Queja de un soltero sobre el comportamiento de las personas casadas

 

CHARLES LAMB* / TRADUCCIÓN Y PRESENTACIÓN DE NATHALY BERNAL**

 


 

“A Bachelor’s Complaint of the Behavior of Married People” apareció por primera vez en London Magazine en 1822 y después pasó a conformar The Essays of Elia (1823), la primera de dos compilaciones de ensayos por las que se conoce a Charles Lamb —la segunda es The Last Essays of Elia (1833)—. Ya desde Swift o Johnson, algunos ensayistas británicos acudían en sus textos a la sátira y al comentario mordaz sobre su sociedad, ya fuese o no con la intención de producir un cambio en la época. En este ensayo, Lamb intenta una estrategia que podría ser más efectiva: la amenaza. Después de criticar a sus amigos casados, los insta a rectificar su comportamiento, so pena de que sus nombres se expongan a los cuatro vientos.

La mezcla de humor y de ironía con que lo hace es probablemente el reto más grande en la traducción. En este sentido, he optado por mantener una impresión de monólogo sostenido, por incluir repeticiones a la manera de alguien que se queja para sí mismo, y por preservar el uso de cursivas, no en los lugares exactos en donde aparecían en el original, sino en donde el énfasis hace toda la diferencia en nuestra lengua. Dos siglos después, algunas de las situaciones domésticas expuestas siguen siendo familiares y, compartamos o no el punto de vista del ensayista, sí que podemos simpatizar con su amargura de solterón.

Bucaramanga, Colombia
Febrero de 2021

 

 

Como hombre soltero, he pasado buena parte de mi tiempo apuntando los defectos de las personas casadas con el fin de consolarme por aquellos placeres superiores de los que me he privado, según ellas, por quedarme así como estoy.

No puedo decir que los pleitos entre esposos hayan causado en mí una penosa impresión o que me hayan predispuesto a reforzar mis determinaciones antisociales, que ya había tomado mucho tiempo atrás por consideraciones de mayor importancia. Lo que me ofende con mayor frecuencia cuando visito a las personas casadas es un desatino de otra naturaleza. Resulta que son demasiado amorosas… Bueno, no es que sean demasiado amorosas: eso no explica lo que quiero decir. Además, ¿por qué me ofendería? El mismo acto de aislarse para disfrutar por completo de la compañía mutua implica que, del mundo entero, se prefieren el uno al otro.

De lo que me quejo es de que expresen esa predilección de manera tan evidente, de que la expongan ante nosotros, los solteros, sin pudor alguno, de forma que uno no puede estar en su compañía ni un momento sin que le hagan saber, por medio de algún indicio o de una declaración abierta, que el objeto de dicha predilección no es uno. Ahora bien, hay cosas que no constituyen ofensa alguna mientras apenas se supongan o se den por sentadas, pero se vuelven muy ofensivas si se pronuncian. Si un hombre abordara a la primera muchacha conocida que vistiera ropas simples o de estar en casa y le dijera sin rodeos que no es lo suficientemente hermosa o adinerada para él, y que, por lo tanto, no puede casarse con ella, merecería que lo patearan por su mala educación. Sin embargo, todo eso está implícito en el hecho de que, al poder acercarse a ella y proponérselo, nunca lo ha considerado conveniente. La muchacha lo sabe tan bien como si se lo hubieran dicho llanamente, pero ninguna mujer sensata pensaría que aquello es motivo para un altercado. Tampoco una pareja casada tiene derecho a decirme, por medio de sermones o de miradas apenas menos directas que sermones, que no soy el afortunado…, que no fui la primera opción para la señorita. Me basta con saberlo: no necesito ese eterno recordatorio.

La exhibición de una superioridad intelectual o de riquezas puede mortificar hasta el cansancio, pero al menos admite alguna forma de atenuante. El conocimiento que ostentan para ofenderme puede, sin proponérselo, hacerme mejor. De la casa del hombre adinerado, de sus pinturas, parques y jardines, al menos obtengo beneficios temporales. Pero la exhibición de la felicidad matrimonial no admite ningún atenuante: es insulto puro, sin salvedad, sin recompensa.

Da mucho que pensar el hecho de que el rasgo más sobresaliente de un matrimonio sea su carácter monopolizador —y no precisamente del tipo menos deleznable—. La mayoría de propietarios tiene la astucia de ocultar de la vista de los demás sus privilegios exclusivos, para que sus vecinos menos afortunados, al conocerlos poco, pierdan interés en cuestionar sus derechos. Pero estos casados monopolistas nos arrojan a la cara la parte más ofensiva de sus bienes.

Nada me resulta más desagradable que la total satisfacción con la que resplandecen los semblantes de una pareja de recién casados —y el de ella en particular—. La suerte ya está echada: uno ya no puede tener esperanzas con ella. Y es verdad, uno no las tiene; deseos tampoco, probablemente, pero ésta es una de esas verdades que deben, como dije antes, darse por sentadas y no pronunciarse. Sus aires de grandeza, fundados en la ignorancia de nosotros, los solteros, serían más ofensivos si ellos, los casados, fueran menos irracionales. Les concedemos que entienden los misterios propios de su oficio mejor que nosotros, los solteros, que no hemos tenido la dicha de ser redimidos de la sociedad. Pero su arrogancia no permanece dentro de esos límites. Si un soltero se atreve a ofrecer su opinión —sobre el tema que sea— en su presencia, la ignoran de inmediato, por provenir de una persona incompetente. Tuve la desgracia de diferir con Nay, una joven casada a quien conozco —que, lo mejor de todo, hace dos semanas aún era soltera—, cuando discutíamos sobre el modo correcto de criar ostras para el mercado de Londres. Me preguntó con convicción y con una mueca despectiva cómo un viejo solterón como yo podía pretender saber algo al respecto.

Pero cuanto he hablado hasta ahora no se compara con las ínfulas que se dan estas criaturas cuando se deciden —como sucede por lo general— a tener hijos. Cuando pienso en lo poco inusuales que son los niños —todas las calles y callejones están repletos de ellos—, en que lo común es que la gente más pobre los tenga en mayor abundancia —son muy pocos los matrimonios que no son bendecidos con al menos una de estas baratijas—, en qué tan a menudo acaban enfermos, frustran las tiernas esperanzas de los padres, toman caminos perversos que conducen a la pobreza, a la desgracia, a la horca…, no puedo entender, ni siquiera remotamente, cómo tenerlos puede ser una fuente de orgullo.

Si un niño fuera un joven fénix, si sólo naciera uno por año, sólo en ese caso habría alguna razón. Pero son tan ordinarios… No pienso referirme al insolente mérito del que se creen dignas las parejas de casados en estas ocasiones. Que crean lo que quieran. Pero por qué esperar que nosotros, que no somos sus naturales devotos, traigamos incienso, mirra y oro, tributos de homenaje y adoración… No lo entiendo.

“Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud”, se lee del libro de los Salmos en la misa para mujeres. “Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos”,1 respondo yo. Pero entonces que no vacíe su aljaba sobre nosotros, que estamos desarmados; está bien que sean saetas, pero no que nos irriten y se incrusten en nosotros. He observado que estas saetas por lo general tienen doble punta, para asegurarse de que acierten con una o con otra. Por ejemplo, cuando uno va a una casa llena de niños y no les presta atención —quizás está pensando en algo más y se hace el de oídos sordos ante sus mimos inocentes—, pasa uno por intratable, malhumorado, aborrecedor de niños. Por otra parte, si uno los encuentra más simpáticos que de costumbre, si se deja llevar por sus tiernos modales y se dispone a entretenerse y a jugar con ellos, algún pretexto hallan los adultos para sacarlos de la habitación: o son pesados y bulliciosos, o a tal señor no le gustan los niños. La saeta acierta por cualquiera de los lados.

Yo podría pasar por alto su envidia y prescindir de jugar con sus mocosos, si eso les causa alguna molestia. Pero es absurdo, pienso, que se nos pida que los queramos sin ningún motivo —a una familia entera, a ocho, nueve o diez niños, indiscriminadamente—, que queramos a todos los pobrecitos, sólo porque son tan encantadores… Conozco bien el dicho: “Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can”; sólo que no siempre es posible ponerlo en práctica, sobre todo si el perro toma como deporte fastidiar o intentar morderlo a uno. Puedo arreglármelas para querer a un perro, o a otra cosa más pequeña —cualquier objeto inanimado, como un recuerdito, un reloj, un anillo, un árbol o el último lugar en donde compartimos antes de que un amigo se fuera y sólo quedara su ausencia prolongada—, porque quiero a mi amigo y a cualquier cosa que me haga recordarlo, siempre que los objetos sean de naturaleza indiferente y acepten los matices que les sean dados.

Pero los niños tienen personalidades propias: son agradables o enojosos porque sí. De manera que yo los quiero o los odio dependiendo de la naturaleza de cada uno. El carácter infantil es algo muy serio para que un niño se tome como un mero apéndice de otro ser, y para que se quiera o se odie por las mismas razones. Para mí están por su propia cuenta, como lo están hombres y mujeres. ¡Ah!, me dirán, ¡pero es una edad tan bonita!, ¡hay algo en los tiernos años de la infancia que ya de por sí nos atrae! Y es justo por esa razón que soy más condescendiente. No ignoro que los niños buenos son un don de la naturaleza, sin exceptuar siquiera a las delicadas criaturas que los alumbran, pero cuanto más hermoso es un don, tanto más deseable es que lo sea por sí mismo. Una margarita no difiere mucho de otra en su esplendor, pero una violeta debería lucir y oler de formas más exquisitas… Siempre he sido quisquilloso con las mujeres y los niños.

Sin embargo, esto no es lo peor. Antes de que los casados puedan quejarse de falta de atención, es necesario que lo admitan a uno en su intimidad familiar, lo que implica visitas y algún tipo de relaciones sociales. Pero si el esposo era amigo de uno antes del matrimonio, si no fue por su esposa que uno lo conoció, si no fue ella quien lo metió a uno en esa casa, sino que uno era su amigo antes de que el noviazgo estuviera tan establecido, uno ha de tener cuidado: la situación es precaria. Antes de que pasen doce meses, uno ha de notar que su amigo ha cambiado: se ha vuelto frío y buscará cualquier oportunidad para distanciarse.

A duras penas conservo algún amigo casado en cuya lealtad absoluta pueda confiar; una amistad que no haya comenzado después de la fecha de su matrimonio. Esto las mujeres pueden tolerarlo con ciertas limitaciones; pero que el buen hombre se atreva, sin consultárselo, a formar parte de la sagrada liga de la amistad —incluso si esto sucede antes de que se conozcan, antes de que los ahora marido y mujer siquiera se trataran—, no, de ningún modo, esto es insoportable. Toda vieja amistad, todo vínculo auténtico debe ahora pasar por su despacho para que reciba el sello de su nueva divisa. Son como el príncipe que hace traer dineros antiguos acuñados en otro reino, antes de que él naciera o fuera incluso concebido, para hacerlos acuñar con su propia marca y permitirles entrar en vigor. Puede imaginarse con qué suerte corre, por lo general, la oxidada pieza de metal que es uno en estas negociaciones.

Innumerables son las formas de las que se valen para insultarlo a uno y menoscabar la confianza de sus esposos. Una de las formas es reírse con cierta perplejidad de todo lo que uno dice, como si uno fuera un tipo extraño que dijera cosas simpáticas aunque extravagantes. Tienen una mirada especial para ese propósito. Hasta que al fin el esposo, que antes cedía ante las opiniones de uno, e incluso pasaba por alto alguna mancha —en la conversación o en la conducta— en nombre del juicio (no del todo vulgar) que él apreciaba, comienza a sospechar que uno no es precisamente la gracia en persona, sino apenas un tipo con el que estaba bien juntarse de soltero, pero no del todo correcto como para compartir con las damas. Éste es el método de la mirada fija, y es el que han usado en mi contra más a menudo.

Luego está el método de la exageración o de la ironía. Cuando se percatan de que sus esposos lo tienen a uno particularmente en cuenta, de que no es tan fácil destruir el vínculo que se fundó en la estima que ellos guardan por uno, entonces celebran todo lo que uno dice o hace con cumplidos desmesurados. Así hasta que el buen hombre, que comprende muy bien que la mujer exagera en consideración suya, se aburre de deberle este reconocimiento a tanta simpleza. De forma que cede un poco, le baja los humos a su entusiasmo y desciende al fin a un nivel de aprecio prudente —una estima discreta, una moderada amabilidad—, al que ella se puede sumar por simpatía, sin tener que forzar su franqueza.

Otro método —porque para alcanzar un cometido tan deseable éstos son infinitos— consiste en trastocar con cierta ingenuidad lo que hizo que el esposo lo tuviera a uno en estima. Si la excelencia de carácter moral fue aquello que tensó la cadena que ella se propone romper, ante cualquier descubrimiento imaginario de una señal de patetismo en la conversación, protestará: “Creía, querido, que habías dicho que tu amigo era un gran intelectual…”. Si, por lo contrario, fue un supuesto encanto en la conversación lo que hizo que uno le cayera bien al esposo, y por esto hacía caso omiso de alguna falta irrisoria en los buenos modales, a la primera advertencia de una de ellas, ella exclamará sin pensarlo: “Éste, querido, es tu buen amigo, el señor…”.

Una buena dama, a quien me tomé la libertad de objetar que no me confería el respeto del cual me creía merecedor, dada mi vieja amistad con su esposo, tuvo el desparpajo de confesar que antes de casarse lo había oído hablar de mí, y que desde entonces había concebido grandes deseos de conocerme, pero que mi presencia había decepcionado sobremanera sus expectativas. Con base en las observaciones de su esposo, ella se había hecho a la idea de conocer a un hombre magnífico, alto, con aspecto de oficial (cito sus palabras); es decir, todo lo contrario a lo que resultó ser cierto. ¡Qué tal el desparpajo! Y yo tuve la cortesía de no responderle con otra pregunta: cómo era que establecía estándares de logros personales tan diferentes para su esposo y para los amigos de éste. Porque las medidas de mi amigo son muy similares a las mías. Él mide un metro con sesenta y cinco, con todo y zapatos, y yo mido uno o dos centímetros más que él. Y en cuanto a lo de oficial, él no da más señales de esto que yo, ni en apariencia ni en carácter.

Éstas son algunas de las mortificaciones que he padecido en mis absurdos intentos por visitar sus hogares. Enumerarlas todas sería una empresa inútil. Así que sólo echaré un vistazo al más común de los indecoros del que son culpables las damas casadas: aquél de tratarnos como si fuéramos sus maridos, esto es, de manera informal, en tanto sus verdaderos maridos nos tratan de manera solemne. Testacea, por ejemplo, me hizo esperar la otra noche un largo rato después de la hora de la comida, durante el cual expresó su preocupación porque su esposo no llegaba a casa, hasta que las ostras se echaron a perder antes de incurrir en la desfachatez de tocar una en su ausencia.

Eso ya es llevar los buenos modales a otro extremo. La ceremonia es un artificio que sirve para desprenderse de la sensación de incomodidad que produce el sabernos poco amados y estimados por el prójimo. La ceremonia se esfuerza por compensar, al prestarle una atención superlativa a las minucias, la atención que se niega a lo que en verdad importa. Si Testacea me hubiera convidado las ostras, si hubiera asumido que su esposo no podía llegar a cenar, entonces habría actuado siguiendo las más estrictas normas del decoro. No tengo conocimiento de ninguna ceremonia que las damas se sientan obligadas a seguir en relación con sus esposos, más allá que la de comportarse de forma modesta y recatada.

Por eso protesto en contra del afán de Cerasia por complacer el apetito de su esposo, allí cuando, sentada a su propia mesa, despachó para él un plato de lichis al que yo aspiraba de muy buen grado, y ofreció a mi soltero paladar un plato menos extraordinario de grosellas. Tampoco puedo excusar la injustificada afrenta de… Pero no, ya no puedo seguir ajusticiando a las mujeres casadas que conozco, sirviéndome de nombres latinos. Más les vale que revisen y corrijan sus modales, o prometo dejar constancia de sus nombres de pila, para terror de aquellas malhechoras en el futuro.◊


1 Salmos 127: 4 y 5. Sigo la traducción de la Biblia Reina-Valera.

 


* CHARLES LAMB 

Fue uno de los ensayistas más preclaros del Romanticismo inglés. Se le conoce principalmente por su libro Ensayos de Elia y por el volumen Cuentos de Shakespeare, coescrito con su hermana, Mary Lamb.

** NATHALY BERNAL

Es maestra en Traducción por El Colegio de México. A la fecha imparte clases en la Escuela de Idiomas de la Universidad Industrial de Santander. Su publicación más reciente, en coautoría con Hugo Armando Arciniegas, se titula “Ensayo literario: hacia una teoría de la traducción” (Acta Poética 42:1, enero-junio 2021).