Septiembre negro

Los recientes sismos sufridos en México alentaron expresiones de solidaridad que parecían olvidadas, así como discusiones sobre las causas naturales y sociales de estos fenómenos. En la ciudad y entre los estudiosos de las urbes, quedan abiertos nuevos debates sobre los espacios que deben construirse para garantizar a sus habitantes tanto condiciones dignas para vivir como seguridad. He aquí una reflexión inicial al respecto.

 

– VICENTE UGALDE –

 


 

Pies vulnerables (detalle) / Germán Gutiérrez

Los sismos de septiembre sacudieron la capital, así como numerosas ciudades y poblaciones del país. La tragedia despertó los demonios del miedo y estableció una sensación de lasitud y desamparo que rápidamente nos hizo olvidar, aún más en la ciudad, el espejismo envolvente de una vida urbana que se despliega cada vez más a través de la tecnología.

Los sismos dejaron a su paso destrucción y duelo: pérdidas humanas irreparables, patrimonios devastados y destrucción de objetos que vivificaban la memoria de las historias personales de las víctimas. En Otros Diálogos no pudimos, desde luego, estar al margen de esta conmoción colectiva y abrazamos a las víctimas de los sismos ocurridos en lo que recordaremos como un septiembre negro.

Frente a un saldo que no deja de pesarnos, se percibieron expresiones que atenúan la pena: los sismos recordaron discusiones sobre la calidad social o natural de los desastres; mostraron luminosas expresiones de solidaridad y, entonces, de confianza en el futuro; e incluso de un heroísmo que, aunque muchas veces innecesario, testimonia una empatía colectiva que creíamos perdida.

El temblor que afectó Lisboa el 1 de noviembre de 1755, considerado como uno de los más destructivos y mortíferos (se estimaron 30 mil víctimas), suscitó una conocida querella entre Voltaire y Rousseau. Mientras que con el “Poème sur le désastre de Lisbonne” Voltaire lamentó el designio de la providencia, en una dura carta pública Rousseau criticó esa visión con la idea de que era a los hombres a quienes les correspondía prevenir las consecuencias de este tipo de hechos. La tensión entre una visión que ve en los sismos catástrofes estrictamente naturales y la de quienes acusan la dimensión social de éstas, iniciada a propósito del sismo de Lisboa, no tardó en instalarse entre quienes ven en los sismos una impredecible eventualidad de la naturaleza y quienes acusan las decisiones políticas como causantes del estado de vulnerabilidad de las poblaciones. La desecación de la ciudad, la sobreexplotación del acuífero y la hiperconcentración en el valle de México son vistos, en la línea de Rousseau, como elementos que desdibujan la idea de que el del 19 de septiembre fue un desastre exclusivamente natural.

Las horas y los días que siguieron a los dos sismos dejaron ver expresiones repetidas de comunión y empatía. Tan sólo en los barrios centrales de la Ciudad de México, lo que parecían hordas desorganizadas de jóvenes impacientes pronto se convirtió en cadenas de manos que transportaban escombros en una dirección y víveres en otra. Conductores de automóviles y camionetas no dudaban en aceptar la solicitud de transportar a otro sitio siniestrado de la ciudad a voluntariosos jóvenes armados tan sólo de tapabocas y brazos. El deseo de vivir algo similar a lo que escucharon de sus padres, en participar en eso que estaba marcando la historia de una generación, llenó las calles de buenos gestos y de acciones que tanto han faltado en otros momentos y que renuevan nuestra mirada en el futuro.

A prácticamente un mes del segundo sismo, el gobierno estima que los dos eventos generaron 369 muertes, 250 mil personas damnificadas y 180 mil viviendas dañadas en nueve entidades del país. Estas trágicas cifras parecen estar devolviendo importancia a la planificación y a la reglamentación urbanísticas, hasta ahora desdeñadas por una clase política a la que sólo le obsesionan las utilidades del corto plazo. Tan sólo en la Ciudad de México, con 228 vidas perdidas, 38 inmuebles colapsados y 2 500 dañados, asistimos a la recuperación del debate sobre la dimensión técnica pero también social del desarrollo urbano. La necesidad de construir espacios para vivir, trabajar, desplazarse, abastecerse, divertirse, en fin, para construir ciudad, enfrentará el imperativo de garantizar seguridad para los ocupantes de esos espacios. Nunca es buen momento, pero la ocasión para discutir cómo reconstruimos y hasta qué punto estamos dispuestos a tolerar el riesgo está frente a nosotros. La oportunidad para dejar atrás el septiembre negro y retomar otros diálogos sobre nuestras ciudades está en puerta.