicios políticos coreografiados por él, los desfiles cívicos y militares, los protocolos visuales de las reuniones del partido).
Stalin escapa, evade la mirada directa, tiende a no estar —frente a Trotsky, frente a nosotros—. Eso explica, a mi juicio, el camino elegido por Trotsky en su esbozo: procede morosa, reiterativa, anticlimáticamente. Pesa, y mucho, que Stalin es un libro incompleto, interrumpido por el crimen de Coyoacán; es una obra sin conclusión y sin clímax, y cuya segunda parte, los capítulos VIII-XIV, ya no fueron revisados ni editados por el autor. Trotsky acumula detalles en aras de una definición total del personaje; quiere —como si el tiempo lo favoreciera— rodear, saturar, agotar la ciudadela Stalin. Una renuncia inhumana es el método: Trotsky no operativiza un diagnóstico previo, ni una pasión, ni un dolor, ni una venganza. Levanta un acta circunstanciada, como diciendo “estuve ahí; he aquí la bitácora”. ¿Es posible tal operación, la renuncia? Para Trotsky sí, y es una lección para el lector. Resentimiento, manipulación, rencor, amor propio, miedo creciente según crece el pecado, instinto de conservación, cinismo, hybris, intoxicación de vencedor, son todos pecados veniales en Stalin. Me explico: esas imputaciones resultan endemoniadamente insuficientes para mirar de frente y entender el hambre ucraniana, el genocidio de la colectivización de las aldeas campesinas, el asesinato sistemático de amigos, compañeros, colegas y camaradas, la nauseabunda humillación pública de los héroes de 1917, la devastación del último rincón de la sociedad soviética.
Trotsky será recordado como el fundador del Ejército Rojo y el triunfador en la guerra civil. Quizá no sea excesivo imaginar que la Unión Soviética se levantó sobre dos pilares: el partido y el ejército. Pero Trotsky no fue Napoleón. Al contrario, el partido se impuso sobre el ejército. Trotsky reconoció cómo, ante el peligro inminente de que los ejércitos contrarrevolucionarios y las legiones extranjeras destruyeran el régimen de los soviets, llamó en su auxilio a “miles”, así lo dice, de oficiales del ejército zarista. El ejército resultante, vigilado por los comisarios políticos enviados por el partido, se convirtió en una máquina guerrera formidable. Stalin comprendió de inmediato la importancia de este actor y quiso hacer una carrera cercana, también, al ejército; como líder militar, fracasó en su ofensiva sobre Varsovia. Al lado de los que luego serían sus incondicionales, el georgiano empezó a construir un dique frente a Trotsky, fundado en su amarga experiencia en la guerra civil. El rencor, como saldo de la gloria negada, es un combustible del mal.
Un Trotsky siempre oscilando para entender el fenómeno Stalin especula que, si en el segundo semestre de 1923, poco antes de la muerte de Lenin, “alguien le hubiera mostrado a Stalin su propio papel en el futuro, él [Stalin] se habría alejado, espantado de sí mismo” (p. 528). Esa imagen, digna de Fausto de Goethe, proyecta el alegato que Trotsky y luego sus epígonos sostuvieron en las décadas por venir: la burocratización del régimen soviético, el alejamiento del gobierno del control y el influjo de los soviets, la autonomización de una élite. Salida fácil o problema de fondo en la historia del comunismo, el asunto de la revolución traicionada, desnaturalizada, copada por los oportunistas, llenan páginas y páginas en un intento por establecer qué fue mal con la Revolución. Trotsky calcula que, a fines de 1923, sólo 1% de los militantes del partido provenían de los años heroicos del clandestinaje y de la Revolución de 1917. El resto era la clientela del futuro Stalin, secretario general, dador de favores, demiurgo aún invisible que desde el aparato distribuía los cuadros en las regiones, en los ministerios, en las empresas del Estado, en fin, en todas partes. A saber.
Yo sostengo que nadie jamás ha tenido la suerte de Stalin. Incluso si fuese atendible la sospecha de que Lavrenti Beria envenenó al generalísimo en aquella última bacanal en la dacha —tal como Vyacheslav Molotov consignó en sus memorias—, la buena estrella de Stalin relumbra.3 La imagen de Stalin se purifica según se evanesce y difumina en la hazaña del pueblo que masacró: el aplastamiento del nazismo. El tajo salvaje de los 27 millones de muertos en la Gran Guerra patria, que hoy los rusos recuerdan y conmemoran con devoción profundamente sincera y conmovedora, hace aún más borrosa y móvil la memoria de Stalin. Y uno se pregunta qué habría hecho Trotsky si hubiese sido testigo de la Operación Barbarroja y de su fracaso aplastante. Quizá habría pedido su alta en el Ejército Rojo. Quizá. ◊
1 León Trotsky, Stalin. Una valoración del hombre y su influencia; prólogo de Esteban Volkov; edición, introducción y traducción del ruso al inglés de Alan Woods; traducción al español de Ana Muñoz et al. México, Fondo de Cultura Económica/Casa Museo León Trotsky, 2020. Stalin fue publicado en inglés en 1946, en edición y traducción de Charles Malamuth, quien trabajó directamente sobre los originales en ruso de Trotsky; si bien la traducción del ruso al inglés es correcta (dice el actual editor), Malamuth habría incurrido en interpolaciones e interpretaciones amplias, desordenadas e irrespetuosas del texto, que disgustaron sobremanera a Trotsky y luego a su esposa Natalia, quien buscó el retiro de la edición. La intención de esta nueva versión, a cargo de Alan Woods, es restablecer el texto de Trotsky, suprimiendo las interpolaciones y sobreinterpretaciones de Malamuth, y sumando valiosos originales (pertinentes para la segunda mitad del libro, esto es, para el periodo posterior a la Revolución de Octubre) depositados en el Archivo Trotsky de la Universidad de Harvard. Todos estos detalles pueden consultarse en la nota de Rob Sewell: “El porqué de una nueva edición de Stalin, de León Trotsky”, pp. 15-30.
2 Un texto académico reciente, de una sequedad admirable (dado el tema), es la biografía de Oleg V. Khlevniuk, Stalin: New Biography of a Dictator, Yale University Press, 2015.
3 Alan Woods, “Epílogo del editor”, p. 681.
* Estudió Sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México y se doctoró en Historia en El Colegio de México, donde es profesor-investigador en su Centro de Estudios Históricos desde 2003. Entre 1988 y 2003 fue profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana (Azcapotzalco). Ha publicado, entre otros, La experiencia olvidada. El ayuntamiento de México: política y gobierno, 1876-1912 e Historia del desasosiego. La revolución en la ciudad de México, 1911-1922. Sus más recientes libros son Museo del Universo. Los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968 (El Colegio de México, 2019) e Historia mínima de las izquierdas en México (El Colegio de México, 2021).