Presente y futuro de la democracia en América Latina 

Después del regreso a los cauces democráticos de buena parte de América Latina al final del siglo xx, el panorama es menos alentador hoy en día. Tres factores destaca Juan Cruz Olmeda en este balance: el descontento ciudadano hacia las deslegitimadas instituciones democráticas, el socavamiento de estas mismas instituciones por algunos líderes políticos que las usan para acceder al poder, y el regreso de las fuerzas armadas a espacios políticos importantes, complejo caldo de cultivo de una creciente polarización política y social en la región.

 

JUAN CRUZ OLMEDA*

 


 

Cuatro décadas atrás, América Latina era el epicentro de lo que Samuel Huntington denominó la tercera ola de la democratización. Lo anterior servía como referencia para señalar el hecho de que, con pocos años de diferencia, gobiernos autoritarios habían dejado el poder en varios de los países de la región y nuevos gobernantes habían accedido a él como resultado de elecciones democráticas. Esta realidad contrastaba con la situación que se vivía en la región desde los primeros años de la década de 1970, cuando las dictaduras militares eran la norma, y la represión y la violación a los derechos humanos se extendían por el continente. En gran medida debido a este contraste, el regreso de la democracia se vivió como el final de una era que no volvería y se depositaron muchas esperanzas en que este cambio político daría lugar a mejoras sustantivas en la vida de los países latinoamericanos.

En la segunda década del siglo xxi, el panorama parece ser distinto y este espíritu optimista ha desaparecido. En tiempos recientes hemos observado con preocupación estallidos sociales en países tan diversos como Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Chile y Colombia, seguidos de manera casi automática por una reacción represiva por parte del gobierno. En el caso de Brasil, el descontento de una parte significativa de la población con la clase política tradicional ha derivado en la elección de quien abiertamente ha reivindicado al último gobierno militar en dicho país y se ha mofado de quienes sufrieron la violación de sus derechos humanos en ese entonces. La situación en Venezuela (país por décadas considerado una de las pocas democracias estables en la región) ha derivado en la consolidación de un gobierno abiertamente autoritario, algo similar a lo observado en Nicaragua. En El Salvador, el presidente Bukele se ha presentado hace algunos días en el Parlamento, acompañado por militares y policías, para intimar a los legisladores a sesionar y aprobar un proyecto enviado por el Ejecutivo. El caso de Bolivia ha mostrado aspectos paradigmáticos de crisis de la democracia en la región, en tanto que el presidente Morales decidió renunciar a partir de la “sugerencia” en ese sentido expresada por el jefe del ejército, después de días de movilización de diversos sectores de la población que protestaban contra la decisión del entonces presidente de forzar una tercera reelección en el cargo y ante evidencias de manipulación de los resultados de los comicios con el objetivo de ser declarado ganador en la primera vuelta de las elecciones.

En este panorama general, países como Argentina, México y Uruguay aparecen como ejemplos en los que la dinámica política transcurre bajo cierta normalidad, aunque en los tres casos la polarización atraviesa a la ciudadanía de manera profunda. A partir de lo anterior, se ha vuelto a poner sobre la mesa el debate acerca del futuro de la democracia en el continente, en un contexto global en el que sectores importantes de la población parecen no tener resquemores al cuestionar algunos de sus preceptos básicos (como la división de poderes, el respeto a las minorías o los derechos civiles y políticos). Si bien no es posible ensayar una respuesta concluyente acerca de las causas de esta situación en América Latina, creo importante señalar una serie de tendencias que deberían preocuparnos, para pensar en lo que viene.

Una primera tendencia es la caída del apoyo de la ciudadanía a la democracia y la alta insatisfacción con su desempeño. Los datos revelados de manera sistemática por estudios de opinión pública muestran que, durante los últimos cuatro o cinco años, el porcentaje de la población latinoamericana que dice preferir la democracia sobre cualquier otra forma de gobierno ha tendido a caer de manera sostenida, registrando los valores más bajos desde que comenzaron a realizarse estas mediciones. Según el Informe 2018 del Latinobarómetro (el último disponible), el porcentaje de los encuestados que concuerdan con la consigna de que la democracia es la mejor forma de gobierno se ubicó en ese año por primera vez por debajo de 50%. Si estos datos agregados resultan preocupantes, cuando se miran con más detalle revelan una importante heterogeneidad dentro de la región, lo que resulta pertinente para entender las realidades particulares y el hecho de que en algunos casos esta situación es todavía más dramática. En Brasil, por ejemplo, el porcentaje que en 2018 prefería la democracia alcanzaba sólo 34%. El nivel de apoyo era incluso menor en países centroamericanos como El Salvador y Guatemala, y similares en Honduras.

El complejo panorama que revelan estos datos cobra un carácter más crítico si se consideran las cifras referidas a la satisfacción con el desempeño de las instituciones democráticas. En este sentido, digno de notar es  que sólo 24% de los latinoamericanos dicen sentirse satisfechos o algo satisfechos al respecto. Así pues, existe también una amplia heterogeneidad dentro de la región, aunque se visualiza cierta correlación entre el grado de satisfacción con el desempeño y la preferencia por la democracia como forma de gobierno. De este modo, en donde los niveles de satisfacción son mayores, el apoyo a la democracia aumenta.

Por otra parte, estos mismos estudios de opinión revelan una percepción negativa de la ciudadanía con respecto a dos pilares centrales de la democracia representativa: los partidos políticos y el Congreso. En términos agregados, sólo 13% de los latinoamericanos manifiesta confiar en los partidos y 21%, en el Congreso. Esto resulta importante para entender la consolidación de liderazgos antisistema que cuestionan a los partidos tradicionales y se presentan como una nueva forma de canalización de las demandas, así como los estallidos espontáneos e inorgánicos a través de los cuales los reclamos emergen de manera directa en la escena política. Es imposible negar que los propios partidos y legislaturas son en gran parte responsables del crecimiento de estas opiniones. Los innumerables escándalos de corrupción en los que se han visto involucrados políticos de las más diversas ideologías han servido para ampliar la distancia y extender la visión de que gobiernan en su propio interés.

Respecto de un segundo tema, las últimas décadas han demostrado que la democracia puede ser debilitada desde dentro por quienes llegaron a ocupar posiciones de poder mediante elecciones populares y operando de maneras que no necesariamente se contradicen con los marcos normativos establecidos. Ésta es sin duda una enseñanza importante que ha dejado la experiencia latinoamericana y que es necesario considerar para superar la visión preponderante en los orígenes de la tercera ola, en el sentido de que las mayores —y únicas— amenazas a las instituciones democráticas se encontraban en actores externos (principalmente las fuerzas armadas) que podían poner en cuestión el sistema, actuando por fuera de los mandatos constitucionales.

En los últimos años, presidentes (de derecha y de izquierda) que llegaron a sus cargos por vía de las urnas han utilizado diversos instrumentos para concentrar poder en su figura y extender sus influencias sobre organismos (como las Cortes Supremas o los tribunales electorales) que se supone que gozan de cierta autonomía y que deben usarla para ejercer un contrapeso hacia el Ejecutivo. En los casos más extremos, esta influencia presidencial ha sido utilizada para hostigar o perseguir a la oposición partidaria y social, avasallando en muchos casos el debido proceso y las garantías constitucionales. Paradójicamente, esta centralización del poder se ha logrado, en muchos casos, utilizando instrumentos reconocidos por las leyes o la Constitución, y en nombre de la necesidad de profundizar la participación popular en la toma de decisiones. No menos relevante es el hecho de que, en diversas ocasiones, las fuerzas de oposición también han invocado cláusulas constitucionales para remover a los titulares del Ejecutivo antes de la finalización de sus mandatos, entendiendo de manera “flexible” el espíritu de esos propios preceptos legales. En un clima de profunda polarización política, los diferentes actores parecen haber asumido que en algunas situaciones el objetivo de neutralizar al adversario justifica forzar de manera sutil el espíritu de las normas sobre las que se asienta el sistema democrático, lo que sin duda erosiona el andamiaje sobre el que debe funcionar una democracia plena.

Un tercer punto hace referencia a que las fuerzas armadas han vuelto a tener un rol relevante en el escenario político de varios países de la región, aunque de manera diferente a lo que fue la regla durante buena parte del siglo xx. Si durante ese período los militares intervenían en la dinámica política desplazando por la fuerza a gobernantes electos democráticamente y asumiendo ellos mismos la conducción de los asuntos públicos (con gran dosis de violencia y represión), en la actualidad su imbricación en la vida política parece más sutil, pero no menos sustantiva. En casos como Venezuela o Brasil existe una participación directa de los militares en el gobierno, ocupando puestos clave en la administración y asumiendo responsabilidades relevantes en ciertas tareas del Estado. En otros, como en México, las fuerzas armadas han sido involucradas en tareas de seguridad interior ante el avance del crimen organizado y más recientemente se les han asignado funciones en tareas anteriormente en manos de civiles (como la construcción de un nuevo aeropuerto internacional en la Ciudad de México).

El poder y presencia de los militares en la vida política latinoamericana ha quedado en evidencia en algunas de las “coyunturas críticas” que han atravesado diferentes países de la región, dejando en claro que las fuerzas armadas siguen en muchos casos siendo el fiel de la balanza en contextos de convulsión. Así, en el marco de los estallidos registrados en Chile o Ecuador, se encolumnaron decididamente detrás de los presidentes, asumiendo incluso un rol sustantivo en la represión. Ante una situación similar en Bolivia, por lo contrario, la “sugerencia” de que Evo Morales dejara el poder resultó clave para que el ahora expresidente decidiera abandonar el país. En el caso de Brasil, las declaraciones de diversos altos mandos militares oponiéndose a la liberación de Lula en un escenario en el que la Suprema Corte debía confirmar o revocar la prisión del expresidente (y potencialmente abrir la puerta para que pudiese volver a ser candidato) revivieron el miedo de que pudiesen incluso tomar el poder. La reciente irrupción del presidente salvadoreño Nayib Bukele en el Parlamento de dicho país, acompañado por un grupo de militares con el objetivo de forzar a los legisladores a aprobar una iniciativa del Ejecutivo, refuerza esta idea de que los fantasmas del pasado siguen vivos.

Un último elemento, que además aparece como telón de fondo de las dinámicas analizadas anteriormente, se refiere a la creciente polarización de la vida política en la mayoría de los países latinoamericanos. En los hechos, esto se traduce en que tanto los actores políticos como los ciudadanos tienden a pensarse como parte de dos campos opuestos que se disputan el poder y que incluso perciben a los miembros y las ideas del otro campo como una amenaza para su propia existencia. Reflejo de lo anterior es que uno de los polos tiende a pensar su identidad en gran medida por los atributos que lo oponen a los de sus adversarios. Así, la política de diversos países se ha estructurado en los últimos años a partir de esta división binomial (kirchnerismo-antikirchnerismo; petismo-antipetismo; correísmo-anticorreísmo; chavismo-antichavismo) que genera una “grieta”, término acuñado por un periodista argentino para describir la situación. Esto ha tenido efectos concretos en la vida cotidiana de los latinoamericanos, multiplicándose las anécdotas de amigos de años que dejan de hablarse por sus diferencias políticas, familias que deciden suspender sus comidas regulares por los mismos motivos y feroces peleas en las redes sociales.

Sin embargo, los efectos más perversos de la polarización se expresan en el marco de la dinámica política, no sólo restringiendo el diálogo y la negociación entre las diferentes fuerzas, elementos centrales en cualquier democracia representativa, sino generando en los polos opuestos incentivos para usar las herramientas que estén a su alcance a fin de perjudicar al adversario, aun a costa de que esto erosione las propias instituciones democráticas. En muchos casos han sido las propias élites políticas las que han buscado exacerbar la polarización para intentar cohesionar el bando propio o convertirse en la vanguardia de los sentimientos “anti”.

Todo lo anterior sirve para entender la complejidad de la situación que enfrenta la democracia en América Latina, algo que, no obstante, no es exclusivo de la región. De hecho, varias de las tendencias anteriormente señaladas pueden observarse en otras partes del mundo.

Pensando a futuro, es importante resaltar que lo anterior se combina con factores estructurales que, si bien operan fuera del sistema político, tienen efectos indudables en el mismo y animan el sentimiento de ciertos sectores de la ciudadanía en favor de renunciar a ciertas libertades o al ejercicio de derechos si esto sirve para que el Estado entregue mejores resultados. Dos de estos factores estructurales me parecen dignos de destacar, a pesar de que obviamente existen otros relevantes. Por un lado, el legado de desigualdad y limitado desarrollo económico que sigue definiendo a la región, a pesar de las mejoras observadas en varios países como resultado del superciclo de las mercancías. Por el otro, la creciente violencia que inunda a diferentes regiones del continente como resultado de la consolidación de redes transnacionales de crimen organizado y los niveles históricamente altos de impunidad que han definido a los países latinoamericanos.

La enseñanza de estas últimas décadas quizá sea que la construcción de las democracias realmente existentes es una tarea más ardua que lo que se pensaba, y los frutos son menos sencillos de cosechar. Sin embargo, una rápida mirada al pasado debe servirnos para convencernos de que los latinoamericanos debemos seguir apostando por un futuro democrático.◊

 


 * JUAN CRUZ OLMEDA

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.