
01 Oct Setenta años de un clásico
A setenta años de publicarse la primera edición de El laberinto de la soledad, el ensayo de Octavio Paz sigue siendo un texto fundamental y polémico de la tradición literaria mexicana, un texto que hay que leer y releer, y que llama a debatir y a criticar sus ideas en lugar de institucionalizarlas. Anthony Stanton sopesa la importancia de esta obra esencial y su valoración como un clásico moderno.
ANTHONY STANTON*
Desde que se publicó por primera vez en 1950, El laberinto de la soledad se ha establecido como un texto clásico de la literatura mexicana moderna. El primer libro orgánico en prosa de Octavio Paz es una obra maestra escrita a los 35 años. Siempre ha sido su obra más leída (en contraste con sus libros de poesía, que él consideraba más esenciales). Una de las características de los textos clásicos es la capacidad de generar nuevas interpretaciones: en distintos espacios y tiempos, el clásico comunica cosas inéditas a diferentes lectores. Hace tiempo rebasó la cifra mágica de un millón de ejemplares vendidos, sólo en las ediciones publicadas por el Fondo de Cultura Económica en México. Desde su primera aparición y, sobre todo, desde la recepción más amplia que tuvo a partir de la segunda edición revisada, de 1959, El laberinto nunca ha dejado de provocar controversias. Durante décadas, fue una lectura obligatoria en el sistema nacional de educación preparatoria; sin embargo, siempre ha estado rodeado de polémicas y nunca ha gozado de aceptación unánime, a pesar de su estatuto de texto casi sagrado de la cultura nacional. En el peor de los casos, como suele suceder con ensayos sobre la inasible identidad nacional, se ha reducido a un catálogo de clichés, estereotipos y lugares comunes. Este tipo de institucionalización (que neutraliza y domestica la propuesta original) es un fenómeno común: un libro subversivo y transgresor —que cuestiona, desmitifica y deconstruye ideas heredadas— se convierte en una nueva encarnación de aquello que quiso combatir. La operación asegura que sigan vigentes los tópicos de la esencia supuestamente inmutable del alma nacional. La excepción discordante se vuelve así parte inofensiva de la norma conformista. Esta historia de recepción es aleccionadora: muestra que el mito es más poderoso que la crítica.
Un nuevo aniversario constituye otro pretexto para reflexionar sobre la actualidad y la recepción del texto. El primer receptor incómodo fue el propio autor, quien no cesó de intentar reorientar la interpretación de su libro. Sin embargo, con el tiempo tuvo que resignarse, pues se dio cuenta de que un texto literario se define no por las intenciones del autor, sino por el resultado de las sucesivas lecturas que hacen otros, lecturas que con frecuencia van en contra de los designios autorales. Un clásico es siempre imprevisible, sobre todo para el autor que espera que otros lean como él. En el mismo momento el creador lo intuyó: “Todo poema se cumple a expensas del poeta”. Al realizarse la obra, el autor es desplazado por el lector y pierde el monopolio de la interpretación.
Su primer rasgo llamativo es que se trata de un ensayo (o, más bien, un conjunto de ensayos entrelazados) escrito por un mexicano que vivía y trabajaba en París. Desde la distancia, reflexiona sobre su propia identidad y la de sus paisanos, y trata de relacionarlas con la historia de su tierra. Los distintos capítulos hablan sobre la psicología, la lengua, las costumbres, los mitos, las actitudes, las creencias y los prejuicios de los mexicanos. En la segunda parte, este análisis de los rasgos sincrónicos de la cultura mexicana se relaciona con los principales episodios de la historia del país. No es un libro periodístico, sino un ensayo: más que un tratado de psicología u otra formulación de la filosofía de lo mexicano, es una obra literaria que, por su estilo, sus símbolos y su trabazón estructural, aspira a actualizar ciertos mitos clásicos, como el del laberinto o el de Narciso, y a forjar otros nuevos, al mismo tiempo que no cesa de argumentar y cantar para diagnosticar los males y ofrecer curas. El texto habla de “la siempre dudosa originalidad de nuestro carácter” y de “la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional”. No es sorprendente que se haya leído simultáneamente como definición esencialista de la identidad nacional y como negación de esta misma posibilidad de definición. La obra autoriza y tolera ambas lecturas.
El libro tiene una dimensión autobiográfica: el famoso capítulo inicial nace de una experiencia real en California entre 1943 y 1945, lugar donde Paz presencia los motines y la represión de los pachucos, rebeldes que él interpreta como una posibilidad extrema de lo mexicano. También contiene referencias a su experiencia previa durante la Guerra Civil de España en 1937 (“Recuerdo que en España, durante la guerra, tuve la revelación de ‘otro hombre’ y de otra clase de sociedad”). Como ensayo, pertenece a una gran tradición occidental y a su derivación hispanoamericana, inaugurada por Sarmiento en Facundo (1845) y puesta de relieve por sus precursores locales en México: Henríquez Ureña, Reyes, Guzmán, Caso y Vasconcelos en el Ateneo de la Juventud; Villaurrutia, Cuesta y Ramos entre los Contemporáneos.
Un libro, concebido y escrito por un viajero en un exilio voluntario, tiene como tema central una especie de exilio histórico y metafísico llamado “soledad”, la condición más elemental y primaria del ser humano. La soledad recibe varios nombres en el texto: desamparo, extrañeza, separación, exclusión y alienación. Y su contrario, la comunión, se manifiesta en el amor, la amistad, la fraternidad, la reconciliación, la fiesta y la revolución. La obra puede imaginarse como un viaje de iniciación, personal y colectivo, en busca del autoconocimiento (ver el rostro detrás de la máscara). Uno viaja para conocer, pero también para conocerse. En un nivel simbólico, los temas y la estructura revelan una relación paralela con la biografía del autor. Desde el principio, las reflexiones se presentan como producto de la experiencia directa, en lugar de ser sólo interpretaciones de libros previos sobre el mismo tema. Muchas oraciones comienzan con la frase “Recuerdo que…” o incluso con una fórmula directamente autobiográfica como: “Cuando llegué a los Estados Unidos…”. Se plasma la prioridad de la vida sobre la escritura. Es decir: esta meditación sobre la historia, la cultura y la identidad de México es, antes que nada, la reflexión autobiográfica que hace un sujeto que se interroga sobre su propia identidad personal, que parece moverse constantemente entre dos extremos: del nacionalismo y del universalismo, de la soledad y de la comunión.
Este libro, tan repleto de oposiciones binarias, fue escrito años antes del auge del estructuralismo francés. En las concepciones teóricas del ensayo de Paz se perciben no sólo las influencias de Marx y de Freud, sino también la de Nietzsche, el crítico de la moral dominante, el pensador que en sus análisis históricos y lingüísticos busca revelar lo que está oculto detrás de las máscaras inauténticas de la moral convencional.
Como en muchos grandes ensayos literarios, los deslindes disciplinarios son cuestionados por una práctica libre, impura y nomádica. Se toman prestados conceptos y líneas argumentales de varias disciplinas: filosofía, ética, política, psicología, filología, historia, antropología, sociología, economía, religión, poesía, artes plásticas… El ensayo literario tiene esa capacidad de metamorfosis: atraviesa y se alimenta de distintos campos del saber y termina por diluir o reconfigurar las distinciones entre ellos. La naturaleza única y poética del ensayo de Paz confundió o disgustó a muchos porque cuestionó la autonomía y los derechos gremiales de las disciplinas establecidas. El ensayista es siempre un intruso porque pisa terrenos que los “especialistas” consideran su propiedad exclusiva. Pero este ensayo es obra de un poeta: el vertiginoso movimiento conceptual y la pluralidad estilística del texto siempre están anclados y centrados por la radiante imagen poética.
Otros malentendidos provienen de la inestabilidad de la fuente de enunciación. No hay ninguna estabilidad en la primera persona (del singular o del plural) que produce el discurso. Hay constante movimiento en el punto de vista, rasgo normal del discurso narrativo de la ficción o de los parlamentos teatrales, pero no muy común en el género ensayístico. A veces el narrador-ensayista se identifica con sentimientos universales, otras veces comparte las creencias nacionales de sus compatriotas o de un sector de éstos, pero en otras ocasiones el que habla es el yo personal y subjetivo del autor, que suele encontrarse en oposición directa a sus paisanos, a quienes critica desde la distancia. El punto de vista, que reproduce el mismo movimiento dialéctico entre soledad y comunión, entre el yo y los otros, expresa un axioma de Paz: uno sólo puede conocerse a través del otro.
En la descripción crítica de las actitudes estereotipadas hacia los papeles sexuales y los modelos sociales, hay pasajes sobre el machismo que se han leído ingenuamente: “el ideal de la ‘hombría’ consiste en no ‘rajarse’ nunca. Los que se ‘abren’ son cobardes […] Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su ‘rajada’, herida que jamás cicatriza”. En un pasaje como éste, el ensayista reproduce la voz y el punto de vista del código estereotipado del machismo. Pero no hay que leer con inocencia: la estrategia retórica funciona mediante la reproducción de las creencias reduccionistas. Al hacer explícito lo que era implícito, se cobra conciencia de presupuestos inconscientes. Nombrar estas actitudes es el primer paso para poder criticarlas. Reproducirlas no quiere decir que el autor crea en ellas.
A final de cuentas, el libro plasma el intento imposible de identificar un carácter distintivamente mexicano o una historia exclusivamente nacional en aislamiento de las grandes corrientes universales (la primera edición terminaba con la sentencia: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”). Esto confirmaría la conclusión del ensayo retrospectivo que Paz escribió en 1992 sobre El laberinto: “La enseñanza de la Revolución mexicana se puede cifrar en esta frase: nos buscábamos a nosotros mismos y encontramos a los otros”.
Una de las innovaciones más atrevidas es la inclusión de ejemplos que provienen de la cultura popular (canciones, insultos, albures y coloquialismos) que se colocan al lado de citas de la alta cultura (poesía y filosofía). Se niega a hacer una distinción jerárquica entre “alta” y “baja” culturas: una cita de Hölderlin, Rilke o López Velarde tiene el mismo poder explicativo que un dicho popular, un refrán, la letra de un corrido o la grosería más obscena. Estamos ante un ejercicio de estudios culturales avant la lettre.
Sería absurdo sostener que nada en el libro ha perdido actualidad. Hacia 1950 nadie reflexionaba sobre la diversidad y heterogeneidad cultural de México. Sólo era visible la cultura nacional, reforzada por el mito oficial del mestizaje que unifica la nación. En su época de oro el cine mexicano había difundido estereotipos reconocibles. Hoy es imposible reducir la vasta pluralidad étnica, social, política, económica y cultural a una sola norma unificadora. Otra ausencia en 1950 es la democracia. Hace setenta años se pedía, cuando mucho, una adecuación o reforma del funcionamiento del partido único, no su sustitución por un sistema democrático de auténtica competencia electoral. A partir de la crisis de 1968, Paz sería uno de los primeros en apostar por la transición democrática en un intento de reducir el abismo entre los dos Méxicos, pero en 1950 el horizonte era otro.
Tal vez el punto de mayor intensidad poética es la descripción y celebración de la Revolución de 1910 (sobre todo en su vertiente zapatista). Paz ya había descrito la irrupción del tiempo sagrado y mítico de la fiesta en el capítulo “Todos Santos, Día de Muertos” como un regreso al caos del origen donde todo se reconcilia. Ahora presenta la Revolución como fiesta popular de comunión, epifanía de revelación ontológica del ser de México, reconquista de un pasado oprimido. Esta lectura de la Revolución como explosión espontánea, catarsis violenta, revuelta que conecta con los orígenes, es una de las más apasionadas defensas que se han hecho de la autenticidad del movimiento revolucionario. Es una apología encendida, incluso de los excesos. Hay una fascinación idealizada (y anarquista) con la fase violenta y líquida de la erupción, al mismo tiempo que un terror desencantado ante la petrificación posterior (la Revolución hecha rígido sistema inamovible).
¿Setenta años son muchos o pocos para calibrar el carácter clásico de una obra literaria? Una cosa parece ser evidente: es imposible entender la cultura moderna de México sin tomar en cuenta esta obra poliédrica, inclasificable y transgresora que es El laberinto de la soledad.◊
* ANTHONY STANTON
Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.