
01 Abr Pulsiones criminales. Campañas antichinas en la forja de la Patria
Desde mediados del siglo xix, la migración china hacia América se incrementó y México no fue la excepción como país huésped, si bien la hospitalidad mexicana no fue precisamente la cualidad en la recepción de este grupo, víctima del racismo y la discriminación más violentos.
PABLO YANKELEVICH*
En los procesos de construcción nacional, los discursos nacionalistas buscan afianzar grados de homogeneidad en comunidades que aspiran a reclamarse y reconocerse como nacionales. Relatos sobre un pasado compartido, invocaciones a la unidad ante desafíos del presente y promesas de un futuro venturoso son algo más que expresiones románticas. Se trata de imperativos políticos imprescindibles para justificar el ejercicio del poder en nombre de una nación que al asumirse única no puede más que ser excluyente. La exclusión emerge como condición necesaria en la definición de qué es y quién merece integrar una nación. En estos procesos, la noción de raza en sus acepciones culturales y biológicas constituyó un dispositivo fundamental. Invocar la profundidad de linajes ancestrales y racializar las poblaciones apelando a determinismos biológicos fueron marcadores de identidad que se usaron, y lamentablemente aún se usan, para trazar las fronteras mentales y geográficas que nos separan de los otros. Las maneras de gestionar esa separación definen comportamientos que transitan desde una pasiva tolerancia a los diferentes hasta rechazos violentos e inmisericordes que activan políticas criminales.
En un mundo de naciones, México no constituyó ninguna excepción; por lo contrario, la marcada heterogeneidad social y cultural, resultado de la amplitud de las comunidades indígenas, fue vista como causa de una debilidad congénita que ponía en riesgo la viabilidad de la nación mexicana. La fórmula para remediar esta debilidad fue el mestizaje, es decir, pensar la comunidad nacional como resultado de la mezcla de dos afluentes: uno indígena y primitivo, el otro europeo y civilizado. Sobre esta matriz, y como en el resto del continente, fueron diseñadas políticas de inmigración y colonización extranjera para ocupar espacios despoblados, incentivar actividades productivas y “blanquear” la sangre de anchas poblaciones que, a la mirada de las élites dirigentes, estaban condenadas a ocupar los peldaños inferiores de la civilización occidental.
Junto al resto de las naciones americanas, México compartió la utopía inmigracionista. Sin embargo, no pudo competir con la enorme atracción que ejercía Estados Unidos de América. Entre 1850 y 1914, las corrientes migratorias en el país vecino atrajeron a millones de personas, mientras que en México ese caudal reunió algunas decenas de miles, resultado tanto del interés gubernamental por incrementarlas como del impacto que tuvieron las restricciones migratorias implementadas por los estadounidenses desde finales de siglo xix. Entre otros, éste fue el caso de la migración china, con la peculiaridad de que esta comunidad fue objeto de brutales políticas de exclusión.
En China, la expansión colonial europea, primero, y la japonesa, después, convirtieron el antiguo imperio Qing en campo de guerras, rebeliones, despojos territoriales y saqueos fiscales. A estas desgracias se sumaron años de sequía y las consecuentes hambrunas. Estas circunstancias abrieron el camino a la emigración de campesinos pobres en momentos en los que, además, comenzaba a declinar el tráfico de esclavos africanos de este lado del Atlántico. De modo que las primeras corrientes migratorias chinas hacia América alimentaron un negocio que, bajo contratos leoninos, obligaba a trabajos en la agricultura, en la minería y en la construcción de obras de infraestructura por determinada cantidad de años, hasta que fuera saldada una deuda que el inmigrante contraía con hacendados y empresarios por el pago del pasaje, el hospedaje y la alimentación.
Desde mediados del siglo xix, y en condiciones de semiesclavitud, estos jornaleros comenzaron a llegar a las plantaciones azucareras en Cuba, la actual República Dominicana y Perú. Más tarde, fueron empleados en las excavaciones del canal interoceánico en Panamá, mientras que en nutridas oleadas arribaron al oeste estadounidense atraídos por la prosperidad de la minería del oro y el tendido de líneas ferroviarias. Más de 300 mil “culíes” chinos desembarcaron en este continente durante la segunda mitad de ese siglo y lo hicieron a través de una red internacional de tráfico de inmigrantes liderada por antiguas compañías europeas, sobre todo británicas, que habían florecido a la sombra del comercio de esclavos africanos.
La abolición de la esclavitud en Estados Unidos activó un fuerte movimiento contrario a este negocio que simulaba una libre contratación, cuando en realidad sometía a los inmigrantes a condiciones de explotación laboral que las condenaba a la muerte mucho antes de conseguir pagar sus deudas. La “trata amarilla” fue prohibida en Estados Unidos en 1865 para reemplazarla por un arreglo que contempló el pago de un crédito que el migrante recibía para la adquisición del pasaje marítimo. Esta deuda se saldaba en abonos mensuales descontados de los salarios de los trabajadores y, una vez cumplida, dejaba a la persona en libertad para buscar otro empleo.
Las condiciones de contratación y la cadena de abusos y arbitrariedades fueron acompañadas de una rabiosa estigmatización cultural y racial. Los chinos fueron ubicados en las antípodas de los valores occidentales y cristianos que encarnaba el europeo, paradigma del buen inmigrante. Sobre ellos recayeron todos los prejuicios de Occidente en una coyuntura en la que resonaban los ecos de la expansión colonial europea que enfrentaba guerras e insurrecciones que, entre otras, condujeron a la sublevación de los Boxers. En el amanecer del siglo xx, este levantamiento sembró terror por su reclamo de exterminar toda presencia extranjera en suelo chino. Con gran detalle, la prensa occidental pasó revista a los asesinatos y actos vandálicos de los que fueron víctimas los extranjeros; y estas imágenes acrecentaron la ya amplia opinión de que los chinos integraban una raza inferior, la amarilla, portadora de enfermedades contagiosas que amenazaban la salud del mundo civilizado. Además, la supuesta inferioridad encontraba manifestación en una religión idolátrica refractaria a la moral cristiana, en el consumo de alimentos repugnantes, en hábitos de vida antihigiénicos, así como en prácticas sociales corrompidas y proclives al consumo de drogas, al juego de azar y a la prostitución. A este cuadro de prejuicios racistas se sumaron los conflictos generados por la competencia en el libre mercado de trabajo en las naciones de recepción, donde los jornaleros chinos, por las miserables condiciones en las que desenvolvían sus vidas, aceptaban salarios inferiores a los que exigían los trabajadores nacionales. Estas circunstancias impregnaron la migración china de una fuerte carga de indeseabilidad, expresada en reclamos, agresiones y motines que en Estados Unidos condujeron a la emisión en 1882 de la primera Acta de Exclusión de estos migrantes, a quienes se les prohibió el ingreso durante diez años; en 1888 la restricción se amplió a 20 años y, en 1904, el ingreso de chinos se prohibió de manera definitiva.
En los momentos en los que estos debates y normas migratorias tenían lugar al otro lado de la frontera, en México se escucharon las primeras polémicas en torno a la conveniencia de aceptar esta migración. Incluso los funcionarios y empresarios que veían con buenos ojos la “laboriosidad” y el bajo costo salarial que representaban estos jornaleros compartían los prejuicios contra esta raza “sucia como la conciencia de un demonio”, en palabras de Francisco Bulnes (1875: 182). La contratación de chinos resultaba atractiva y redituable, aunque era necesario deslindarla de los anhelos de mejorar la calidad de la población nacional mediante la captación de migrantes europeos. Se argumentó que los chinos sólo serían peones o jornaleros, nunca colonos agrícolas, y que su presencia sería temporal. El problema central de esta migración se apuntó en un estudio encargado por Porfirio Diaz: “se funda en la comprobada experiencia de que la raza china no se amalgama con los pueblos modernos de origen europeo, ni es asimilable a la civilización occidental”. Los chinos, “por su idioma, por sus costumbres, su constitución social y política son diversos y antagónicos a la población europea o de origen europeo”; por esta razón, no se mezclan con “otras razas, sino que se organizan para constituir grupos completamente extraños” (Romero, 1911: 80, 82).
La migración china en México inició en los años ochenta del siglo xix y mostró un acelerado crecimiento, pues pasó de un millar de personas en 1895 a poco más de 13 mil en 1910. Como ya se apuntó, este fenómeno respondió a dos razones, en primer lugar, el fuerte impulso gubernamental durante el porfiriato. A comienzos de la década de 1880, y con el patrocinio del general Carlos Pacheco, entonces secretario de Fomento del gobierno de Porfirio Díaz, se constituyó la Compañía Mexicana de Navegación del Pacífico, que fue la encargada de transportar desde las costas del sur de China a buena parte de los jornaleros previamente contratados para trabajar en el tendido de vías férreas, en la minería y en la agricultura, sobre todo en los estados noroccidentales que vivieron un notable crecimiento económico, resultado de la articulación de estas regiones con la economía estadounidense. En segundo lugar, el ensanchamiento de esta migración derivó de las prohibiciones norteamericanas. México se convirtió en refugio de comunidades asiáticas expulsadas de Estados Unidos, y también en territorio para ingresar de manera irregular al vecino país.
En sentido contrario a los vaticinios de la élite porfiriana, estos migrantes, una vez saldadas sus deudas, tuvieron la habilidad de incorporarse a un dinámico mercado laboral y en él encontraron oportunidades para satisfacer demandas de economías regionales en expansión. El comercio al menudeo, la producción de hortalizas, la fabricación de artículos de alto consumo, como indumentaria y alimentos, junto a una amplia gama de actividades de servicio, como fondas, hoteles y lavanderías, fueron la puerta de acceso a una movilidad social que no tardó en sumar nuevas antipatías a las de viejo cuño. Aparecieron entonces las animadversiones por competencias comerciales, industriales e incluso matrimoniales.
Mucho antes del estallido revolucionario de 1910, el prejuicio antichino estaba muy extendido y atravesaba diversos sectores, desde trabajadores en minas, fábricas y ferrocarriles, hasta clases medias de comerciantes, agricultores y funcionarios políticos. No por casualidad, una de las exigencias del magonismo, expresadas en el célebre Programa del Partido Liberal Mexicano de 1906, fue prohibir la inmigración de chinos, porque siempre “estaban dispuestos a trabajar con el más bajo salario, son sumisos, mezquinos en aspiraciones”. Su competencia era funesta: “la inmigración china no produce a México el menor beneficio” (“Programa…”, 1906). Con argumentos similares, se conformaron asociaciones de comerciantes e industriales a lo largo del país para combatir esta indeseable presencia.
La fobia antichina se entremezcló con uno de los agravios que alimentaron la Revolución de 1910. En México se respiró una fuerte y manifiesta contrariedad por el lugar de privilegio que ocuparon personajes y comunidades de extranjeros en la vida económica, política y social. El pensamiento liberal más radical, aquel que nutrió con hombres e ideas a la generación de precursores de la Revolución, fue también el primero que alzó la voz contra la injerencia y el poderío de colonias extranjeras. Desde 1897, el emblemático periódico opositor El Hijo de Ahuizote no por casualidad llevó el subtítulo de “México para los mexicanos”. Este lema, décadas más tarde convertido en bandera de programas y campañas alentadas por los gobiernos revolucionarios, no hizo más que generalizar una consideración que equiparó al extranjero con los ricos y poderosos empresarios, banqueros y comerciantes, de modo que, cuando la Revolución se hizo presente, la violencia potenció conductas xenófobas contra diversas colectividades de extranjeros y, entre ellas, la china fue objeto de un marcado rechazo que llegó al límite de linchamientos, persecuciones, promulgación de leyes de exclusión, deportaciones selectivas, primero, y expulsiones masivas, después.
Hasta muy recientes fechas, un denso silencio oficial cubrió el racismo y la xenofobia contra los chinos. Debió transcurrir más de un siglo para que el Estado mexicano reconociera la complicidad de las fuerzas revolucionarias en el asesinato de 303 chinos en Torreón. Ésta fue la mayor matanza de extranjeros activada por un racismo que acumuló presión en el tramo final del porfiriato y que encontró su expresión criminal en mayo de 1911, cuando contingentes maderistas tomaron aquella población tras la huida de la guarnición del Ejército Federal. Se trató de una masacre alentada por protagonistas de una revolución que prefirió olvidarla, a pesar de las evidencias aportadas por los historiadores desde hace décadas.
Lejos de reducir las pulsiones antichinas, los sucesos de Torreón las potenciaron, para terminar como banderas de jefes revolucionarios que, convertidos en legisladores y en autoridades estatales y nacionales, consiguieron traducirlas en un movimiento político con estructuras partidarias. Así nacieron las Ligas Nacionalistas Antichinas de amplias y estridentes presencias en gran parte del país, las cuales promovieron furiosas campañas para boicotear actividades comerciales e industriales en manos de asiáticos. Sonora fue el epicentro de estas campañas, apoyadas en buena medida por sus máximos dirigentes. En 1916, Plutarco Elías Calles, entonces gobernador, prohibió la migración de chinos a la entidad. Tres años más tarde, una ley estatal estipuló a las empresas en manos de extranjeros que 80% del personal debía ser mexicano, en una clara referencia a emprendimientos cuyos propietarios eran chinos. En 1923, durante el gobierno de Alejo Bay, se emitieron dos leyes que consagraban palmarias políticas de exclusión racial. La primera ordenó la creación de barrios especiales donde los asiáticos debían ser recluidos; la segunda prohibió los matrimonios con mexicanas, “para evitar la degeneración de nuestra raza y establecer un valladar moralizador a la mujer mexicana” (Monteón y Trueba, 1988: 29). Entretanto, a través de disposiciones oficiales y de órdenes confidenciales, la Secretaría de Gobernación durante los años veinte prohibió el ingreso de migrantes de razas que “constituían un peligro de una descomposición social, cultural y política, así como de una degeneración racial de la población nacional” (“Ley de Migración…”, 1926). Los chinos, claro está, encabezaban todos los listados de razas prohibidas en México. La persecución condujo finalmente a operaciones de expulsión masiva realizadas de manera soterrada, puesto que los gobiernos carecían de recursos para sufragar los gastos de deportaciones hasta China. Se procedió a concentrar a familias enteras y luego conducirlas en trenes hasta la frontera con Estados Unidos para ingresarlas de manera irregular o bien obligarlas a que cruzaran la línea internacional. Entre 1931 y 1932 fueron expulsados cerca de cinco mil chinos, muchos ya mexicanos por naturalización, junto a sus esposas e hijos mexicanos. Los negocios de estos migrantes y sus familias debieron malvenderse en el mejor de los casos, o fueron directamente expropiados. En 1930 la población de origen chino en México sumaba algo más de 15 mil personas. Una década más tarde, ese volumen se redujo a la mitad. Un ejemplo extremo de los resultados alcanzados por estas campañas llamadas “pro raza” lo proporciona Sonora, donde la población china pasó de poco más de 3 500 personas en 1930 a menos de un centenar en 1940.
El antichinismo mexicano fue un calco del estadounidense. Sus argumentos fueron tomados de las columnas y las caricaturas de una prensa profundamente racista y xenófoba; y también de obras gestadas en espacios académicos y fundadas en supuestas evidencias científicas. Entre estas últimas, destacaron las lecturas que las élites tanto porfiriana como revolucionaria hicieron de Richmond Mayo-Smith, economista estadounidense, pionero de la sociología de las migraciones y autor del influyente libro Emigration and Immigration. A Study in Social Science publicado en 1890. “Ningún pueblo puede existir ni ser poderoso si no es completamente homogéneo” (Mayo-Smith, 1904: 78), sentenció este catedrático de la Universidad de Columbia en una de las páginas de esta obra. La mirada estaba puesta en aquellas nacionalidades y “razas” que amenazaban el nativismo blanco estadounidense. Desde México, la lectura fue similar, sólo que, aquí, la homogeneidad fue pensada a partir de un mestizaje en el que la blanquitud no era una realidad, sino una aspiración. México estaba lejos de conformar un pueblo homogéneo, por lo que el proyecto mestizófilo peligraba con el crecimiento de esta “verdadera escoria humana”, como fue calificada la migración china por el doctor Francisco Valenzuela, uno de los fundadores del sanitarismo nacional (Valenzuela, 1922).
Ni siquiera Vasconcelos pudo sustraerse del prejuicio antichino cuando avizoró a América Latina como la cuna de la raza cósmica, mezcla de todas las existentes y síntesis de la cultura universal. En las lecturas de aquel memorable ensayo, no suele repararse en opiniones muy a tono con un clima de época que alentó las mayores exclusiones en nombre del mestizaje. “Reconocemos, escribió, que no es justo que pueblos como el chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los ratones, vengan a degradar la condición humana” (1948: 29).
Como hemos señalado en otra obra (Yankelevich, 2020), en la forja de sentimientos nacionales resulta importante tener enemigos, no sólo, como apunta Umberto Eco (2012: 5), para “definir nuestra identidad, sino para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor”. Así, el racismo norteamericano hizo las veces de espejo en el que se miró el nacionalismo revolucionario para imaginar su opuesto, la utopía de construir una sociedad libre de atavismos y prejuicios raciales.
El mestizaje, en tanto molde donde “hacer la nacionalidad y cristalizar la patria”, en palabras de Manuel Gamio (1960: 5), debía cuidarse de los peligros que representaban las inmigraciones indeseables. Ante el espejo del nativismo norteamericano, México reaccionó con la racialización de discursos políticos y prácticas sociales, aunque cambió el lugar de la enunciación. Los alegatos en favor de la pureza racial fueron trocados por apelaciones en defensa de la mezcla entre europeos e indígenas, puesto que la sangre china amenazaba con retrogradar, aún más, la de por sí deficiente constitución de la población nacional. Si en el vecino país la inmigración china ponía en riesgo la supremacía de los blancos, en México desafiaba el proyecto de homogeneizar a partir de una mixtura blanqueadora.
La matanza de Torreón y las violencias desatadas a la sombra de las campañas antichinas han sido valoradas como un lamentable daño colateral en la forja de la patria, cuando, en realidad, deberían alertar y ser ejemplo de las pulsiones criminales que anidan en la búsqueda obsesiva de uniformidades que reclaman la extirpación de los diferentes y de las diferencias del sagrado cuerpo de la Patria.◊
Referencias
Bulnes, Francisco, Sobre el hemisferio norte, once mil leguas. Impresiones de viaje a Cuba, los Estados Unidos, el Japón, China, Cochinchina, Egipto y Europa, México, Imprenta de la Revista Universal, 1875.
Gamio, Manuel, Forjando Patria, México, Porrúa, 1960.
“Ley de Migración de los Estados Unidos Mexicanos”, Diario Oficial de la Federación, México, 13 de marzo de 1926.
Mayo-Smith, Richmond, Emigration and Immigration. A Study in Social Science, Nueva York, C. Scribner’s Son, 1904.
Monteón González, Humberto, y José Luis Trueba Lara, Chinos y antichinos en México: documentos para su estudio, Guadalajara, Gobierno de Jalisco, 1988.
“Programa del Partido Liberal Mexicano”, Regeneración, San Luis, Missouri, 1 de julio de 1906.
Romero, José María, Dictamen de la Comisión de Inmigración, México, Imp. A. Carranza e hijos, 1911.
Umberto, Eco, “Construir al enemigo”, en Construir al enemigo, México, Lumen, 2012.
Valenzuela, Francisco, “Apuntes sobre el problema de la migración en México”, México, 1922, mimeo.
Vasconcelos, José, La raza cósmica, México, Espasa y Calpe, 1948.
Yankelevich, Pablo, Los otros. Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México, 1900-1950, México, El Colegio de México, 2020.
* Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, que dirige actualmente. Es doctor en Estudios Latinoamericanos por la unam, miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y miembro Regular de la Academia Mexicana de Ciencias. Sus campos de especialización son la historia política de América Latina contemporánea, la historia de Revolución mexicana, la historia de los exilios y los refugios políticos en América Latina, y la historia de la migración en México. Recientemente publicó, en El Colegio de México, Los otros. Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México, 1900-1950.