Radiografía mínima de las cárceles en México

Elena Azaola comparte la experiencia de un hombre inocente que sobrevivió a la cárcel durante casi 30 años, y examina los datos estadísticos, económicos y políticos que permiten el funcionamiento de un sistema que afecta no sólo a las personas privadas de la libertad, sino también a sus familias y a la sociedad en general.

 

ELENA AZAOLA*

 


 

Después de 27 años en prisión, Lucio fue declarado inocente y obtuvo su libertad

 

La primera vez que me reuní con Lucio, unos cuantos días después de que abandonara la prisión hacia finales de 2018, fue imposible sostener una conversación con él: no tenía palabras ni era capaz de articular ideas. Sólo el llanto hablaba por él y mostraba los profundos daños que le habían dejado 27 años de encierro en una prisión bajo el control de un grupo delictivo al norte de México.

Lucio había sido detenido en 1991, cuando tenía 19 años, acusado por presuntamente haber cometido homicidio calificado y robo en su modalidad de pandillerismo. Tras varias sentencias condenatorias, a través de un amparo directo, un Tribunal Colegiado le otorgó su libertad en 2018 por considerar que “no había elementos que probaran su participación en los mencionados delitos”. No obstante, ya había pasado 27 años en prisión y ahora contaba con 47 y un futuro incierto. Mientras él se encontraba preso, su padre falleció, su madre y sus hermanas habían dejado de visitarlo porque no soportaban las vejaciones que sufrían al hacerlo, y habían nacido dos de sus hijos, de 15 y 7 años, con los que nunca había podido convivir.

Tres meses después del primer intento de conversar con Lucio, logró explicarme qué es lo que le había parecido más difícil de soportar durante sus años de encierro. Entonces se refirió a la experiencia de estar sometido al poder de los grupos que tienen el control de los centros penitenciarios y a la falta de protección por parte de las autoridades. “Estaba yo ahí en un cuarto con diez personas y los estaban matando uno a uno… Los estaban matando así nomás porque si no estás con ellos, estás contra ellos. Me aislaron muchas veces sólo por ser de la colonia en donde crecí, pues decían que seguramente era de tal grupo y que tenía que darles una cuota. Ahí ellos son los que mandan, los que están ordenando a todos, y se hizo un motín porque nos querían prender fuego a los que estábamos en ese cuarto… y llegaban y decían: ‘A éste dale una tableada’… Y todo eso afecta porque uno no puede decir nada, expresar nada… Las autoridades no quieren retomar el control del centro penitenciario porque es muchísimo dinero lo que recaba ese grupo y le da su parte a la autoridad. Yo sólo quería un trato justo: que si hago un trabajo, que me lo paguen, pero ahí no hay autoridad que pueda defendernos. Sólo estábamos esperando a ver a qué horas venían por nosotros para matarnos”.

Lucio explica: “Las mismas autoridades que están ahí no quieren nuestro bien; son ellos los primeros en romper la ley. Hasta el comandante viene y te dice: ‘No te voy a dejar en paz y a tu familia la voy a revisar’… y si alguien mete droga que no sea la de ellos, lo matan. Hay gente que ya no puede caminar por la golpiza que le dieron sólo por ser de otro grupo al que consideran su rival. Nunca he visto delincuentes más cínicos que los directores, los jefes de seguridad. Créame, 27 años ahí adentro son muchos… porque ahí ves cómo están matando gente y siempre crees que sigues tú. Uno no comprende lo que realmente pasó ahí adentro. Estando ahí adentro, ellos te roban todo”.

Desde que salió de la cárcel, cada vez que Lucio ve pasar a la policía por la calle, siente pánico. “Me da miedo nada más de ver a los de la policía, porque fue el jefe de la policía quien dio la orden en la cárcel de que usaran la fuerza letal, y yo vi cómo quemaron a 14 personas que estaban en el pabellón psiquiátrico. Coincidentemente, todos pertenecían a un mismo grupo delictivo, y los quemaron: fueron los del otro grupo los responsables de ese supuesto accidente”.

Lucio concluye: “Apenas estando afuera se da uno cuenta de la magnitud de lo que vivió. Hasta que sales estás consciente de todo lo que viviste ahí adentro”.

Por su parte, María, su esposa, quien lo visitó a lo largo de los últimos 15 años que Lucio estuvo en prisión, explica lo difícil que fue para ella y sus hijos acudir a visitarlo todos esos años: “Durante los motines, salían a maltratarnos y nos empujaban o nos aventaban gases lacrimógenos, y aunque nos maltrataran, todas las mujeres queríamos saber de nuestros esposos… También me daba gripa y tos por el frío de estar acampando a la intemperie; son cosas que nunca terminaría de contar. A veces, llegábamos a las 5 de la mañana y pasábamos hasta las 12 y la visita se acababa a las 2 o 3… Se nos hinchaban los pies de estar tanto tiempo paradas”. Y remata: “¿Con qué nos devuelven la infancia de nuestros hijos o la juventud que Lucio perdió detrás de las rejas de un penal?”.

 

Datos relevantes

 

Aunque la historia de Lucio nos dice mucho acerca de las cárceles en México, algunos datos nos permiten colocarla en su contexto. Veamos.

1. En el contexto internacional, México es el segundo país en América Latina, después de Brasil, por el número de personas en prisión. Al mes de agosto de 2020, México cuenta con 210 mil personas privadas de la libertad y es el séptimo país en el mundo por el tamaño de su población penitenciaria, tan sólo después, en ese orden, de Estados Unidos, China, Rusia, Brasil, Tailandia e Irán.

2. Contrario a lo que ocurrió en otros países de América Latina, entre 2014 y 2019 México había logrado reducir 22% de su población penitenciaria; sin embargo, en 2020, en pleno desarrollo de la pandemia, incrementó su población penitenciaria a razón de 6%, mientras que países como Irán, Afganistán y Turquía, entre otros, la redujeron hasta 30% para evitar las muertes a causa de covid. Al mes de septiembre de 2020, se tiene registro en México de 2 926 personas privadas de la libertad contagiadas de coronavirus y 261 fallecidas. Asimismo, se han contagiado 429 miembros del personal y 65 han fallecido. Estos datos, recabados por la organización Asilegal, indican que una persona que vive o trabaja en una prisión tiene 2.4 veces más riesgo de morir a causa de covid que cualquier persona de la población en general (156 contra 65 por cada 100 mil).

3. Del total de la población penitenciaria, 95% son hombres y 5%, mujeres. En cuanto a su edad, 40% tiene entre 18 y 29 años y 31%, entre 30 y 39 años. Por lo que se refiere a los hijos, cerca de 500 niños y niñas viven junto con sus madres en prisión, pero hay 315 367 personas que tienen a su madre o padre en prisión. Esto último debe tomarse en cuenta, dado que la gran mayoría de las personas que están en prisión son de escasos recursos, y el hecho de que sus familias tengan que llevarles comida, medicinas y otros bienes que el Estado les proporciona de manera insuficiente afecta sin lugar a dudas la economía y el bienestar de las familias; esta situación se agrava si a ello se agrega el costo de la corrupción que deben cubrir cada vez que visitan un centro penitenciario. Esto perjudica de manera desproporcionada a mujeres y niños, como han demostrado diversos estudios.

4. Del total de las personas privadas de la libertad, 84% están en la cárcel por delitos del fuero común y 16%, del fuero federal. El robo es el delito más frecuente, con 40%, seguido por el narcomenudeo, con 15%; el homicidio, con 9%; las lesiones, con 5%, y la violencia familiar, con 4 por ciento.

5. De acuerdo con la Encuesta del inegi a Población Privada de la Libertad, son frecuentes las violaciones graves durante los arrestos. En cuanto a agresiones físicas, 59% reportó haber recibido patadas y puñetazos; 39%, golpes con objetos; 37%, lesiones por aplastamiento, y 19%, descargas eléctricas, entre otras. En cuanto a agresiones psicológicas, 58% reportó haber sido incomunicado, 52% fue amenazado con levantarle cargos falsos, 42% fue desvestido, 40% fue atado, 37% fue presionado para denunciar a alguien y 28% fue amenazado con hacerle daño a su familia, entre otras.

6. México cuenta con un total de 298 centros penitenciarios: 281 estatales y 17 federales, entre los cuales existen diferencias importantes. Lo que distingue a la mayor parte de los centros estatales es la presencia débil o, incluso, la ausencia de control por parte del Estado. De acuerdo con los informes que ha rendido la cndh, alrededor de 60% de los centros estatales se hallan en mayor o menor medida en manos de grupos criminales, como pudimos apreciar en el caso de Lucio. Por lo contrario, las prisiones federales se caracterizan por el excesivo control por parte del Estado, ya que operan como prisiones de máxima seguridad, a pesar de que la gran mayoría de las personas internadas en estos centros no cumple con el perfil para ser sometida a dicho régimen.

Nos detendremos ahora en un tipo de prisiones menos conocido: las cárceles que cuentan con participación de la iniciativa privada.

 

Las cárceles de la iniciativa privada

 

Durante el periodo de gobierno de 2006 a 2012, en el marco de la “guerra contra las drogas”, se consideró que era necesario construir nuevos centros federales para albergar a lo que se suponía que sería una creciente población penitenciaria, principalmente por delitos relacionados con el narcotráfico. De este modo, mientras que al inicio de dicho régimen se contaba con tres centros federales, al final se contaba con 13 y había ocho más en construcción. En la actualidad, se cuenta con 17 centros federales, ocho de los cuales se construyeron y hoy en día se administran con participación de la iniciativa privada.

La mayor parte de los estudios que se han realizado en el mundo sobre las prisiones que operan con la participación de la iniciativa privada son muy críticos y escépticos de sus resultados.1 Destacan los grandes intereses económicos que están detrás de las compañías que invierten en este campo y que no necesariamente son compatibles con los fines que los estados tienen respecto a las prisiones.

En México, la construcción y administración de centros federales con participación de empresas privadas ha implicado un gran e injustificable dispendio de recursos públicos que se canalizaron en la construcción de complejos penitenciarios de grandes dimensiones, con el inconveniente de que adoptaron de manera acrítica el modelo estadounidense de prisiones de supermáxima seguridad. Los ocho centros federales construidos por empresas constructoras bajo este esquema se conocen como cps, o centros operados bajo el Contrato de Prestación de Servicios. Tuvieron un costo de 200 mil millones de pesos, que el gobierno mexicano se comprometió a pagar en un lapso de 22 años, después de los cuales pasarán a ser propiedad del Estado.2 La capacidad de cada uno de estos centros es de 2 500 personas privadas de la libertad. El contrato establecía el compromiso del gobierno de pagar por la totalidad del cupo, independientemente de la población que tuvieran en realidad, ya que se incluía en el costo tanto la construcción de los edificios como la operación de los centros. Esto explica que el costo que el Estado se comprometió a pagar es de 3 mil pesos diarios por persona privada de la libertad, mientras que en el resto de los centros penitenciarios el costo diario promedio es de 250 pesos.

Dado que fallaron las proyecciones con respecto a la ocupación de estos centros y hoy se encuentran a menos de 60% de su capacidad, el gobierno ha resuelto cerrar otros centros federales, como los de Islas Marías y Puente Grande, para trasladar a los internos a los centros cps, cuyo costo está obligado a cubrir en virtud de los contratos establecidos. Sin embargo, esto deja de lado los costos humanos y familiares que los traslados representan tanto para las personas privadas de su libertad como para el personal penitenciario.

 

El aislamiento y la “muerte social”

 

Otro problema importante es el régimen de máxima seguridad bajo el cual operan los centros federales. Este régimen, denominado de segregación o aislamiento, implica que las personas privadas de libertad permanecen 22 o 23 horas en sus estancias sin poder realizar ninguna actividad, y sólo se les permite salir durante una o dos horas al día para poder hacer un poco de ejercicio, dentro de un área también estrecha o confinada.

Las consecuencias de este régimen han sido documentadas ampliamente. Existen estudios científicos rigurosos que muestran que un ambiente como éste provoca en los internos más alienación, hostilidad y, potencialmente, mayor violencia. De ahí que una resolución de 2015 de la Suprema Corte estadounidense condenara “el efecto deshumanizante del confinamiento solitario”, citando los estudios que han mostrado que esta práctica provoca en los internos “ansiedad, pánico, pérdida de control, rabia, paranoia, alucinaciones y automutilaciones, entre otros síntomas”. La Suprema Corte argumentó que estas prácticas producen también “muerte social”.

El concepto de “muerte social” hace referencia a aquellos que están apartados de la sociedad y que se consideran muertos para el resto de las personas. La “muerte social” implica que está presente el estigma y la discriminación que acompañan a cualquier actitud, acción o enfermedad que se aleje de las normas que dicta la sociedad. Las personas sufren la “muerte social” cuando se produce el alejamiento de la sociedad que las declara, de alguna forma, inservibles o invisibles. Asimismo, la “muerte social” puede producirse por una indiferencia, que les causa a las personas un malestar y sufrimiento que destruyen su personalidad y dignidad a un grado tal que podría decirse que, aun teniendo signos vitales, socialmente han dejado de existir.3

 

Conclusiones

 

La falta de recursos y el abandono que crónicamente ha padecido el sistema penitenciario mexicano han puesto en riesgo la gobernabilidad y la seguridad de los centros, al tiempo que han propiciado la toma del control por parte de líderes o grupos criminales que detentan el poder de facto en el interior de la prisión. No pocas veces ello ha costado la vida de funcionarios o custodios, así como la de internos, quienes, además de hallarse privados de su libertad en virtud de resoluciones legales dictadas por órganos del Estado, en los hechos, viven bajo el yugo de poderes extralegales capaces de resolver sobre sus vidas; como evidencia está el caso de Lucio.

A cualquiera que observe con cuidado lo que ocurre en las cárceles mexicanas debe quedarle claro que el sistema penitenciario nunca ha ocupado un lugar relevante dentro de las políticas ni de los recursos presupuestarios que se asignan a la seguridad. No obstante, perpetuar su abandono impide resolver buena parte de los graves problemas de seguridad que hoy enfrenta nuestro país.◊

 


1 Véase, entre otros, Fiona Macaulay, “Modes of prison administration, control and governmentality in Latin America: adoption, adaptation and hybridity”, Conflict, Security & Development, vol. 13, núm. 4, 2013, pp. 361-392, http://dx.doi.org/10.1080/14678802.2013.834114.

2 Privatización del sistema penitenciario en México, Ciudad de México, Documenta A.C., 2016, http://www.documenta.org.mx/layout/archivos/2016-agosto-privatizacion-del-sistema-penitenciario-en-mexico.pdf.

3 http://www.taringa.net/posts/solidaridad/17867047/Muerte-Social.html.

 


 

* ELENA AZAOLA

Antropóloga y psicoanalista, es investigadora en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. Su trabajo académico se ha centrado en el estudio de grupos vulnerables: niños de la calle, jóvenes en las correccionales, niñas y mujeres que han sido objeto de tráfico y explotación sexual y mujeres en prisión, entre otros.