Romper la economía del espejo: el trabajo femenino en el presente del arte en México

A lo largo de muchos años, el trabajo artístico de las mujeres ha sido mirado desde un imaginario onírico que no devela sus mutaciones y su complejidad. Sin embargo, la necesidad de asimilar y reconfigurar sus preocupaciones, influencias y deseos ha encontrado un resquicio en la colectividad. En este texto, Fabiola Camacho nos plantea algunos alcances y retos para dejar atrás esta imagen del arte hecho por las mujeres.

 

–FABIOLA CAMACHO*

 


 

Een su análisis e interpretación de la forma-sueño, María Zambrano defiende el constante encuentro entre el mundo onírico y el estado de vigilia, un encuentro donde puede dilatarse nuestro origen, “soñar es ya despertar”. En ese fluir temporal se incorporan aquellos deseos de los que se desprenden las diversas capas de la realidad sobre las que navegamos. Las imágenes desplazadas dentro del sueño contienen el mapa de representaciones que recuperamos del conocimiento adquirido en la propia vigilia: en ellas quedan suspendidas nuestras subjetividades. Quien se mira al espejo no ve en realidad quién es. Más allá de un problema fisiológico —una distrofia óptica como la que nos aqueja a la mayoría de quienes nos dedicamos a registrar las marcas de agua—, resulta un tipo de ilusión cultural. Así como Brodsky registra que el agua es la imagen del tiempo, en realidad todo reflejo, toda condición especular, no hace sino refractar de manera más próxima el contexto a partir del cual se constituye esa imagen.

Son comunes los miedos a tales imágenes; el dolor que se desprende del propio reflejo, sea onírico o del tipo especular, nos orienta a una condición de no querer reconocer la escisión del ver, aquello que Georges Didi-Huberman descubre como la condición ineluctable de lo visible, es decir, duele y nos aterra porque parece que no podemos luchar contra aquello que vemos, porque le hemos otorgado ese poder sostenido en la imagen.1 Si “ver es perder”, ¿qué es en general lo perdido en la construcción cultural de sexo/género?, ¿cuáles han sido las condiciones para que el momento de romper con la imagen del trabajo femenino en el arte se dilatara tanto? Lo que se escapa de la mirada son los casi invisibles mecanismos que sostienen tal condición, invisibles porque son tan comunes que se pierden en la poética de nuestras propias creaciones oníricas. También en la vigilia. Contemporáneamente, la cuestión no es ver que a lo largo de la historia ha existido una invisibilidad hacia la creación artística de las mujeres, pues es un hecho que comienza a ser reemplazado por otra realidad, sino analizar las condiciones políticas, económicas y culturales que en la panorámica vuelven evanescente el trabajo femenino en el arte y, en un segundo momento —lumínico ya de por sí—, observar las maneras en que el feminismo y el arte hecho por mujeres han logrado de diversas formas romper con el ethos masculino.

Dentro de la producción de subjetividades, incluidas las imágenes que acompañan la vida nocturna del sueño, se encuentra suspendida la economía, vista como un sistema de producción y regulación de gasto y ahorro. Escapa a nuestra conciencia porque formula un mecanismo de opacidad que no permite que la detectemos, cuando en general en ella recae buena parte de la creación del sistema de valores que nos constituyen. Por ejemplo, el hada del hogar es una imagen que condensa los hilos y costuras que el sistema económico ha sabido hilar de manera delicada y constante para representar el lugar que ocupa la mujer en la división del trabajo, pero también la cuestión de que este ser fantástico, perfecto para el imaginario heteropatriarcal, constituye un cuerpo sin deseos de ninguna clase; acaso el único que le es otorgado es el del bienestar para los demás, pero, como lo retrata la sagacidad de Virginia Woolf, en ella simplemente no existen ni siquiera las ganas de reclamar un tiempo de descanso. El trabajo queda invisibilizado porque no cuenta dentro de la constitución del capital. A pesar de su perfección, esta hada no cubre las horas hombre porque, además de no serlo, el espacio doméstico que cohabita no le pertenece, no ha pagado el precio. Su lugar mágicamente queda borrado por el vapor de la fábrica que provee todo aquello que durante la tarde se ha esmerado en cocinar. De ahí que décadas más tarde la antropología y las ciencias sociales se hayan dado a la tarea de comprender cómo opera el sistema sexo/género. Se trata entonces de un dilema político y económico donde la opresión sexual y los espacios producen una serie de imágenes que orientan nuestras actividades, incluso dentro del trabajo artístico.

Básicamente, la situación plantea que el problema tiene que ver con la diferencia sexual, sobre todo si los papeles sexuales se encuentran determinados biológicamente, porque ¿hasta dónde es posible romper con tales condiciones que de manera continua establecen una desigualdad social? La antropóloga estadounidense Gayle Rubin descubre que el punto de quiebre se encuentra justo en la condición naturaleza/cultura, por lo que el sistema sexo/género será la pauta desde donde cada cultura formulará su propia forma de organización de acuerdo con las convenciones sociales, es decir, lo que cuenta es el cómo se determina culturalmente el sexo.2 No en vano las ideas de Rubin se han vuelto clásicas en la teoría feminista, puesto que, si la cultura marca a los sexos con el género y éste mismo plantea un imaginario, resulta prudente plantearnos de qué manera afecta esto a la producción artística, cuando ella misma produce subjetividades.

Pero las brujas también tienen su lugar dentro de la narrativa, porque si ver es perder, seguramente existen otras formas de destruir el encanto de las hadas. Como bien lo precisa Marta Lamas, “la categoría género permite delimitar con mayor claridad y precisión cómo la diferencia cobra la dimensión de la desigualdad”: si lo que se ha perdido hasta la segunda mitad del siglo xx es la imagen de las mujeres con todo y sus deseos —lo que encubre la desigualdad—, no hay más que producir y visibilizar nuestros cuerpos deseantes. Heléne Cixous ha planteado un cambio de paradigma, incluso desde Freud, en el sentido de ver esa pérdida como una ganancia al preguntarnos: ¿qué es lo que hemos perdido?, ¿qué es lo que nosotras queremos?, “¿qué es el goce femenino, dónde tiene lugar, cómo se escribe a nivel de su cuerpo, de su inconsciente?”.3 Estas preguntas abren una apuesta que nace desde el cuerpo y el inconsciente para franquear la desigualdad que plantea el capital y la economía de la mirada, posicionada desde el poder del falo, por lo que “los hombres sólo se estructuran empenéndose”. Cixous ofrece una respuesta concreta ante tal politización del cuerpo: con la economía libidinal femenina logra descolocar e invertir el deseo falocéntrico de ver y cómo quiere ser visto por el hada dormilona que, al mismo tiempo, es la “madre del eterno masculino”. Al escribirse a sí misma, y repasar los miedos y deseos, logra admitir que, si bien es irrepresentable el sexo femenino, porque cada vida y cuerpo es distinto, por eso mismo es importante reconocer que, dentro de cada subjetividad, el perder es una posibilidad de ganancia, pues encausa el deseo de un cuerpo sin fin, “sin extremidad, sin partes principales, si ella es una totalidad es una totalidad compuesta de partes que son totalidades, no simples objetos parciales, sino conjunto móvil y cambiante”, y ese cambio, que de ninguna forma niega incluso su propia condición biológica, logra romper deliberadamente el espejo pétreo del eterno masculino sobre las mujeres.

El cómo opera esta imagen dentro del contexto del arte femenino en México es en realidad muy cercano al mecanismo expuesto por Cixous. En general, cada una de las luchas feministas y de reivindicación del trabajo femenino en el arte alrededor del mundo contienen puntos similares en las demandas, pero de regreso al problema que plantea la imagen onírica, el contexto a partir del cual se crean las subjetividades visibiliza sus propias marcas dentro del océano de representaciones.

Desde luego que el trabajo femenino en el arte de la primera mitad del siglo xx mexicano tiene mujeres que prácticamente son vistas como las precursoras sobre las que se sostuvieron los procesos posteriores al cambio que se vive en nuestro país a partir del movimiento estudiantil de 1968 y la guerra sucia durante la década de los setenta. Como lo menciona Mónica Mayer, “nuestras precursoras fueron Frida Kahlo, María Izquierdo, Olga Costa, Cordelia Urueta, Kathy Horna, Lola Álvarez Bravo y Remedios Varo. Aunque ninguna de ellas se consideró artista feminista —ya que el concepto no existía siquiera—, su lucha como artistas y mujeres fue muy importante para nosotras”.4 Al igual que en el resto del mundo, la década de los setenta fue un camino donde las mujeres mexicanas comenzaron la punta de quiebre: de manera colectiva generarán décadas de mala suerte para el heteropatriarcado. Será en 1975 el momento donde las voces encuentran su cauce a través de la celebración del Año Internacional de la Mujer, pues servirá como dispositivo para corporizar el feminismo dentro del arte, extendido a la vez en diversos eventos, como el Primer Simposio Mexicano Centroamericano de Investigación sobre la Mujer, así como diversas exposiciones en el Museo de Arte Moderno y el Carrillo Gil. Como bien lo sitúa Cixous, la cuestión respecto a la escritura femenina —a la creación en sí— es comprender que, en su voz, en su apropiación de la experiencia de vida y del dolor de la pérdida, se encuentra el traspasar los límites: las fronteras que, al mismo tiempo, “arrastra su historia en la historia”, y esa voz vibrante que al mismo tiempo logra alentar al resto de mujeres que desean. Como lo ha expresado Gladys Villegas, en esas primeras exposiciones de arte feminista mexicano fue posible ver los elementos representativos del movimiento, como la colaboración y la práctica de compartir sus experiencias de manera colectiva. A partir de ese momento y en conjunto con el proceso de la época de los grupos, a partir de la década de los setenta —sobre todo en la ahora Ciudad de México—, muchas artistas formaron estructuras colectivas que comenzaron a crear el cuerpo político, una corporeidad con cabeza de Medusa que muestra una sonrisa seguramente inquietante para el heteropatriarcado. Es la imagen que ha salido del sueño al tiempo de vigilia.

Las siguientes dos décadas serán fundamentales para comprender el presente del arte contemporáneo mexicano, pero, sobre todo, la manera en que el trabajo femenino sustenta sus propias narrativas, formas de organización y también faltas. Como bien lo indicó Cuauhtémoc Medina hace dos décadas a propósito de la exposición “Acné o el nuevo contrato social ilustrado”, lo importante de esas obras —y en general del resto del arte contemporáneo mexicano— es que éstas ya tienen un sentido que le permite cuestionar incluso el sistema social. Esto viene a cuento para comprender lo que sucedió a partir de momentos tan interesantes para la historia del arte contemporáneo mexicano, como lo fue la creación de espacios-islas en la ciudad, tales como Licenciado Verdad, del cual ve la luz el trabajo de Malanie Smith, Silvia Gruener y Lorna Scott, donde las obras abrían otras posibilidades ya no de representación, sino de incorporación de elementos de la vida cotidiana hacia la práctica artística. Sin embargo, de alguna forma y con el paso de los años, se desdibujó el trabajo feminista como forma de organización dentro de la compleja estructura que supone el campo artístico contemporáneo. El trabajo de artistas como Mónica Mayer, Maris Bustamante, Polvo de gallina negra, Las tlacuilas y el posterior trabajo de Karen Cordero como curadora e investigadora representa espacios de performatividad y visibilización de la experiencia vital como transcendencia en la práctica política desde el arte, sin que esto anule la posibilidad de que en estos momentos se estén creando otras formas y espacios de reivindicación feminista. Las actuales generaciones de estudiantes de las carreras de arte e historia del arte y de artistas se encuentran trabajando en torno a los fenómenos ligados con los derechos reproductivos, la violencia de género, los feminicidios y las diversas laceraciones que el cuerpo de la Medusa presenta cada minuto en nuestro país. A su vez, también proponen otras corporalidades que enriquecen la experiencia del trabajo colectivo o individual. Conviene acercarnos a iniciativas como prras, nombre del colectivo creado por Macarena Guerrero y Vivian Abenshushan con el fin de destacar el trabajo de las mujeres en el campo del arte y cuya convocatoria abierta promovía el envío de cartas de mujeres que se dedican al arte, la escritura o la gestión cultural destinadas a otras mujeres artistas. Tal es el caso de la poeta y editora Ytzel Maya, quien escribió su carta a la escritora y artista visual Verónica Gerber:

 

Decidí escribirle una carta en forma de plano cartesiano a Verónica Gerber porque hay algo de su trabajo que empata con el mío, por la misma razón es una artista y escritora que sigo con mucho ahínco. El trabajo de Verónica me hizo ver la literatura y las imágenes de otra manera, como un conjunto. De ella aprendí (y sigo aprendiendo) sobre las intersecciones en los soportes textuales y visuales; en consecuencia, que lo que está en el lenguaje nunca está suelto. Escribirle a Verónica a partir del plano y de las coordenadas que colindan en el centro es un ejercicio de ensayo, pero también de reconocimiento.5

 

El producto final, además de una exposición de piezas e instalaciones, fue la publicación de tales cartas en formato de un libro editado de manera horizontal y colectiva. Así, prras no hace otra cosa que romper la estructura económica y política del arte contemporáneo en México, el mismo que espera saber a quién se le dará el premio de adquisición de la casa tequilera 1800. La vigía ha comenzado, la Medusa no hace sino gozar. ◊

 


1 Cfr. Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira, España, Ed. Manantial, 2002.

2 Cfr. Gayle Rubin, “El tráfico de mujeres”, en Marta Lamas (comp.), El género. La construcción cultural de la diferencia sexual, México, unam-pueg/Miguel Ángel Porrúa, 1996, pp. 40-43.

3 Cfr. Hélene Cixous, La risa de la medusa, Barcelona, Anthropos/Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995.

4 Cfr. Gladys Villegas Morales, La imagen femenina en artistas mexicanas contemporáneas, México, Universidad Veracruzana, 2006, p. 74.

5 Fragmento de una conversación hecha a través de mails el 7 de febrero de 2018 entre la escritora Ytzel Maya y la autora.

 


* FABIOLA CAMACHO
Es ensayista y estudiante del Doctorado en Sociología del Arte de la Universidad Autónoma Metropolitana.