Profecías diseñadas para cumplirse: Estados Unidos, China y la “Guerra Fría 2.0”

La competencia entre Estados Unidos y China por la hegemonía mundial ¿se plasma en viejas dicotomías como la de gobiernos democráticos y gobiernos autocráticos o, incluso, la del tipo capitalismo y socialismo? Érika Ruiz cuestiona el maniqueísmo con el que analizan la cuestión los discursos de la academia y de las élites gobernantes estadounidenses y propone buscar nuevos marcos conceptuales que tejan fino en la observación del complejo escenario internacional.

 

ÉRIKA RUIZ SANDOVAL*

 


 

Al asumir la presidencia, Joe Biden tenía claro que uno de sus principales retos era gestionar la relación con China, país que, en el equivalente a un parpadeo en la historia de la humanidad, ha cambiado de categoría en el orden internacional y ahora está en posición de moldearlo conforme a sus propios intereses, si así lo desea. Desde la perspectiva estadounidense, el ascenso chino implica un desafío mayúsculo. Es la primera vez desde que terminó la Guerra Fría que Washington tiene ante sí a un actor suficientemente poderoso como para disputarle la hegemonía. Además, Estados Unidos no llega a este momento en las mejores condiciones: su liderazgo internacional se ha ido erosionando desde que lanzó la guerra contra el terrorismo y, más aún, desde la era de Trump. Internamente, el país está profundamente dividido.

Por ahora, el choque entre el hegemón con síntomas de decadencia y la potencia ascendente existe, más que en la realidad, en el papel y en el imaginario de parte de la élite estadounidense. Pero, justo por eso, es preocupante que se estén haciendo vaticinios tan sesgados, que empiecen a sentarse las bases para intentar convertir la profecía de la proverbial torre de marfil en una realidad tangible. No deja de sorprender que, justo donde las Relaciones Internacionales crecieron y se consolidaron como disciplina independiente, la discusión esté siendo tan pobre y maniquea.

Es cierto que, en la segunda posguerra, las Relaciones Internacionales encontraron en Estados Unidos un terreno fértil para arraigarse y que el grueso de sus herramientas de análisis se desarrolló durante la Guerra Fría, en buena medida para gestionar y justificar la hegemonía estadounidense. Entonces, es natural que ahora esa misma academia intente encontrar la forma de preservarla. Sin embargo, llama la atención que la comunidad de internacionalistas estadounidense esté tan poco preparada para entender a China.

Son muchos los análisis que se están publicando para tratar de meter a China, el supuesto nuevo rival, en moldes ya muy gastados, incluido el que dejó la Unión Soviética en 1991, en el que la potencia asiática no entra ni con calzador. Es como si, al evocar batallas del pasado, quisieran encapsular el desafío que representa una China ascendente en una píldora fácil de tragar para la élite estadounidense que, tal vez, más adelante quiera recetar a la población en general. Pero eso es tratar de obligar a la realidad a conformarse a una plantilla existente, en vez de buscar desarrollar nuevos marcos conceptuales que se ajusten mejor a los actores involucrados y a la situación del escenario internacional. Es como si sólo tuvieran un martillo y, por lo tanto, todos los desafíos son clavos.

Así, la analogía de la Guerra Fría para describir la rivalidad entre Estados Unidos y China es inadecuada. No obstante, es recurrente su uso y pareciera que lo que busca es generar un escenario de enfrentamiento bipolar para entonces justificar la analogía y, más aún, para que se deriven de ella los mismos resultados del periodo que culminó en 1989-91, es decir, el “triunfo” de Estados Unidos y del modelo liberal por encima de un rival autoritario y cruel. También ahí hay una muy mala lectura de lo que ocurrió entonces, con consecuencias que perduran hasta hoy, dado que no ocurrió el fin de la historia y mucho menos el de las ideologías o del conflicto.

  

Guerra Fría 2.0: modelo para armar

 

¿Por qué elegir la Guerra Fría como marco para las relaciones entre China y Estados Unidos? Porque es un modelo fácil de usar. Como dice Allison en su célebre texto sobre la Crisis de los Misiles, el Modelo I de política racional será el más popular entre analistas y tomadores de decisiones, por su simplicidad y por la poca información que necesita para hacer predicciones y recomendaciones de política pública.

Pero, más allá de la simplicidad, hay que recordar la gran nostalgia que los realistas estadounidenses tienen de la Guerra Fría, por considerarla una etapa de gran estabilidad y predictibilidad que ahora se echa de menos, porque estamos en un mundo infinitamente más complejo, caótico y con amenazas mucho más diversificadas que la Unión Soviética o la construcción de ella como enemigo existencial de Estados Unidos sobre bases ideológicas. Por eso, buscan enmarcar la rivalidad con Beijing en el mismo molde con el fin de darle mayores visos de estabilidad y predictibilidad a una amenaza que, en realidad, no saben cómo enfrentar. El mayor problema de usar esta analogía es considerar inevitable el conflicto. Finalmente, no puede soslayarse la necesidad que tienen las élites estadounidenses de encontrar un nuevo elemento de cohesión para un país que está más polarizado y dividido que nunca. El esfuerzo de construir una imagen de China como enemigo que sirva para ese propósito es evidente al menos desde 2015.

El problema de ver la relación desde esta perspectiva es que hay poco espacio para los matices. Todos son trazos tremendamente gruesos que llevan a predicciones que parecen cumplirse, cuando en realidad lo que está haciendo este tipo de enfoque es sentar las bases y crear las condiciones para que así ocurra. Es decir, la predicción no se cumple porque sea precisa en sí, sino porque se vuelve una hoja de ruta para crear la situación necesaria a fin de hacer que los vaticinios se vuelvan realidad.

 

“Errores” de percepción: China no es lo que parece

 

Se ha tildado a China de “potencia revisionista”. Cabe preguntarse por qué, cuando, desde la apertura de su sistema económico, China se ha incorporado de lleno a la globalización y ha buscado trabajar desde los organismos internacionales, incluida la Organización Mundial del Comercio, desde diciembre de 2001. No ha buscado cambiar, reemplazar o suplantar las normas, reglas o instituciones del sistema, sino que se ha incorporado a ellas.

En dos décadas, China se ha vuelto un participante crucial en las instituciones internacionales y se ha involucrado cada vez más en la gobernanza global, motivada por sus necesidades internas, sus preocupaciones estratégicas y la propia experiencia de desarrollo del país. Beijing ha buscado usar mecanismos bilaterales y multilaterales para reformar, desde dentro, las instituciones globales, y, desde luego —y por qué no— para aumentar su influencia en el desarrollo futuro de normas y reglas.

Tal vez es eso parte de lo que molesta y preocupa a Estados Unidos, que, paradójicamente, se ha vuelto el peor enemigo del orden que contribuyó a construir y que tantos beneficios le trajo para el mantenimiento de su hegemonía. Si alguien ha desafiado las instituciones, las normas y las reglas, ése ha sido el Washington de Trump.

Si no es porque es una potencia “revisionista”, China es problemática por su ideología, su tipo de régimen o la personalidad de Xi. Vistos desde la cosmovisión de Occidente, son anatema para el orden liberal. En todo caso, enmarcar la rivalidad China-Estados Unidos como un choque o competencia entre “democracias occidentales” y “gobiernos autocráticos” no es una buena idea para los tiempos que corren, y menos cuando la democracia liberal experimenta una crisis de gran envergadura. Esta falsa dicotomía ideológica que enfrenta a democracias con autocracias en 2022 no permite hacer un análisis sofisticado, matizado y preciso. Al final, terminará por polarizar aún más el escenario global y alimentará la competencia geopolítica, justo cuando la solidaridad internacional es más necesaria que nunca.

Ésta no es la primera vez que Estados Unidos construye enemigos “de diseño”. En la historia reciente, el problema con los soviéticos era el comunismo, que llevaba al expansionismo y al autoritarismo; con Iraq, era el autoritarismo de Hussein y su maldad inherente; con Irán, es la revolución islámica y el fanatismo religioso de los ayatolás, y en Afganistán, veinte años no bastaron para entender los problemas reales de esa población que derivan en la existencia de los talibanes y a la que acaban de abandonar justo en manos de ese grupo. En retrospectiva, esa estrategia es muy poco eficaz incluso para los intereses estadounidenses. ¿Es ése el camino que han elegido los tomadores de decisiones estadounidenses para hacer frente a la enormidad y la complejidad histórica, política, económica, social y cultural que es China? Así parece.

Otros tantos analistas se centran en la personalidad del presidente chino. Consideran que él en sí es de personalidad autoritaria y, en consecuencia, de ahí se deriva una política exterior más agresiva. Al final, ese tipo de análisis también tiene ya mucho recorrido en las Relaciones Internacionales, y tampoco resulta eficaz. Basta ver la inadecuada lectura que se ha hecho del liderazgo de Putin y las consecuencias que eso ha tenido para la tragedia en curso.

El conflicto entre Washington y Beijing pasa por los valores políticos y la forma en la que se organizan la sociedad, la economía, el comercio y el desarrollo tecnológico, pero Estados Unidos y China no son tan distintos como quieren hacernos creer. Ambos utilizan el Estado para apoyar a sus sectores de alta tecnología; ambos mantienen un modelo capitalista en un sentido amplio, en el que uno deja que domine el capital privado y la otra tiene empresas estatales. Si acaso, podría hablarse de una competencia entre distintos modelos económicos, pero ambos debajo del gran paraguas del sistema capitalista.

La dicotomía democracia-autoritarismo es una base endeble para montar todo el esquema de una nueva Guerra Fría. A diferencia de la original, la Guerra Fría 2.0 que promueve Washington no es un conflicto ideológico, religioso o civilizatorio (en términos de Huntington), en el que ambos bandos llevan a cabo ataques abiertos contra el modo de vida del otro país.

Lo más grave es que esa falsa dicotomía no toma en cuenta las complejidades del sistema político chino. Si se mira con detalle el papel que tienen las elecciones locales, el presupuesto participativo y la democracia deliberativa local, entre otros rasgos, habría que describir a China de otra manera, y no sólo como una autocracia equiparable a la Rusia de Putin. Cuando Estados Unidos tilda a China de “socialista”, lo hace desde una muy limitada concepción de lo que eso significa, y no parece entender a cabalidad que, para Beijing, la promoción del socialismo es parte de una estrategia de seguridad interna para el manejo de su vasta población, y no una ideología que busque expandir allende sus fronteras. En ese sentido, el apoyo que China pueda brindar a estados autoritarios no es parte de una estrategia global de promoción del socialismo, sino que es más bien un factor pragmático y no busca la construcción de un bloque contrario a Occidente. Si China colabora con Rusia o Irán, lo hace más en respuesta a la presión que ejerce Estados Unidos sobre los tres que con base en una comunión de valores autoritarios o ideológicos. Así, paradójicamente, Estados Unidos con su modelo de Guerra Fría redivivo está generando respuestas chinas que quizá no pueda controlar más adelante.

 

¿Qué quiere China?

 

China se ha preparado para este momento durante cuatro décadas y ya ocupa una posición central en el sistema internacional: es la mayor potencia comercial y la fuente principal de crédito global; y tiene la población y el ejército más grandes del mundo. La dependencia que tiene Occidente —y el mundo— de China es mucho mayor que la que tiene China de ellos. El siglo xxi tiene todo para ser el siglo asiático.

No obstante, como todos los actores del sistema internacional, China enfrenta importantes retos internos que podrían limitar su margen de maniobra en el exterior, derivados del éxito de la apertura, con una sociedad en la que empiezan a notarse algunas desigualdades, algo muy peligroso para un modelo como el suyo. De ahí que el régimen se haya endurecido en los últimos tiempos y busque arrancar de raíz aquellas conductas que considera que pueden derivar en inestabilidad en una población de más de 1 400 millones.

En 2022, China celebrará el XX Congreso del Partido Comunista Chino, un momento delicado políticamente que obligará a Beijing a concentrarse en lo interno más que en lo externo. Asimismo, disminuyen los incentivos para agitar demasiado las aguas de lo internacional, tal y como se ha visto con la reticencia china a desempeñar un papel protagónico en la crisis Rusia-Ucrania, ante la que Beijing se siente particularmente incómodo.

Esa suerte de autocontención que tendrá que ejercer China podría también brindar algo de oxígeno a sus rivales en Occidente, que llegan mal y tarde a buscar competir con ella. No obstante, a Occidente también le espera una dura temporada por la guerra en Ucrania, en la que la liebre ha saltado por donde menos se esperaba, pero también por las elecciones francesas y las intermedias en Estados Unidos. Ahí los liderazgos occidentales también tendrán que concentrarse en los asuntos de la paz y la seguridad internacionales amenazadas, como antaño, en el corazón mismo de Europa, y en los de casa, y quizá dejen en paz a China durante un breve periodo. Tal vez eso permita calmar un poco las aguas, pero eso no ocurrirá si no se abandona la estrategia de buscar a toda costa crear el conflicto bipolar.

Finalmente, cabe preguntarse si China realmente busca la hegemonía o sólo demostrar que “está de vuelta” tras un periodo anómalo para la historia china, en el que no figuraba entre las grandes potencias mundiales ni merecía el respeto de sus pares. El dominio de un Estado poderoso puede ser una condición necesaria, pero no suficiente para convertirse en hegemón. Para realmente tener la hegemonía sistémica, el Estado en cuestión tiene que hacer un esfuerzo deliberado y, sobre todo, invertir mucho capital económico y político para sostenerse en la cúspide.

 

Consideraciones finales

 

Las élites de Occidente y de su periferia están interpretando a China principalmente a partir del análisis que se produce en Estados Unidos, en el que la narrativa belicista, maniquea y simplista domina, lo cual no sólo no permite que Estados Unidos y sus aliados tengan un buen pulso de la situación, sino que se vuelve potencialmente riesgoso para todo el sistema. Considerar a China como “enemigo” de Occidente, en vez de como competidor, cierra toda posibilidad de diálogo, intercambio y encuentro.

La “trampa de Tucídides” sobre la que ha escrito Graham Allison, consistente en la inevitabilidad del conflicto entre una potencia consolidada o decadente y una emergente, es un mal punto de partida para plantear el futuro de las relaciones sinoestadounidenses. Si la relación se ha deteriorado en los últimos años, en buena medida ha sido porque pareciera que hay un esfuerzo deliberado para que así ocurra. Si Estados Unidos pierde la preeminencia será más bien por sus propias falencias y no necesariamente por las acciones de China. Washington ya ha elevado los costos al sustituir competencia por enfrentamiento. ¿Acaso busca provocar el conflicto? Si es así, será un juego de perder-perder, porque, como dice Mahbubani, “tratar el nuevo reto que representa China como el viejo desafío soviético es cometer el error de pelear la guerra de mañana con las estrategias de ayer”.◊

 


 

* Es licenciada en Relaciones Internacionales por El Colegio de México, maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Princeton, especialista en Estudios de la Integración Europea por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (itam) y maestra en Relaciones Internacionales e Integración Europea por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es profesora-investigadora visitante del Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide). Fue sous-sherpa de México para el Grupo de los Veinte (G-20).