Sobre la individualidad

 

EVELINA GIL*

 


 

Monólogos compartidos. Las plegarias.
Francisco Torres Córdova.
México, Ediciones Sin Nombre, 2021, 78 pp.

 

Empatía, alada virtud. Existen una y mil explicaciones, científicas, psicológicas y religiosas, para desembrollar este sentimiento de identificación con los demás, teorías respecto a su ausencia en seres que sencillamente no saben cómo manifestarla, encauzarla o transmitirla. No hace mucho se hablaba de “células espejo”, bonita pero fallida teoría. En el territorio clínico, es posible entrenarse en la capacidad de empatizar… o de aparentar que se empatiza, que el terapeuta haga sentir al paciente que lo entiende mejor que nadie, a pesar de que la profunda comprensión del otro no garantiza que ésta vaya acompañada de sentimientos o emociones que permitan devolver el reflejo de los otros. Nadie mejor para leer a los demás que los psicópatas.

Tras la lectura de Monólogos compartidos. Las plegarias, concluyo que su autor, Francisco Torres Córdova (Ciudad de México, 1956), posee una sensibilidad que va más allá de “ponerse en los zapatos” de sus actores. Es, al mismo tiempo, capaz de guardar prudente distancia para frenar su precipitación al patetismo, a la autocompasión o, peor aún, a la compasión introyectada; los hablantes mantienen casi intacta la dignidad, incluso si ésta supervive a sus propios huesos. Pero no se confunda el lector.

No se trata de una colección de relatos, sino de deslumbrantes ejercicios de prosa poética cuya premisa parece la de otorgar una voz a quienes nunca la han tenido, o a quienes la han perdido. Más aún: el autor impregna de belleza discursiva, nada hueca, circunstancias que no pueden estar más lejos del lenguaje mismo, constatando que nada le es ajeno a la poesía; es, precisamente, en las situaciones más aberrantes, brutales, anómalas y míseras donde las palabras se reorganizan con la beligerancia de un ejército resuelto a inmolarse.

Francisco Torres Córdova estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la unam, pero terminó siendo traductor de poesía griega contemporánea (Odysseas Elytis, Yorgos Seferis, Nikos Engonópoulos…). Además de su cualidad empática, es muy probable que Torres Córdova esté calado por el estigio liquen de este país otrora glorioso y actualmente inmerso en todo tipo de crisis (con todo y la perturbadora singularidad de un par de sus directores de cine). Su prosa poética, trágica y en sordina, ditirambos arrancados a jirones, más allá de lo que dice, está tejida en la mórbida luminosidad de la antigua melancolía, pero mueve mucho más a la reflexión, incluso a la indignación, que a la tristeza. Los múltiples personajes que, a través de su elocuencia orquestal, definen prototipos, sacan a relucir lo mejor de sí mismos —aunque “lo mejor” sea, a veces, la simplicidad del ser indefenso— y, en cierta forma, acaso moral, derrotan a quienes han avasallado su condición humana, ya sea a través del secuestro, la violación, el asesinato o, incluso, el mero sentimiento de superioridad. Torres Córdova se decanta totalmente por las víctimas, pero no se permite sublimarlas, ni siquiera a través del martirio. Los hablantes son inclementemente perseguidos por palabras que desconocen, simultáneamente traspasados y saeteados por éstas, que no dan tregua al resuello ni al acallamiento.

Habitantes, más que personajes: el anciano, el indigente, el migrante, el refugiado, la mujer forzada, la mujer asesinada, el desaparecido, el niño de la calle, el niño robado, el niño de la deuda (el esclavo), el niño de las armas (el sicario), el adicto, la anoréxica, el obeso, el (dis)capacitado, el árbol, la ballena azul, septiembre de 2017, los solos, el viejo pepenador, el enfermo terminal, el futuro. Se trata, en su mayoría, de seres vivos, invisibles algunos, en especial aquéllos cuya presencia nos recuerda que no somos salvos ni exentos. Voces se cuelan por fechas y tiempos, las de aquellos que comparten experiencias, miedos o plegarias simultáneas sin siquiera conocerse. La intensidad dramática con la que están elaborados estos monólogos y plegarias, aunque no sea clara la intención —la poesía descuella, condecora sus orillas—, tiene ecos de tragedia griega. A través de la más estática soledad se vislumbran las sombras de un coro doliente que se contorsiona a la manera del butoh japonés. Schlegel, citado por Nietzsche, afirmaba que el coro es el espectador ideal de la tragedia porque representa la pérdida de la individualidad, posible intervalo en este gran tejido. ¿Será ésta, así como la sonora cadencia de sus párrafos, la razón por la que los monólogos están entreverados de múltiples voces, cuyos personajes se diluyen en la experiencia?: “en la vasta extranjería que me asedia, mi contorno es sólo sombra de sospecha, mis manos son mi prenda, su lúcida fuerza primigenia mi única divisa en el amplio basurero de tareas que deja a la intemperie el mundo satisfecho y su opulencia” (“Del migrante”).

Las múltiples formas de desgracia abordadas en Monólogos compartidos. Las plegarias van desde el lamento post mortem de la mujer asesinada sin motivo (ser mujer: motivo suficiente) o del estudiante —qué importan sexo o vocación— por cuyas costillas se cuela la tierra, vuelto raíz tirada desde abajo… pasando por esa otra mujer a quien el silencio impuesto por la vergüenza del abuso cotidiano convierte en un ser descolorido que deambula apretando los labios; o el niño que no comprende qué fuerza misteriosa lo ha apartado de sus padres… hasta otra gran silenciosa, que es la anoréxica, cuyo reflejo es una alucinación diabólica que no le permite acceder al ábaco de sus costillas. Cómo, Francisco Torres Córdova, es capaz de envolverse en todas esas pieles, de insertarse en todos esos huesos, para hacer que la poesía, más que manifestarse, los atraviese, aguda y elocuente lanza: “confiado a las poleas, argollas y palancas que de día despliegan la tramoya necesaria a los sueños que me sueñan” (“Del [dis]capacitado”). Palabras duras que logran misericordioso efecto, que nos hablan de una total comprensión que evade tanto la autocompasión como el quiebre de quien expone las vísceras con ademán inocuo; no quepa duda de que estamos ante un poeta que, si bien se acomoda mejor con la prosa y no pretende siquiera rozar la narrativa, experimenta de manera espléndida con ancestrales formas de contar historias. Ni más ni menos de eso se trata la poesía milenaria: de transmitir las hazañas y los padecimientos de personajes con los que es posible sentirse identificados. Retornando a Nietzsche: la tragedia no es para lectores ingenuos, ésos que al enredarse en la belleza superflua ven mermada su capacidad de asombro.◊

 


 

* Es narradora y periodista. Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: mención honorífica en el Certamen Nacional de Poesía Anita Pompa de Trujillo, en 1993; Premio Nacional de Periodismo Juvenil Fernando Benítez, en 1994; premio del Concurso del Libro Sonorense, género novela, 1995 y 1996; en género ensayo, en 2006, y en el mismo año el Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta por su libro Sueños de Lot, que fue publicado un años después. Es también autora de las novelas Hombres necios (1996), El suplicio de Adán (1997), Réquiem por una muñeca rota (2000) y Cenotafio de Beatriz (2005). Ha colaborado en diversas publicaciones de circulación nacional como Etcétera, Saberver, Hoja X, Tierra Adentro, Casa del Tiempo, Excélsior, El Universo del Búho y Laberinto.