Sobre las ilustraciones | Núm. 16

 


 

El hombre es un bípedo inquieto incapaz de guardar un secreto: así lo define Neil Degrasse Tyson en la nueva versión de la serie Cosmos. Cuando se aburre, se mueve, viaja, y al viajar —continúa Degrasse— lleva consigo productos preciosos para intercambiar por ideas suculentas. Lo ignora, pero está a punto de provocar una epidemia —y no sólo de bienes y conceptos—, pues con él también acostumbran trasladarse sus bichos y sus enfermedades. Junto con la fiebre por las especias, la ruta de la seda trajo la peste; la del Atlántico, el cristianismo y la viruela. Globalizar significa contagiar, provocar pandemias.

Por esto, era sólo cuestión de tiempo que otro virus nos tomara por sorpresa. Y lo hizo a principios del año 2020. Los médicos, sin idea de qué era aquello a lo que se enfrentaban, no tuvieron más opción que repetir la añeja recomendación que daba Hipócrates a cada uno de sus pacientes: “Vete rápido, vete lejos, y tarda en regresar”. Pero en el seno de una globalización total no hay un lejos. Lo más cercano a lejos es adentro, tras los muros del claustro, y, al igual que los personajes de Bocaccio, nos encerramos para contar historias y observar por mínimas ventanas cómo transitaba la peste allá afuera, mientras nuestros amigos, como los de aquellos en el siglo xiv, caían por racimos.

Joaquín Berruecos hizo puntual caso a los médicos: se exilió en su casa. De repente, el tiempo se le hizo largo, tanto que le sobraba como para detenerse en esos pequeños detalles de la realidad que, con sólo descubrirlos, la vuelven sorprendente. Cierto: por las pantallas de su celular, de la televisión y la computadora atestiguaba cómo el virus ejercía su oficio con maestría, pero había otra ventana que le llamaba poderosamente la atención: la de su baño, en la segunda planta, un pequeño resquicio a través del cual podía asomarse al amanecer.

El panorama parecía trivial: un Rotoplas de mil litros (uno de esos tinacos que tuvieron el acierto de tornar nuestras azoteas de un triste color asbesto a un negro fúnebre), un ciprés aún joven, antenas televisivas, las nubes de la mañana y el Sol apenas saliendo por el horizonte. Nada más. Pero siguiendo el destino al cual lo había condenado la pandemia, Berruecos fijó la mirada ahí, en la ventana, una y otra vez, y decidió también que su mirada quedara fija: cada día, a la misma hora, tomó una fotografía. El resultado fue sorprendente: una crónica de tres formas del agua —agua sombría, agua vegetal y agua libre— bajo los múltiples trabajos de la luz niña.

Hoy, como buen bípedo inquieto, incapaz de guardar un secreto, Joaquín Berruecos nos viene a chismear este relato acuático que hiló durante meses a través de su ventana indiscreta.

Jordi Arenas