
01 Oct Reflexiones sobre el bicentenario de la independencia: en pos de una historia pública crítica
En el contexto del bicentenario de la Independencia de México, Roberto Breña evalúa las interpretaciones que la historiografía ha hecho de la fase final de este proceso y aboga por un acercamiento al tema alejado de simplificaciones, maniqueísmo e ideologización.
ROBERTO BREÑA*
A mi querido amigo Enrique Florescano, autor, entre otros muchos libros, de La función social de la historia, al que animan varias de las preocupaciones que animan también este ensayo.
Gran parte del valor de la historia pública crítica está en el sentido de tensión intelectual que transmite. Mientras más comuniquemos a un público no especialista este tipo de historia, más se hará manifiesto que el mérito de la historia reside más en abrir cuestiones que en cerrarlas, en revelar opciones en lugar de insistir en respuestas.
El modelo no es el del intelectual público pronunciándose sobre cualquiera y todos los temas del día, sino el del académico que comparte con el público su conocimiento especializado.
John Tosh, Why History Matters
A estas alturas (más aún en el contexto posbicentenario en el que aparecerán estas líneas), resulta realmente difícil decir algo nuevo sobre la Independencia de México. En este ensayo historiográfico intentaré, sin embargo, poner algunos temas sobre la mesa de discusión que a mí me parecen novedosos, al menos en la manera de abordarlos. Los dos primeros giran en torno a cuestiones terminológicas. Hay historiadores que consideran que estas discusiones son puramente nominales, excesivamente teóricas y que, en esa medida, no hacen avanzar el conocimiento histórico. Difiero por completo con esta visión. Como la historia intelectual de las últimas décadas ha planteado de diversas maneras, los historiadores deben ser muy cuidadosos con los términos, los conceptos y las categorías que emplean y aplican en su quehacer académico. En la primera parte del ensayo me detendré en dos expresiones o conceptos que, me parece, vale la pena someter a debate, no sólo por las implicaciones que tienen, sino también por los presupuestos que, con frecuencia, parecen asumir de manera acrítica. Me refiero a dos expresiones que son muy comunes cuando se estudia la etapa final de la Independencia de México: “consumación” e “independencia absoluta”.
Como he planteado desde hace tiempo, el término “consumación” para referirse a lo que hizo Agustín de Iturbide durante 1821 en el Virreinato de la Nueva España no sólo es parcial, sino incluso engañoso. Difícilmente se puede considerar que lo que llevó a cabo fue concluir algo iniciado antes o poner el punto final a un proceso que alguien más había comenzado, como implica la definición del sustantivo consumación (“llevar a cabo totalmente algo”). Lo anterior, aunque sólo fuera porque Iturbide combatió con habilidad y ferocidad la insurgencia durante toda su carrera militar de la madurez. Si, como se hace a menudo, la palabra “consumación” se emplea para referirse al hecho de que Iturbide logró la independencia “absoluta” por la que lucharon Hidalgo y Morelos, también estoy en desacuerdo. Como he argumentado en más de una ocasión, esto es algo sumamente discutible en el caso de Hidalgo, no así en el de Morelos, pero solamente si nos ubicamos en las postrimerías de 1812, es decir, más de dos años después de iniciado el movimiento insurgente.
Negar la continuidad entre Hidalgo y Morelos, por un lado, e Iturbide, por otro, no me parece algo irrelevante. Sus visiones sociales, políticas y económicas eran muy distintas. Del mismo modo, negar que Hidalgo buscó la independencia absoluta desde la madrugada del 16 de septiembre de 1810 significa negar que desde entonces tenía un proyecto político claro o definido, como plantean varios destacados historiadores mexicanos contemporáneos. Yo pienso que Hidalgo no sólo no tenía esa claridad al principio de su empresa, sino que nunca la tuvo. Sobre estas dubitaciones o incertidumbres cabe añadir algo más. Desde mi punto de vista, suponer o adjudicar una claridad meridiana a nuestros “próceres” en cuanto a sus objetivos políticos desde el primer día del proceso emancipador novohispano revela una notable ingenuidad histórica. Con excepciones igualmente notables en la historia de Occidente, como la de Lenin respecto a la Revolución de 1917, la inmensa mayoría de los líderes de cualquier movimiento revolucionario no iniciaron su participación en él sabiendo con certeza (o relativa certeza, más bien) lo que querían en términos políticos y hacia dónde dirigían exactamente sus pasos en lo que a objetivos políticos se refiere. Podían tener muy claras algunas cosas que ya no estaban dispuestos a aceptar, pero eso es algo distinto.1
Si algo caracteriza a cualquier revolución son los caminos insospechados por los que lleva o, mejor dicho, termina llevando. Quizá el caso más célebre en la historia occidental sea el de la Revolución francesa, que comienza con una reunión contemplada dentro de la legislación francesa por motivos eminentemente fiscales, la de los Estados Generales, y que, menos de un lustro después, se convertiría en el Terror.2 En el caso de la insurgencia novohispana, la falta de claridad en cuanto a los objetivos políticos que manifestaron Hidalgo y Morelos no es algo excepcional. Algo similar se puede decir de José María Cos, Francisco Severo Maldonado, Andrés Quintana Roo y Joaquín Fernández de Lizardi, por mencionar solamente a cuatro personajes de primer nivel dentro de dicha insurgencia. En el contexto de una convulsión social de la magnitud de la que tuvo lugar en la Nueva España a partir de septiembre de 1810, los vaivenes o dudas de estos hombres me parecen algo lógico, normal, esperable. Recordemos que apenas dos años antes la invasión napoleónica del territorio peninsular había puesto de cabeza el mundo hispánico en su totalidad.
En suma, con respecto a los dos términos en cuestión, ni Iturbide consumó la Independencia (en el sentido que con frecuencia se asevera) ni Hidalgo ni Morelos buscaron la independencia absoluta (no, al menos, con la connotación que el término sugiere en la actualidad). O, para ser más precisos, fue Morelos quien buscó una independencia de ese tipo (la separación total respecto a la metrópoli) a partir de fines de 1812. Cabe añadir que incluso entre sus documentos públicos de 1813 es posible encontrar afirmaciones que sugieren que las dudas respecto a una independencia de esa naturaleza no lo habían abandonado del todo. Ahora bien, las expresiones de esta índole se van atenuando en la medida en que nos acercamos a la Declaración de independencia (de la “América Septentrional”) por parte de los insurgentes novohispanos, la cual se firmó y dio a conocer el 6 de noviembre de 1813.
Cabe añadir que no pretendo que el sustantivo “consumación” sea remplazado por otro. Es un término ya establecido en la historiografía y en la cultura político-histórica de México, por lo que erradicarlo no tendría mucho sentido. Algo similar se puede plantear respecto a la independencia “absoluta”. Más aún porque este último es un vocablo que aparece en varios documentos de la época, si bien empleado con matices y connotaciones de diverso tipo. Que la palabra se utilizaba de una manera que no es equivalente a la que usamos nosotros queda manifiesto en el punto 4 del Plan de Iguala, que ofrecía la Corona nada menos que a Fernando VII, rey de España, es decir, el enemigo número uno de la independencia de México. De hecho, el monarca español moriría en 1833 sin haber reconocido la independencia. No sería sino hasta 1836 cuando llegaría este reconocimiento, es decir, tres lustros después de la segunda y definitiva Declaración de independencia de la Nueva España (en este caso del “Imperio Mexicano”), que fue pronunciada el 28 de septiembre de 1821, un día después de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México.
Por supuesto, hay otros temas del periodo final del proceso emancipador novohispano que siguen siendo objeto de debate historiográfico, político e incluso, por momentos, de opinión pública. Algunos de ellos probablemente salgan a colación en las semanas por venir (redacto este texto los últimos días de agosto); entre ellos, el papel que desempeñó Iturbide en la obtención de la independencia. Como escribí en otro lugar, se pueden hacer todas las piruetas interpretativas que se quiera, pero sin duda el protagonista indiscutido de la obtención de la independencia de México en septiembre de 1821 es Agustín de Iturbide.3 Por razones que tienen que ver con su condición de criollo acaudalado y con el hecho de haberse declarado emperador en 1822, el actual gobierno, como prácticamente todos los anteriores, seguramente optará por ningunearlo, ignorarlo o, en su defecto, reducir su papel en la etapa final del proceso independentista mexicano.
Ahora bien, más allá de nuestra simpatía o antipatía por el personaje, Iturbide era tan novohispano como cualquier otro habitante del Virreinato. Respecto al segundo “cargo”, la monarquía era una posibilidad perfectamente lógica y entendible en el contexto del mundo hispánico de la tercera década del siglo xix, como lo demuestran ampliamente los intentos monarquistas que se dieron en la América hispana desde que, en 1808, inició la crisis hispánica ya referida. Otra cosa es que “la marca de la casa” de la historia política mexicana haya sido la República.4 Sin embargo, aceptar este republicanismo como si estuviera inscrito en el ser nacional (como plantea Edmundo O’Gorman en su teleológica visión de la historia política decimonónica de México) es, en mi opinión, una mezcla de historia retrospectiva e historia providencial.5 En cualquier caso, lo que arguyo es que la monarquía era una opción perfectamente válida en 1822 y que convertir a Iturbide en “traidor a la patria” o algo similar, como se hizo durante mucho tiempo, por haberse decidido por esa opción institucional, es una muestra más de historia “a modo”, acrítica, puramente ideológica.
Dicho lo anterior, cabe aclarar que me siento muy lejano de la “ola reivindicadora” de la figura de Iturbide que se ha dado en la historiografía mexicana durante el último cuarto de siglo. Salvo notables excepciones, creo que termina simplificando al personaje casi en la misma medida en que lo hizo la larga lista de denostadores que ha tenido Iturbide desde que Vicente Rocafuerte escribiera su Bosquejo ligerísimo (1822, ligero en más de un sentido, por cierto) y hasta la fecha, pasando por el intento en 1971 de Luis Echeverría y de algunos compañeros de viaje por convertir a Vicente Guerrero en el “verdadero” consumador de la independencia de México. Como sucede con enorme frecuencia en la evolución de la disciplina histórica, a las interpretaciones prevalecientes se les ataca con desmesura (se produce una “sobrerreacción”, por traducir literalmente el vocablo overreaction del inglés) y hay que esperar un tiempo para que las aguas tomen un cauce más sosegado y, casi siempre, más apegado a lo que, con todas las comillas del caso, podemos denominar “realidad histórica”.
Antes de dejar atrás a Iturbide, me detengo brevemente en un tema que ha recibido poca atención historiográfica, quizá por ser “demasiado evidente”. Me refiero a la ausencia casi absoluta en los escritos de Iturbide (sean públicos o privados) de preocupaciones sociales. He revisado la extensa antología de Mariano Cuevas sobre Iturbide, así como otros de los textos del autor del Plan de Iguala, y llama la atención, por lo menos a quien esto escribe, la ausencia de tales preocupaciones.6 Por supuesto, puede ser que existan documentos, que yo no he leído o que aparezcan en el futuro, que desmientan lo que acabo de expresar, pero tratándose del “consumador” de la independencia de México, no me parece que dicha ausencia sea una cuestión menor. Por cierto, en este aspecto el contraste con Morelos es muy notable.
Sobre este tema, cabe añadir que entre los líderes independentistas hispanoamericanos que determinaron el curso de los acontecimientos, son poquísimos los que expresaron hondas preocupaciones sociales. Pienso, por ejemplo, en José Gervasio Artigas en la Banda Oriental (Uruguay) o, en menor medida, en Bernardo O’Higgins en Chile, pero no puedo pensar en ningún otro que pueda incluirse en esta exigua lista. En otras palabras, contrariamente a lo que se sugiere a menudo, para la inmensa mayoría de dichos líderes la “igualdad social” o “la cuestión social” (empleando un término que aparecería hasta la década de 1830) no fue algo prioritario. Abolir la esclavitud y ciertos planteamientos retóricos sobre la igualdad entre los hombres no basta, en mi opinión, a este respecto.7 Pienso, más bien, en medidas explícitas para reducir las desigualdades sociales o en el reparto efectivo de tierras. Las independencias hispanoamericanas, como la de las Trece Colonias e incluso la Revolución francesa, fueron menos igualitarias en términos reales de lo que su retórica política puede hacernos pensar.
Me gustaría poner sobre la mesa de la discusión historiográfica y de la conversación pública otros dos temas, interrelacionados, pero distintos. El primero tiene que ver con algunos aspectos político-ideológicos de la etapa final del proceso emancipador novohispano. Al respecto, me parece que un cierto patrioterismo historiográfico sigue desempeñando un papel considerable. Basta leer a algunos destacados historiadores extranjeros que han estudiado dicho periodo, quienes, sin mayores rodeos, emplean términos como “conservadurismo” o “reacción” para referirse a él. En contraposición, varios historiadores nacionales, con los mismos hechos históricos bajo la lupa, no sólo no emplean dichos términos, sino que a menudo critican su empleo e insisten, por ejemplo, en el “liberalismo” que caracteriza el Plan de Iguala. Más allá de la proverbial labilidad del liberalismo (tanto en términos doctrinales como políticos e históricos) y de que existe una corriente política que podemos denominar sin mayores prevenciones “liberalismo conservador”, lo cierto es que lo acontecido en 1821 en el Virreinato no se puede entender sin el regreso de los liberales al poder en la península ibérica en la primavera de 1820. Me explico.
Se puede matizar todo lo que se quiera el conservadurismo de Iturbide o referir como prueba de su liberalismo los principios generales del Plan de Iguala (que en términos institucionales se inscriben, sin duda, dentro del ideario liberal), pero eso no niega que la decisión de hacer independiente a la Nueva España haya sido en buena medida una reacción a las medidas liberales que estaban discutiendo y aplicando las Cortes de Madrid desde la vuelta del liberalismo a la metrópoli en 1820.8 Varias de estas medidas afectaban directamente a la Iglesia, al estamento militar y a los terratenientes. Imposible saber con detalle cuál era el proyecto de sociedad que tenía en mente Iturbide para el nuevo país, pues no escribió nada que se pueda considerar tal, pero está claro que quería preservar intactos los intereses de los grupos mencionados (además de su evidente y bien conocida devoción católica, pertenecía a dos de ellos). Esto no puede sorprender si se conoce el contexto social en el que nació y creció; el cual, como quedó dicho, era el de una familia criolla acomodada (lo que explica en gran medida que Iturbide se haya desentendido de lo que, anacrónicamente, denominé “la cuestión social”).
La conexión que existe entre el regreso de los liberales al poder en España y la etapa final del proceso emancipador novohispano es, como he sugerido en el párrafo anterior, bastante clara. Ahora bien, esta conexión era prácticamente inevitable en un sentido general, pues estamos hablando de la metrópoli y de una de sus colonias americanas (aunque el discurso jurídico escondiera esta incontrovertible realidad socioeconómica). Sobre este tema, llama la atención que todavía existan historiadores de la independencia de México que plantean, por lo menos implícitamente, que es posible entender y explicar el proceso independentista novohispano sin hacer continuas referencias a la península o que, más aún, sean críticos de las interpretaciones que le otorgan a la historia política peninsular un lugar relevante en la explicación de dicho proceso. Sin la crisis hispánica que comienza ahí, en la península, en 1808, sin la guerra con Napoleón, sin las Cortes y la Constitución de Cádiz, sin el regreso del absolutismo con Fernando VII en 1814, sin el llamado “sexenio absolutista” (1814-1820) y sin la vuelta de los liberales en 1820, el proceso emancipador novohispano resulta, simple y sencillamente, ininteligible.9 Esto, que la historiografía mexicana ignoró durante muchísimo tiempo, ahora lo saben bien los especialistas en el tema, pero este breve ensayo no está dirigido a ellos. Expresado de otro modo, o adoptamos un enfoque hispánico para estudiar nuestra independencia o no podremos entenderla, por lo menos desde una perspectiva político-intelectual, que es la que privilegia este ensayo.
Dicho enfoque implica no solamente tener una idea de lo que sucedió en la España peninsular durante el primer cuarto del siglo xix, sino también un conocimiento, aunque sea somero, de lo que sucedió en ese mismo momento histórico en los demás territorios americanos. Por supuesto, los cuatro virreinatos y las cuatro capitanías generales en los que estaba dividido el imperio español en América tenían muchas cosas en común (empezando por una historia política, una religión y una lengua compartidas).10 Sin embargo, también existían diferencias considerables entre ellos. Pienso, por ejemplo, en el tipo de desarrollo económico, en la conformación étnica de las sociedades de cada uno de esos territorios, en la naturaleza de sus vínculos comerciales con la metrópoli, en sus dimensiones geográficas, en el grado de centralización que existía en cada uno de ellos, en la naturaleza de las tensiones sociales que prevalecían en cada caso, en las rivalidades entre ciudades dentro de un mismo territorio, etcétera. Considerando elementos como los mencionados y otros que se podrían añadir, es que las socorridas generalizaciones del tipo “los procesos independentistas hispanoamericanos fueron tal o cual cosa” resultan con relativa frecuencia parciales o en ocasiones francamente engañosas.
Para dar una idea de lo que quiero decir, y para seguir con el caso de la Nueva España, cabría apuntar, por lo menos, las siguientes peculiaridades novohispanas; de entrada, el tamaño de su población, su economía (mayor que el conjunto de todos los demás territorios que conformaban el imperio español americano) y su ciudad capital (que no tenía parangón en la América meridional, no sólo en términos arquitectónicos, sino educativos y culturales, como Humboldt refirió explícitamente en sus escritos sobre el Virreinato de la Nueva España). Más importante para el tema que nos ocupa es que el movimiento emancipador novohispano tuvo diferencias considerables con respecto a los demás procesos hispanoamericanos, es decir, especificidades en aspectos muy importantes. A vuelo de pájaro, menciono algunas de ellas: se inició en la provincia (no en la capital), fue dirigido por dos sacerdotes y fue concebido en gran medida como lucha religiosa (un aspecto que tiene toda una serie de consecuencias en términos político-ideológicos); la insurgencia novohispana fue vencida en buena medida en cierto momento, 1815, y a partir de ese año dejó de amenazar la estabilidad del Virreinato en su conjunto (lo que no significa que dejara de existir o que no tuviera una presencia importante en ciertas regiones); su etapa final o “consumación” fue un proceso eminentemente político (aunque hubo algunos enfrentamientos militares) en el que los insurgentes, en cierto sentido al menos, se subordinaron a quien había sido un militar realista que los había combatido durante años; y, por último (y sin ignorar que es imposible hablar de fronteras claras a principios del siglo xix), el Virreinato novohispano no sufrió una desmembración, por lo menos en un primer momento (otra cosa es lo que sucedería al terminar el fugaz imperio iturbidista con algunos de los territorios que en la actualidad forman parte de la región que denominamos Centroamérica o América Central).
Debe resultar claro a la luz de lo anterior que algunas de las características que definen el proceso emancipador novohispano no pueden manifestarse si olvidamos que, pese a toda su relevancia en algunos ámbitos, el Virreinato de la Nueva España era uno más de los ocho territorios en los que se dividía el Imperio español en América y que, por lo tanto, es en contraste con los otros siete que podemos concluir (o no) tal o cual especificidad o determinada “cualidad” o “defecto” de nuestro proceso emancipador, ya sea desde una óptica política, social o económica. Al respecto, baste señalar que en aspectos político-ideológicos importantes, la Nueva España estaba lejos de situarse en la vanguardia dentro del contexto hispanoamericano.11 En resumen, sólo trascendiendo la historia “nacional” o las historias “nacionales” (a las que siguen siendo tan proclives las historiografías latinoamericanas) podremos calibrar, desde una perspectiva político-intelectual, el proceso emancipador novohispano. Dicho en otras palabras, el enfoque nacional muestra enormes limitaciones si queremos entender realmente la diversidad y complejidad de cada proceso emancipador, así como del periodo de las independencias hispanoamericanas (1810-1830) en su conjunto.12
La conmemoración de la Independencia de México apenas comienza en el momento de escribir estas líneas. Ojalá tengamos en los días por venir una nutrida y argumentada discusión sobre la etapa final de nuestra Independencia. Esto puede suceder en términos historiográficos, pero, a juzgar por la manera de acercarse a la historia nacional del actual gobierno, y si lo sucedido con la “querella de la Conquista” que acaba de concluir anuncia algo, me temo que no cabe optimismo alguno. Es muy probable que, una vez más, la tergiversación de la historia nacional se lleve la mejor parte, al menos en términos mediáticos, y, por lo tanto, es con eso con lo que se quedará la mayoría de los ciudadanos de a pie. Lo mismo sucede y ha sucedido cuando arriban conmemoraciones sobre ciertas fechas importantes para la historia nacional de tal o cual país que buena parte de la historiografía ve de cierta manera, pero que el aparato estatal, o quienes están al frente del mismo, ven de manera radicalmente distinta.
La “historia pública crítica”, que el historiador inglés John Tosh propugna en un excelente libro sobre el papel que puede y debe desempeñar la historia en las democracias liberales contemporáneas, tiene todavía un larguísimo trecho por recorrer en países como el nuestro.13 En este esfuerzo hacia una historia más rigurosa y al mismo tiempo más extendida en sus alcances sociales, es claro que los historiadores (con su rigor académico, por supuesto, pero también con su involucramiento en la divulgación y en la difusión de la historia) tienen un papel muy importante que desempeñar. Sin embargo, ese papel también le corresponde a nuestra clase política, así como a una ciudadanía que, sobra decirlo quizá, incrementa su capacidad crítica en la medida en que lee, exige, se nutre, propicia y participa de una historia que se aleje de las simplificaciones, el maniqueísmo y la ideologización.14
Antes de terminar este ensayo debo referir un aspecto que ya adelanté, pero que no puedo dejar de mencionar explícitamente: en estas líneas me he expresado sobre todo desde la perspectiva de la historia política y de la historia intelectual, que es mi campo de especialización. Los temas y las cuestiones que he sometido a debate responden en gran medida a esta preferencia o vocación académica personal. Sin embargo, la etapa final de la Independencia de México puede y debe ser vista desde muchos otros miradores: la historia militar, la historia económica, la historia cultural, la historia social, la historia desde abajo, la historia de las mentalidades, etcétera. De hecho, en consonancia con la historiografía occidental en general, en los últimos años han sido algunos de estos campos los que han hecho las aportaciones más importantes y más novedosas a su estudio.15
Doscientos años de ser un país “libre y soberano” es mucho tiempo. La conmemoración del bicentenario mexicano y los debates que implique habrán terminado para cuando aparezca este ensayo. Es imposible para mí saber si alguno de los temas aquí planteados o sugeridos ocupará un lugar en la discusión académica y en la conversación pública que se avecinan. Asimismo, no puedo saber si algunos de los temores o anhelos que he expresado o insinuado en estas líneas se cumplirán. Sea como sea, toda conmemoración, más aún la de una independencia (la nuestra en este caso), tiene que ser no solamente una celebración, sino también una reflexión autocrítica que nos permita proyectarnos de una manera más exigente y más ambiciosa hacia el futuro.
Contemplando al México actual, resulta claro que hemos errado el camino no pocas veces; sobre todo, quizá, en lo relativo a crear las condiciones para edificar una ciudadanía compartida, una ciudadanía uniforme, una ciudadanía. Lo que hoy por hoy tenemos a la vista es un panorama desolador en aspectos fundamentales de la convivencia social, así como del entramado legal que debiera garantizar dicha convivencia. A mi parecer, la historia (el modo en que nos acerquemos a ella, quiero decir), puede contribuir a que la sociedad mexicana ofrezca, dentro de un plazo relativamente breve (en términos históricos), un panorama distinto, diferente; otro panorama.◊
1 Sobre este tema, y aunque sea difícil de creer, todavía es posible toparse con interpretaciones que, siguiendo a Lucas Alamán, pintan un retrato sobre la etapa final de la Nueva España como una sociedad definida por la estabilidad política, el desarrollo económico y la concordia social, caracterización que, desde mi punto de vista, haría prácticamente inexplicable la magnitud de lo acontecido en el Virreinato a partir de septiembre de 1810. Sobre este tema, véase la reciente y monumental biografía de Eric Van Young: A Life Together (Lucas Alamán and Mexico, 1792-1853), New Haven, Yale University Press, 2021, pp. 685-690.
2 No puedo dejar de anotar que, pese a su innegable relevancia histórico-política, en términos cronológicos este periodo de la historia de la Revolución francesa representa menos de un año de los diez que duró ese maelstrom revolucionario (1789-1799). Más importante aún es que leyendo ciertos libros, sobre todo de autores estadounidenses, se podría pensar que el Terror es la Revolución francesa. Sobra decir que la simplificación es descomunal. Ciñéndome a una lista mínima, dicha revolución es, además de los Estados Generales ya mencionados, la Asamblea Constituyente, Sieyès, La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Mirabeau, la Constitución de 1791, Lafayette, la Constitución de 1793, el Directorio, la Constitución de 1795 y Napoleón. Por otra parte, Robespierre es mucho más que el factótum del Comité de Salud Pública y un asesino despiadado. Para darse una idea de lo avanzado de sus propuestas en materia social desde 1789, en español se pueden consultar dos antologías: Maximilien Robespierre (Discursos) (Madrid, El Viejo Topo, 2005) y Robespierre (Virtud y terror) (Madrid, Akal, 2010). La primera es más completa y contiene versiones integrales de los discursos, pero la traducción es deficiente. En cuanto a la segunda, contiene una vacua y pretenciosa presentación de Slavoj Žižek, que los lectores pueden saltarse sin pérdida alguna.
3 La alusión es a mi artículo “México, 200 años de independencia: logro y acicate”, que apareció recientemente en el diario El País.
4 Hice este mismo planteamiento en un intercambio que la revista Nexos organizó hace poco sobre el bicentenario que nos ocupa: “Nuevas narrativas de la Independencia”.
5 Véanse los tres siguientes textos de este autor: “Sentido y precedentes de la Revolución de Ayutla”, en Seis estudios históricos de tema mexicano, Universidad Veracruzana, 1960 (la edición original es de 1954); La supervivencia política novo-hispana (Reflexiones sobre el monarquismo mexicano), México, Condumex, 1969 (en la edición de 1986 de la Universidad Iberoamericana el subtítulo fue modificado por O’Gorman: Monarquía o república); por último, México, el trauma de su historia, México, unam, 1977.
6 El Libertador (Documentos selectos de Don Agustín de Iturbide), Mariano Cuevas (ed.), México, Editorial Patria, 1947.
7 Cabe añadir que, durante el periodo emancipador, en la América española la esclavitud solamente fue abolida en Chile (en 1823) y en América Central (1824), territorios en los que había muy pocos esclavos. El segundo país hispanoamericano en donde se abolió la esclavitud fue México, en 1829 (logro del exlíder insurgente y entonces presidente Vicente Guerrero, quien, como es bien sabido, tenía sangre africana; cabe añadir que también en México el número de esclavos era relativamente bajo). El resto de los países de la América española no aboliría la esclavitud sino hasta mediados del siglo xix.
8 Al respecto, resulta útil leer con atención unas líneas del célebre escrito autobiográfico de Iturbide conocido como Memoria de Liorna. Véase Manifiesto al Mundo o sean apuntes para la historia, título original de la Memoria, en la edición de Laura Suárez de la Torre, México, Fideicomiso Teixidor/Libros del Umbral, 2001, p. 42.
9 Éste es uno de los puntos centrales que quise transmitir en mi artículo “La España peninsular y la Nueva España ante los acontecimientos de 1808 (El liberalismo gaditano y la insurgencia novohispana en una era revolucionaria)”, Historia Mexicana, núm. 261, julio-septiembre 2016.
10 El Virreinato de la Nueva España, el Virreinato de Nueva Granada, el Virreinato del Perú, el Virreinato del Río de la Plata, la Capitanía General de Chile, la Capitanía General de Guatemala, la Capitanía General de Venezuela y la Capitanía General de Cuba.
11 Esto, de cierta manera, contribuye a explicar la opción monárquica con la que nos independizamos. Por cierto, ya desde tiempos de fray Servando, es decir, desde la época que nos ocupa, los novohispanos o mexicanos se daban a conocer por sus aires de superioridad, lo que los hacía aparecer vanidosos y exagerados a los ojos de otros hispanoamericanos. Vida de fray Servando, Christopher Domínguez Michael, México, Era/Conaculta/inah, 2004, p. 603. Cabe preguntarse si esta manía no perdura hasta nuestros días. Tengo la impresión de que sí, y lo peor es que si no tenía una verdadera justificación hace dos centurias, me temo que menos aún en la actualidad.
12 Pongo 1830 como fecha final (no la tradicional 1824, por la batalla de Ayacucho) porque ese año termina de desintegrarse la llamada “Gran Colombia” y porque, además, ese mismo año muere Simón Bolívar, quien no solamente fue “El Libertador”, sino también el observador más perspicaz de todo lo que estuvo en juego en la América española, en términos políticos, sociales y culturales, durante las dos décadas transcurridas a partir de 1810.
13 Why History Matters, Londres, Palgrave MacMillan, 2008 (véanse especialmente los capítulos 1, 6 y 7, así como la brevísima conclusión). Los dos epígrafes de este ensayo fueron tomados de este libro (la traducción es mía). Tosh es también el autor de una introducción al quehacer historiográfico que, desafortunadamente, tampoco ha sido traducido al español: The Pursuit of History (Aims, Methods and New Directions in the Study of Modern History), Nueva York, Longman, 1984. Existe una edición muy reciente de este segundo libro (Routledge, 2021), que incluye las modificaciones que el autor ha hecho al texto a lo largo de los años transcurridos desde que apareciera la primera edición.
14 Desgraciadamente, los libros que llenan las mesas de novedades en las librerías de nuestro país, en lo que a historia nacional se refiere, son obra de pseudohistoriadores que transmiten, al pie de la letra, el tipo de historia cuya difusión habría que evitar (esto es, simplista, maniquea e ideológica). Al respecto, cabe añadir que los académicos que queremos salir de la torre de marfil no sólo tenemos que remar en contra de los escasos alicientes que existen para hacer divulgación y superar nuestra falta de imaginación para salir de dicha torre, sino también ir en contra de la mentalidad crematística dominante, tanto de los pseudohistoriadores aludidos como de las editoriales que los patrocinan.
15 Pese a la crítica posmoderna que hace algunas décadas pareció poner en jaque el quehacer historiográfico, lo cierto es que en los albores de esta tercera década del siglo xxi yo percibo la historiografía occidental “vivita y coleando”, por decirlo coloquialmente. Su dinamismo y diversidad son notables. No obstante, el panorama no se presta tanto al optimismo, pues son claramente perceptibles los riesgos que conllevan ciertas modas historiográficas actuales, que con relativa frecuencia caen en una historia tan parcial, maniquea e ideológica como la “historia convencional” que pretenden dejar atrás.
* Es académico en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Sus dos últimos libros son Las revoluciones hispánicas y la historiografía contemporánea (Bruselas/Berlín, Peter Lang, 2021) e Independencia y liberalismo en la Era de las revoluciones (México y el mundo hispánico) (Ciudad de México, Colmex, 2021).