Sí: aunque sean sicarios, son nuestros niños

 

REBECA BARRIGA VILLANUEVA*

 


 

Nuestros niños sicarios.
Elena Azaola Garrido.
México,
Fontamara
(Doctrina Jurídica Contemporánea, 85),
2020.

 

¿Cómo se reseña la violencia? ¿Cómo se atrapan la impotencia, el dolor y el silencio preñados de rabia? ¿Cómo se teoriza sobre la desesperación y la desigualdad? ¿Cómo se sustenta la muerte pagada? La elocuente frase de Macbeth que elige Elena Azaola como epígrafe para su libro Nuestros niños sicarios tiene la respuesta: “da la palabra al dolor, porque el dolor que no habla: gime en el corazón hasta que se rompe”. Este epígrafe explica el porqué de esta obra que le da la palabra al dolor de jóvenes adolescentes en situación vulnerable. De ahí la dificultad de leerlo sólo desde la razón y la ciencia; sus páginas están tejidas con los robustos hilos del sufrimiento y la injusticia humana, y con voces desesperadas, al límite del paroxismo, siempre bordeando la muerte. En efecto, Nuestros niños sicarios, de Elena Azaola, es un impactante estudio que mueve a la reflexión sobre el destino de un grupo representativo de adolescentes mexicanos, víctimas de las condiciones adversas de una vida de vejaciones y sufrimiento, que los transporta irremisiblemente al mundo de la delincuencia y el crimen. Una de esas sórdidas realidades insoslayables, pero solapadas, que se dan en nuestro país y que solemos no asumir, porque hacerlo significaría entrar en un amenazante laberinto de miedo que conduce a la deshumanización.

Para no romper con el canon, sigo los pasos esperados en una reseña, algunos más pausados por lo relevante de su contenido. El mero índice nos introduce en un espacio inquietante de palabras cuya semántica refiere a la transgresión y el atropello: comportamiento delictivo, violencia, vulnerabilidad, pobreza, delito, crimen organizado, detención, tortura, inocencia, prevención. El índice me remite a la “Bibliografía”, que sirve de sustento a la argumentación del estudio y agudiza esta inquietud al acicatearnos de nuevo, pues no sólo refleja la seriedad académica de Azaola, sino también el interés investigativo en un tema que flagela al mundo, especializado o no. Las ciencias sociales buscan explicaciones, observan, analizan e interpretan, pero distan mucho aún de llenar los recovecos de la realidad humana y su proclividad a la violencia.

El libro se abre con una sucinta y aguda presentación de Luis Raúl González, quien destaca la acertada metodología de Azaola, apoyada, por un lado, en el herramental de las ciencias sociales y, por el otro, en los testimonios de 730 jóvenes de entre 14 y 18 años —casi niños algunos— que constituyen la materia prima de la obra. De hecho, mientras éstos relatan sus vivencias, se olvidan de sí mismos —como afirmaba el sociolingüista Labov— al tiempo que construyen narrativas personales donde fluye su verdadero sentir, meollo para buscar una posible intervención, objetivo final del estudio. En el prólogo, la autora nos ofrece una nítida fotografía de la conformación de su libro, cuya estructura descansa en siete densos capítulos, repartidos en una suerte de balanza de información que busca un difícil equilibrio entre lo objetivo —métodos y técnicas de investigación, encuestas con preguntas cerradas y abiertas para conocer a fondo las condiciones que impelen a la violencia— y lo subjetivo —la maraña de sentimientos negativos y de destrucción que vertebra a los jóvenes entrevistados, elegidos por estar privados de su libertad al haber cometido delitos en condiciones de violencia.

Arranca Azaola su capítulo I haciendo un breve recorrido por las teorías que han dado cuenta de las palabras del índice, convertidas en objeto de estudio, desde el siglo xix hasta nuestros días; sintetiza los principios de las teorías individuales, socioestructurales, de los procesos sociales, de la reacción social y de la más reciente, promisoria y utópica de todas ellas: la del desistimiento, que postula que hacia los 25 años, debido a la madurez psicológica, merced al desarrollo de la temperancia, la perspectiva y la responsabilidad, los jóvenes contendrán sus impulsos y abandonarán el comportamiento delictivo (p. 37). Una audaz apuesta a los cambios cerebrales con sus sinapsis, regiones y conexiones que, desafortunadamente, se podría poner en tela de juicio luego de ir recorriendo las crueldades investigadas en este libro. El indiscutible e irreversible daño físico y emocional causado por experiencias traumáticas que vivieron estos jóvenes seguramente será el obstáculo para el arribo exitoso a la edad del cambio.

Una de estas experiencias, la violencia, ocupa el capítulo II, donde Azaola explora sus orígenes y consecuencias a partir de un modelo ecológico que pone en juego varios factores —individuales, sociales, comunitarios y relacionales— que la potencian y la evidencian descarnadamente. Siguiendo a la especialista Tani Adams, presenta el interjuego que se da entre los factores sociales en la microescala y la macroescala, y sus efectos más salientes: el tráfico de drogas, personas y armas; la desigualdad social, la pobreza y la exclusión social; el comercio ilícito y la cuestionada y sui generis justicia acompañada de sus atributos ineludibles: “injusta, arbitraria, inaceptable, inexistente”. Las consecuencias en los mismos niveles son perturbadoras: soberanía social y poder político, ruptura de las relaciones familiares, falta de empleo, migración, muerte social provocada por la imposibilidad de no participar en el ascenso social, el Estado visto como el enemigo y altos grados de aceptación de la violencia. Lamentablemente, todos estos factores se han potenciado en México en los últimos años y han sido el caldo de cultivo para generar más violencia entre la ciudadanía, en general, y entre los jóvenes, en particular. Prueba de ello son las cifras que nuestra autora acopia de varios informes: Save the Children, las estadísticas de mortalidad juvenil del inegi y la Red por los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes.

Surgen interrogantes ante estas realidades numéricas: ¿tiene rasgos distintivos propios la violencia en México o comulga con los del mundo agitado? ¿Hay algún punto sólido que indique la reinserción positiva de estos chicos en la sociedad luego de los 25 años, cuando finaliza la adolescencia? El panorama ofrecido por Azaola en el capítulo III, “La vulnerabilidad de la adolescencia en México”, no es halagüeño. Nos lleva por el terreno de los datos duros y los reportes del inegi y Save the Children, que muestran que en México 11 millones de adolescentes entre los 14 y 18 años “no disfrutan de sus derechos y libertades fundamentales” y son un grupo excluido “que no se está beneficiando de los progresos en el desarrollo (p. 61). En el capítulo cabalgan, como los metafóricos jinetes del Apocalipsis, los cuatro elementos que mancillan a la juventud: pobreza, educación, empleo y salud. Las estadísticas de unicef, Coneval y del Instituto Nacional Electoral vuelven a ser contundentes en cuanto a las situación de una fracción de jóvenes cuyo destino está marcado por estos elementos que se encadenan uno con otro, encabezados por la pobreza extrema: hambre, desnutrición y, por ende, salud endeble y poco desarrollo cognitivo; falta de educación, que suscita un limitado desarrollo lingüístico y social que, a su vez, desemboca en el vedado acceso a un empleo redituable; y, finalmente, una frágil salud que conlleva el desgano y la pasividad. Surgen nuevas interrogantes: ¿cómo se podría arribar así a los postulados de la teoría del desistimiento? ¿Fallan entonces los postulados de las ciencias sociales?

Los tres capítulos siguientes —“Factores de vulnerabilidad previas al delito” (capítulo IV), “El delito” (capítulo V) y “La detención y el debido proceso” (capítulo VI)— son centrales en el libro porque en ellos resuena la voz de estos niños-jóvenes. Subrayo dos aspectos llamativos: el papel clave que juega el lenguaje, por un lado, y la presencia de la multiculturalidad, tan mal enfrentada por nuestras políticas lingüísticas y tan desconocida y desestimada por la mayoría de la población, por otro. La muestra de niños sicarios de la investigación procede de poco más de la mitad de los estados de la República, pertenecientes buen número de ellos a distintas etnias. Los 730 adolescentes estudiados están presos en 17 estados de nuestro país. Desde Chihuahua hasta Yucatán, atravesando Veracruz, Puebla y el Estado de México, con geografías diversas, situaciones sociales y culturales disímbolas, y lenguas diferentes. Entre los entrevistados hay afrodescendientes y hablantes de chatino, zapoteco, rarámuri (tarahumara), chol, náhuatl, huichol, maya, todos con un bilingüismo muy incipiente que aumenta su fragilidad e impulsa su violencia, como es el caso de Benito, “sumido en una tristeza y un dolor muy profundos”, a quien “nadie le explicó en su lengua por qué lo estaban deteniendo y de qué delito lo acusaban” (pp. 182-183). O Rogelio, hablante de chol, acusado de violación, quien relata: “Yo no entiendo bien el español; por eso no pude explicar todo, y tampoco entendía lo que me decía el abogado ni lo que me decía el juez” (p. 184). Pero hablantes de español o de una lengua mexicana originaria, todos ellos convergen en los mismos destructivos escenarios: el abandono, el homicidio, las drogas, el alcohol, el maltrato, la violación, la escasa escolarización o la abrupta interrupción de ella, el secuestro, la prostitución, el crimen y el castigo.

Los testimonios que nos ofrece Azaola son, por desgracia, abundantes y de muy variada índole; sin embargo, todos encajan dentro de un patrón de impresionante circularidad en las vidas de estos adolescentes: se inicia en la miseria material y se acaba en la miseria espiritual. Una perpetua dualidad entre el bien y el mal, la vida y la muerte, la mentira y la verdad, la confianza y la desconfianza, la repetición y la reparación, el silencio devastador y el grito desquiciante, la inocencia y la malicia. Es una perpetua huida de la casa paterna para llegar a un segundo hogar igualmente hostil donde prevalece la violencia. Aquí ofrezco sólo un puñado de ellos, caracterizados por sus contradicciones:

Victoria sólo estudió la primaria; se salió de su casa y se fue a vivir con unos amigos porque tenía problemas con su familia. El delito por el que la acusaron, tanto a ella como a su madre, fue el homicidio de su novio. Ella lo niega y dice: “Fue su familia, porque nos tenían mucho coraje. Él era muy problemático y me pegaba mucho; por eso no me sentí tan mal de que muriera”. (p. 122)

Lisandro, de 20 años y dos de prisión, dice que “hasta donde tiene conocimiento, su madre es el único familiar que ha estado en prisión. Su padre consumía drogas y ambos padres consumían alcohol frecuentemente, además de marihuana, cocaína, cristal, hongos y pastillas”. Lisandro se inició vendiendo drogas, pero “como me fue bien, me pasaron a secuestrar”. (p. 125)

Capta Azaola con sensibilidad y rigor metodológico y analítico el sorprendente protagonismo de una peculiar inocencia en la construcción del discurso de estos jóvenes. El terror y la tortura motivan una justificación de lo hecho, siempre presente de manera explícita o implícita y siempre entramada con la verdad y la mentira del decir de víctimas y victimarios:

Matías, un afrodescendiente de 17 años que nunca vivió con sus padres, ni los recuerda, ya que pasó su infancia de casa de unos familiares a otros, narra cómo fue acusado de un homicidio que no cometió. Pese a su color oscuro, la persona que lo acusó e identificó lo hizo de noche. Dice que “ese día me fui a trabajar y escuché que mataron a una persona, pero nunca pensé que me iban a mentar a mí… Yo no he podido probar que yo no fui”. Su abogado le dice que no hay nada que hacer y le aconseja que es mejor no declarar, aunque él quisiera decirle al juez que no lo hizo. (p. 186)

“Soy inocente”, afirma un chico poblano. “Yo estaba en mi casa, estaba acostado y tocaron la puerta; pensaba que era cualquier persona, pero entraron los oficiales del Ministerio Público. Me tiraron, me golpearon, me desvistieron… Después me dijeron que confesara y me ahogaron y yo les decía que no fui, pero les tuve que decir que sí porque ya no aguantaba más, entonces me hicieron firmar y me llevaron a los separos”. (p. 188)

Una chica de origen maya relata: “A mí me involucraron porque yo estaba ahí cuando mi exnovio mató a su mamá y a su hermana, pero yo no lo hice… Con la policía me sentí mal porque me tenían esposada y agachada. El abogado no sirvió para nada, no me defendió; pude dar mi testimonio y dijo que no declarara, así que no pude dar mi testimonio ante el juez”. (p. 189)

Una chica de Jalisco dijo: “Un día llegó la policía por mi novio y yo estaba con él. Ahí me enteré de que él se dedicaba al secuestro. La policía me llevó porque decía que yo sabía todo, pero no es cierto”. (p. 189)

En medio de esta danza de descomposición moral y social, donde prevalecen los abandonos, torturas, golpes, amenazas, corrupción, declaraciones forzadas y mentiras fabricadas, es difícil creer que se cumpla con los “debidos procesos” para determinar sentencias justas y reivindicadoras de los derechos de los jóvenes. Esto lleva a Azaola a concluir: “Queda claro que prevalece entre los y las adolescentes la convicción de que su palabra no tiene valor, no fue escuchada y no tuvieron la posibilidad de expresarse en un juicio que se les siguió a pesar de su silencio” (p. 192). Este halo de escepticismo permea el capítulo VII, “La institucionalización y el futuro de los adolescentes”, donde hay un interesante juego analítico de dos temas por igual trascendentales. El primero es los nuevos centros de internamiento para adolescentes, donde se trabaja con la nueva ley de “justicia restaurativa” para adolescentes, con dos rasgos promisorios: el carácter socioeducativo de las medidas de sanción y la reinserción en la familia y la sociedad. El otro tema es un sondeo en las expectativas que los jóvenes tienen para su futuro y para la realización de sus sueños. Los números vuelven a aparecer. Pese al aumento en los porcentajes relacionados con el buen trato, la distribución de los alimentos, los programas de atención y los talleres de capacitación, en los testimonios de los jóvenes no se pierde el tono de reclamo e insatisfacción, la susceptibilidad ante el rechazo e indiferencia de los custodios, la cantidad y calidad de la comida, la falta de socialización por el aislamiento, la insuficiencia de los deportes, el poco apoyo a los padres de los jóvenes indígenas que viven en lugares lejanos o la posibilidad de tener visitas íntimas, todo lo cual incide en su salud mental y en la posibilidad de reincorporarse exitosamente a la sociedad. El discurso de los jóvenes sobre su futuro y sus sueños se teje con un buen porcentaje de hilos positivos ausentes en su pasado: trabajar, estudiar, empezar una nueva vida, estar con la familia y sentirse libres; sorpresivamente, prevalecen en su pensamiento algunos hilos que los enlazan con las experiencias más negativas de su pasado al manifestar querer ser militares, marinos y policías o vender drogas y seguir robando. Sobre los sueños, la mayoría aún los tienen y están fincados en la esperanza de una vida mejor, pero un buen porcentaje ya no se permite tenerlos. Ante la realidad de los hechos cabe preguntarse: ¿cuál de los dos grupos acierta más sobre el porvenir? ¿Cuántos lograrán deshacerse del estigma del pasado o resarcirse de la huella de la injusticia? O ¿cuántos tendrán el destino de Lucio, otro personaje de nuestra autora que salió de la prisión tras 27 años de encarcelamiento injusto? (véase “Radiografía mínima de las cárceles en México”, en Otros Diálogos, núm. 14, enero-marzo, 2021).

En sus conclusiones, Azaola retorna al eje rector de su libro: la violencia multifacética y sus devastadoras consecuencias en medio de un contexto jurídico negligente, inseguro e injusto que vulnera aún más a la juventud: “la mayor parte de las veces, los elementos que los centros de internamiento deben brindarles como lo establece la ley, no les permiten hacerse cargo de su responsabilidad, comprender a fondo su situación y estar en condiciones de reparar los daños físicos y emocionales que han sufrido y han hecho padecer a otros” (p. 227). Y surge otra gran interrogante: ¿es sólo el contexto jurídico el que falla o es toda una sociedad que no asume las consecuencias de la indiferencia, la apatía y la inconsciencia ante una realidad que grita auxilio en todas sus manifestaciones?

Nuestros niños sicarios cierra su análisis con cuatro recomendaciones que giran en torno a la prevención, las políticas públicas, los sistemas de justicia y los derechos humanos. Todas ellas tienen una carga de acciones importantes, entre que las que sobresale la educación, y son la apuesta a un mundo mejor y utópico, donde esa juventud que ha sido marcada pueda “reincorporarse a la sociedad como ciudadanos responsables y respetuosos de las leyes y de las normas que rigen la convivencia social” (p. 240).

La tarea por hacer es ardua y compleja. Habría que sacudir la conciencia de una sociedad temerosa y crítica que demanda y exige, pero que no actúa por miedo, por indiferencia o por cansancio, que difícilmente ve como suyos a los niños sicarios que circundan todos los medios sociales. Al poner en blanco y negro la vulnerabilidad de la juventud, ese utópico “divino tesoro”, transformado en una vasija de asfixiante desolación, Elena Azaola ya cumplió con la suya.◊

         


 * Es lingüista. Se desempeña como profesora-investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Su labor académica se centra, en concreto, en tres líneas de investigación: el desarrollo del lenguaje en los años escolares, las políticas lingüísticas de México y lingüística y educación. Es miembro de la Academia Mexicana de las Ciencias. Ha editado o coordinado, entre muchos otros, el volumen Las narrativas y su impacto en el desarrollo lingüístico infantil (El Colegio de México, 2014).