Soledad y distancia: la empatía después de la pandemia

A partir de numerosos ejemplos de la literatura, Gustavo Faverón considera la experiencia traumática de la soledad provocada por la pandemia y el sentimiento de solidaridad que puede ayudarnos a salir de ella y conducirnos a una experiencia humana empática.

 

GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU*

 


 

La sensación de condena y de ostracismo que traen consigo las cuarentenas y el confinamiento ha colocado a buena parte de la humanidad en una situación insólita en la que todos parecemos jugar al mismo tiempo el rol activo del que encierra a los demás y el rol pasivo del encerrado, el papel del que destierra al otro y el papel del otro, el desterrado. La pandemia bien puede ser la primera verdadera experiencia global de la especie humana —es decir, una que no sólo les sucede a todos, sino que nos ocurre a todos simultáneamente, de la cual somos conscientes y sobre la cual podemos hablar desde un lugar de la Tierra hasta cualquier otro en tiempo real— y por eso tiene una extraña cualidad introspectiva: como si, por primera vez, la introspección fuera un fenómeno que no involucra al individuo solo mirando dentro de sí, sino a la humanidad entera que inspecciona su interior. Esto último es, por supuesto, una ilusión psíquica, pero tiene una raíz real: el hecho de que todos sabemos que, así como cada uno ha sido forzado a cierto grado de soledad, a una condición que propicia la introspección, así lo han sido también los demás. Es ilusorio, entonces, pero es masivo, y sin duda haría feliz a Jung, pues parece el amago de emergencia de algo semejante a una consciencia colectiva; o a Spinoza, que pensaba que todos los seres humanos éramos una sola entidad. No es ni fantasioso ni utópico, en cambio, suponer que una cosa que nuestras generaciones no volverán a entender de la manera en que lo hacían antes es la soledad misma, y con ella el aislamiento, el alejamiento forzado, la imposición del encierro, la obligación del claustro. Tampoco volveremos, por un tiempo al menos, a leer sobre ello como solíamos hacerlo. De eso quiero hablar: de literatura y soledad.

En los Diarios de Samuel Pepys, escritos en parte durante la gran peste de Londres (1665-1666), la epidemia casi no se menciona. La entrevemos por momentos, en las caminatas del autor por las calles, cuando de pronto lo sorprende un olor turbio o quiere cruzar una acera y no puede porque hay cadáveres que la bloquean. Daniel Defoe tenía seis años por entonces y 62 cuando escribió el Diario del año de la peste (1722), donde la enfermedad y la reclusión son omnipresentes. Pepys, que la vivió en la adultez, la elude; Defoe, que la vivió de niño, la presenta como el gran acontecimiento traumático de su vida. Décadas más tarde, cuando la hermana de Thomas de Quincey murió víctima de una epidemia de meningitis, y De Quincey, niño también, vio su cadáver, tendido en soledad sobre una cama donde un médico acababa de hacerle una autopsia, se desató en él una depresión traumática que atravesó toda su obra adulta. No lo traumó tanto el cadáver en sí como la soledad del cadáver y el horror de la epidemia. Los adultos tienen armas para defenderse de la soledad que los niños no han desarrollado aún. La generación que está viviendo la pandemia en su infancia quedará marcada por ella. Todo hace pensar tal cosa. La idea de la nueva normalidad es una falacia: por definición, un suceso traumático nunca se normaliza.

La literatura nos ha proveído de innumerables ejemplos de extrema soledad: Robinson Crusoe abandonado en una isla frente a las costas de Chile; los deshumanizados sobrevivientes de la cárcel en El Apando de José Revueltas; los internos del asilo mental de La Castañeda en el libro de Cristina Rivera Garza; el personaje de Vargas Llosa que se asila del mundo y cruza el Amazonas en una barca camino a un leprosorio para abandonar la sociedad; las monjas de María de Zayas que se recluyen en celdas para liberarse del poder patriarcal (que a su vez las empareda en los muros); los místicos y las místicas de la contrarreforma española que en otras celdas se flagelan para ver el rostro de Dios; el bibliotecario ciego que atraviesa por décadas los pasadizos de la Biblioteca de Babel sin cruzarse nunca en su camino con otro; los eremitas que se entierran en una caverna para otear su propio espíritu en las novelas del gótico sureño del Mississippi; las hileras de obreros de fábricas que, hombro con hombro, alienados del mundo y de sí mismos, son incapaces de entrar en contacto con los obreros que están a su lado en las novelas del realismo socialista ruso. Nosotros ya leímos esos libros como historias excepcionales, e hicimos nuestro esfuerzo por colocarnos en el lugar deshumanizado del recluso, pero eso fue un ejercicio de la imaginación y esos reclusos fueron un otro para nosotros, diferente de nosotros. Los niños de hoy que lean esos libros mañana sabrán que la experiencia recogida en sus páginas ya no es excepcional, sino un hecho conocido por todos o casi todos, y que la soledad, además, puede ser un hecho colectivo: que existe la soledad de masas.

Un famoso relato de Borges, “Las ruinas circulares”, cuenta la historia de un mago que desembarca al pie de un templo destruido en cuyo interior se queda a vivir en completa soledad y a tratar de inventar, con el poder de su mente y de sus sueños, a otro ser humano. Cuando por fin lo consigue, la criatura inventada sube a un bote y viaja río arriba hasta desembarcar en otra ruina donde repite todo lo que su “padre” ha hecho: él también es un mago y su “padre” ha de ser una criatura soñada por otro “padre” anterior. Es una fábula que tiene mil interpretaciones, pero en estos tiempos se vuelve una parábola de la soledad, de la historia humana como una cadena inacabable de sueños y soledades: cada uno de esos magos es una generación de la humanidad, engendrando la siguiente para desaparecer, y esa siguiente también habrá de desaparecer. Pero la humanidad continúa.

Durante el año que lleva la pandemia, Giorgio Agamben, empecinado en estudiarla desde el marco de su propio discurso sobre el estado de excepción y la manera en que las sociedades modernas infringen los derechos del individuo para inmiscuirse en su vida cotidiana y gobernarlo mejor —como en un ejercicio foucaultiano de biopolítica, un control político del cuerpo individual y del cuerpo colectivo—, ha denunciado las leyes de confinamiento, las cuarentenas, las prohibiciones de libre circulación, las ordenanzas de distanciamiento social, en las que ve un ejemplo extremo del ejercicio de ese poder estatal. No cabe sino rechazar esa suerte de vano redoblar la apuesta de Agamben a favor de su propia teoría, incluso ante la evidencia de la muerte indiscriminada: debemos asumir que esas medidas, aunque sean la demostración de una forma de control que reduce al individuo a aislarse, a renunciar a su vida social para convertirse en un ser solitario, han salvado cientos de miles o millones de vidas. Pero los diecinueve artículos que Agamben ha publicado sobre el tema tienen al menos un punto digno de consideración: la idea de que el ser humano no debería renunciar nunca a su calidad de ser social. La ironía es que la defensa de la libertad individual de Agamben acaba por proponer como esencial en la naturaleza del ser humano su carácter comunal, pero, en las especulaciones que construye en ese camino, renuncia a defender la vida del ser humano.

Es, sin embargo, otro el libro de Agamben que me viene a la memoria cuando pienso en los efectos de la pandemia sobre nuestra nueva forma de soledad: un opúsculo publicado en 2018, antes de la era de la covid, con un título que involucra una de las preguntas clave de la historia de la filosofía: ¿Qué es lo real? En ese pequeño libro, Agamben cuenta la historia de Ettore Majorana, un célebre físico italiano, precursor de la mecánica cuántica, que de alguna forma misteriosa desapareció en marzo de 1938, tras abordar un barco del que, al parecer, nunca bajó. Las notas de sus últimos cuadernos no parecen anunciar ninguna intención suicida, pero contienen otra cosa que Agamben señala: las especulaciones de Majorana acerca de cierto rumbo peculiar que estaba tomando la física de su tiempo. Se había descubierto ya, en tiempos de Majorana, que ciertas partículas, ciertos átomos, en verdad cualquier átomo, puede teóricamente asumir cualquier posición en el espacio y tener cualquier dimensión, sólo hasta el momento en el que el físico lo mide. A partir de entonces, la partícula sólo puede tener las dimensiones y la posición que son resultado de la medición; sin embargo, sabemos que asumir eso es darle más importancia al cálculo que a la realidad misma: si preferimos lo calculado, descartamos lo real. Agamben se formula entonces la pregunta del título de su libro: ¿qué es lo real? Una opción es decir que lo real es lo medido, pero eso está negado desde el principio: lo real es distinto de lo medido. Otra opción es asumir que lo real es lo que no calculamos, pero entonces lo real es inmensurable. Si al medir la realidad la destruimos, dice Agamben, entonces la única manera de preservarla es librarla de la medición. ¿Cómo es posible? Agamben supone que la única forma en que la realidad puede seguir existiendo es con su desaparición, porque si desaparece nunca podrá ser reemplazada por nuestro cálculo. Entonces, como un elegante escritor de misterios policiales, Agamben regresa sobre ese dato raro en la biografía de Majorana: Majorana desapareció de la faz de la Tierra días después de anotar esas cosas en su diario. No anunció su suicidio, pero sí dejó una pista: iba a desaparecer para seguir siendo real. El Majorana de Agamben puede ser el personaje más solitario de la literatura universal: solitario porque es el único preservado adrede en la realidad al abstenerse de ser parte del mundo de lo visible, lo inteligible, lo medible, lo calculable.

Los demás, en cambio, tenemos que afirmar nuestra realidad en la compañía, pero, de alguna forma, el último año nos ha transformado un poco en el Majorana que imagina Agamben: todos hemos desaparecido de algún modo y ésa ha sido, por un tiempo, nuestra forma de ser reales. Pasamos las últimas décadas asumiendo que la tecnología nos ha aproximado de maneras antes inimaginables, sólo para descubrir ahora que, desde las pesadillas de la Edad Media y del Renacimiento y la Ilustración, nos siguen persiguiendo la peste, el virus, el contagio, y que esa simple realidad de nuestro ser humanos, perecibles, a punto de necesitar encerrarnos para protegernos de la extinción, no la suplementa ni la reemplaza la comunicación tecnológica, que en nada se parece a la simple presencia de un cuerpo junto al nuestro. Y en ese descubrimiento es donde debería surgir la empatía del futuro: hoy que todos o casi todos sabemos lo que significa ser el náufrago en la isla solitaria, el preso sin culpa, el desterrado arbitrariamente, el impedido de viajar, el recluido, pero también el paria, el rechazado; hoy que todos hemos sentido la mirada del que nos teme porque podemos contagiarlo y que todos hemos visto a alguien más como una posible fuente de contagio, deberíamos ser más capaces de ponernos en los pies del estigmatizado y del perseguido, del que es temido o expulsado por ser quien es y, aún más, sólo por ser. Es imposible predecir que eso ocurrirá: la humanidad suele encontrar maneras de prescindir de las enseñanzas más obvias, las más patentes, las sufridas en carne propia. El hecho de que esta vez la experiencia haya sido global en el tiempo y el espacio nos permite abrigar la esperanza de que la lección no sea desoída, al menos no por entero. Y entonces todos podremos ser los magos de Borges, dispuestos a desempeñar nuestro papel en la continua recreación de la humanidad, aunque ese papel sea transitorio: la clave está en aprender a imaginar al otro, como el mago borgeano.◊

 


 

* Es novelista. Ha sido profesor visitante en Stanford y es profesor asociado en Bowdoin College, Estados Unidos. Sus intereses de investigación giran en torno a la literatura contemporánea andina y del Cono Sur, así como a la historia política e intelectual de América Latina en el siglo xx. Es autor de las novelas El anticuario y Vivir abajo.