Recuperar el futuro: la crisis climática y la coyuntura internacional

Los especialistas en ciencia climática coinciden en que, a menos que se limite de manera inmediata el calentamiento global, enfrentaremos en los próximos años, sin lugar a dudas, una “amenaza existencial para la humanidad”. Patricia Espinosa hace un llamado urgente en busca de un liderazgo que sea conmensurable con la gravedad de la emergencia.

 

PATRICIA ESPINOSA CANTELLANO*

 


 

A lo largo de poco más de diez meses, el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (picc) —ese invaluable grupo de especialistas a quienes la comunidad internacional ha encomendado estudiar dicho fenómeno e informar a los gobiernos y a las sociedades sobre sus hallazgos— ha presentado las tres secciones que conforman su más reciente análisis de la emergencia climática. Sus conclusiones, contundentes en todos sentidos, constituyen la fuente de conocimiento más confiable y, por tanto, la mejor guía para la acción frente a lo que se ha descrito, sin hipérbole alguna, como una “amenaza existencial para la humanidad”.

La base científica, sólida desde el establecimiento del Panel hace más de tres décadas, se ha fortalecido y es hoy más robusta que nunca. Durante las tres décadas transcurridas desde la adopción de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, nuestra comprensión de este reto ha aumentado continuamente. Hemos confirmado —de manera inequívoca, como sostiene la comunidad científica— que la acción humana es la causa de crecientes alteraciones en los patrones climáticos; que esas alteraciones acarrean consecuencias cada vez más graves para las personas y para el planeta, y que el origen de este problema de alcance global es la emisión a la atmósfera de gases de efecto de invernadero (principalmente dióxido de carbono, metano, y, en menor proporción, otros gases), así como la incesante destrucción de los repositorios naturales de dióxido de carbono, como las selvas y los bosques.

La ciencia climática nos advierte que, en ausencia de medidas inmediatas y contundentes para limitar el calentamiento global, los perjuicios y los daños ambientales, materiales y humanos seguirán aumentando, con consecuencias imprevisibles. Entre otras conclusiones inquietantes, una de las más graves indica que si la temperatura promedio de la superficie terrestre aumenta más de 1.5 grados centígrados, los riesgos ambientales que enfrentará la humanidad serán muy severos y conllevan, incluso, la posibilidad de impactos irreversibles: habría alteraciones, daños y pérdidas que ya no podríamos remediar.

Los gases de efecto de invernadero emitidos a la atmósfera por los distintos países permiten anticipar que, de mantener la tendencia actual, no será posible limitar el calentamiento a 1.5 grados centígrados. Es imperativo reducir el volumen total de emisiones sin demora. En la década previa a la pandemia, esas emisiones habían alcanzado su mayor nivel en la historia. Y los datos preliminares acerca de la evolución de dichas emisiones, una vez que se superó la etapa más difícil de la pandemia, apuntan hacia un retorno al alza de las emisiones.

Si bien será imposible revertir por completo algunas de las alteraciones a largo plazo que ha causado el calentamiento global, aún estamos a tiempo de evitar los riesgos más serios de un cambio climático desbocado. Emprender acciones para superar la amenaza que enfrentamos —en otras palabras, para rescatar nuestro futuro— es una obligación de todos los Estados, pero también de todas las personas, cualquiera que sea su ámbito de actividad. Esa responsabilidad debe desarrollarse a lo largo de dos vertientes complementarias: por un lado, mediante acciones de mitigación, es decir, la disminución de emisiones de modo tal que logremos detener el alza de la temperatura global; por el otro, por medio de acciones de “adaptación”, medidas que nos permitan sobrellevar, con las menores pérdidas y daños posibles, los cambios adversos que no podremos evitar. En ambos casos, la base para la acción es la provisión de financiamiento oportuno, predecible y suficiente, tanto de fuentes públicas como privadas.

Sabemos qué tenemos que hacer y, también, cómo hacerlo. Lo que se requiere ahora es pasar de la deliberación a la acción, de la negociación exitosa a la implementación ambiciosa. Cumplir con las metas del Acuerdo de París nunca iba a ser fácil, pero este reto formidable se ha vuelto aún más complejo en la coyuntura internacional actual. La amenaza de la covid ha disminuido, pero no ha desaparecido por completo. Una espiral inflacionaria dificulta desde hace meses el incipiente crecimiento económico que había comenzado a gestarse durante el año previo, y crecen los riesgos de una nueva recesión. En medio de todas estas dificultades tuvo lugar la invasión de Ucrania por parte de Rusia, que, además de llevar la brutalidad de la guerra a una población inocente, ha desestabilizado los mercados mundiales de energía, alimentos y fertilizantes. Todo ello incrementa las presiones inflacionarias y el riesgo de hambrunas, además de que agrava las tensiones geopolíticas y los riesgos de un escalamiento de la conflagración militar.

Se trata de una combinación de crisis —sanitaria, económica, energética, alimentara, agrícola y geopolítica— acaso sin precedente. Su magnitud e importancia son innegables. Y, sin embargo, no debemos permitir que esta grave coyuntura internacional se convierta en una excusa para dejar de atender la otra crisis que enfrentamos desde hace décadas y que es, por mucho, la emergencia más peligrosa y apremiante para la humanidad. Si bien las consecuencias del calentamiento global se manifiestan, por su propia naturaleza, en el mediano y largo plazos, la precariedad de nuestra situación ambiental —y, en particular, el hecho de que estamos por agotar el límite de emisiones acumuladas que sería congruente con un incremento de la temperatura no mayor a 1.5 grados centígrados— debe persuadirnos a todos, gobiernos y sociedades, instituciones públicas y empresas privadas, así como personas en lo individual y organizaciones de la sociedad civil, a actuar sin dilación en el ámbito de nuestra competencia. Y a exigir a otros que hagan lo que les corresponde para proteger el futuro de todos.

Estamos en un momento decisivo, en el que podemos construir sobre bases firmes. El año pasado, en Glasgow, la comunidad internacional logró establecer acuerdos que, durante varios años, desde la suscripción del Acuerdo de París, había sido imposible concretar. El logro más importante, desde mi punto de vista, fue la conclusión del llamado “manual de reglas” que regirá los intercambios en los mercados de carbono, así como los mecanismos de transparencia que los Estados parte deben poner en práctica a fin de asegurar un seguimiento confiable de la acción climática. Se forjaron también nuevos acuerdos en muchas áreas de actividad, que incluyen la reforestación, el financiamiento, una mayor acción climática por parte de ciudades, regiones y sectores económicos y la decisión trascendental de iniciar el proceso para avanzar hacia la sustitución de los combustibles fósiles como fuente de energía, incluido el carbón.

Todo ello exige trabajar a lo largo de dos vertientes indispensables, pero claramente diferenciadas: por un lado, continuar con las deliberaciones que permitan mejorar y profundizar el régimen climático internacional, lo que es y seguirá siendo una tarea permanente; por el otro, poner en práctica las medidas que cada país debe emprender en el ámbito interno para convertir sus compromisos internacionales en acciones visibles y resultados verificables. Las negociaciones sobre un gran número de puntos y temas deberán seguir su curso y habrán de conducir a compromisos y normas internacionales cada vez más eficaces. Pero esas deliberaciones sólo tienen sentido cuando conducen a la acción. En este momento, la prioridad para todos los países debe ser la implementación de sus compromisos. Sin acciones inmediatas y ambiciosas en cada país, las promesas y las normas contenidas en los acuerdos previos carecerán de sentido. Ése es el propósito de las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional y de los Planes Nacionales de Adaptación: definir y organizar la acción climática de cada país, para que, en conjunto, logremos superar el riesgo colectivo que representa el cambio climático. Pero un plan que no se lleva a cabo sólo puede describirse, en el mejor de los casos, como un deseo.

El mensaje más importante que se desprende tanto de los reportes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático como de los trabajos del proceso de diálogo entre los Estados parte del régimen climático internacional —la Convención Marco, el Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París— es que el tiempo para actuar se nos acaba. He sostenido, por años, que es urgente contar con un liderazgo que sea conmensurable con la gravedad de la emergencia que enfrentamos. Liderazgo en los gobiernos nacionales, pero también en los estatales y municipales. Liderazgo en los consejos de las empresas, pero también en las asociaciones y confederaciones gremiales. Liderazgo en las instituciones de enseñanza y en las organizaciones de la sociedad civil, cualquiera que sea su ámbito de actividad. Liderazgo en cada comunidad e, incluso, en cada hogar, porque sólo así podremos superar la amenaza que representa el cambio climático para nuestras familias y nuestras naciones, para la humanidad entera y para el planeta que compartimos con incontables seres vivos. Sólo así, con acciones deliberadas, decididas y dirigidas con sentido de responsabilidad ante nuestra generación y las que vendrán, podremos recuperar el futuro.◊

 


 

* Es Secretaria Ejecutiva de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (cmnucc). Fue secretaria de Relaciones Exteriores de 2006 a 2012. Realizó estudios en Relaciones Internacionales en El Colegio de México y en Derecho Internacional en Ginebra. Ha sido también embajadora en Alemania, Austria, Eslovenia y Eslovaquia, entre otros. Asimismo, dirigió las Organizaciones Regionales de las Américas en la Secretaría de Relaciones Exteriores.