Preocupaciones, despreocupaciones y reconfiguraciones: en torno a otros años veinte

La ficción que representaron los “felices años veinte” y la década que habría de seguirlos sólo cubrió con un velo la falta de voluntad —por igual de las democracias liberales, el naciente comunismo y los fascismos— para excluir la guerra como herramienta de política exterior. La Gran Depresión lo anunció y la Segunda Guerra Mundial lo mostró, como David Jorge recapitula y analiza en las siguientes líneas.

 

DAVID JORGE*

 


 

La expresión periodo de entreguerras se ha empleado desde una fecha tan temprana como 1939, con el inicio formal de la guerra contra la Alemania nazi por parte de la alianza franco-británica. Sin embargo, tal denominación resulta un tanto confusa, pues inserta en un mismo marco interpretativo las décadas de los años veinte y treinta, muy diferentes en numerosos aspectos de gran importancia. En cierto modo, como escribió Edward H. Carr en su día, “el espejismo de la década de los veinte fue, como sabemos hoy, el reflejo de un siglo ya olvidado”. Por otro lado, la construcción cronológica de la Segunda Guerra Mundial por parte de la historiografía está lejos de resultar rigurosa, dado que se atiene a un perspectivismo muy limitado (el de las democracias occidentales) que brinda un inexistente vigor de raíz en la lucha antifascista (la respuesta fue defensiva y forzada por Hitler, y no como determinación ideológica o de compromiso con la defensa de los agredidos), a la par que diluye las responsabilidades de la política de apaciguamiento (con sus variables de no intervención y neutralidad).

La Gran Guerra de 1914-1918 produjo, entre otras consecuencias trascendentales, una inserción de las masas en los asuntos públicos. La población utilizada como carnaza bélica no iba a desmovilizarse tras dicha experiencia; por lo contrario: lo que tuvo lugar fue una notable politización. Por vez primera, buena parte de la población mundial tomó conciencia de la forma en la que los asuntos colectivos podían llegar a repercutir en la pequeña escala íntima, individual o familiar.

Entre 1917 y 1919, mientras se definía el resultado de la Gran Guerra, se ponían los cimientos del escenario geopolítico del nuevo orden que debía emanar tras la misma. Las principales consecuencias del conflicto marcaron dicho escenario. De la desintegración de cuatro grandes imperios en Europa Central y Oriental germinarían las tensiones fronterizas, la problemática de las minorías nacionales y el primer Estado autoproclamado como socialista: la Unión Soviética. No podía intuirse entonces que las tensiones entre el comunismo —encarnado por dicho nuevo Estado— y el capitalismo marcarían no sólo los años venideros, sino prácticamente el resto del siglo, es decir, lo que restaba por vivir a los protagonistas de todas las edades de aquellos hechos y también a la mayoría de sus hijos.

La politización de las masas resultó el instrumento con el que los tres internacionalismos en disputa nacidos al final de aquella Primera Guerra Mundial (el liberal-democrático representado por la Sociedad de Naciones, el comunista encarnado por la Komintern y el fascista, ya fuese en clave de nuevo imperio romano o de sueño pangermánico, en virtud de sus derivadas específicas nacionales) trataron de canalizar la movilización efectiva de tales poblaciones. De ahí surgiría el triángulo ideológico de entreguerras que marcaría todo un periodo histórico.

Los llamados “felices años veinte” —una felicidad con excepciones tanto geográficas como de clase social— fueron ampliamente percibidos como una especie de reflejo de aquella Belle Époque interrumpida por la guerra y resultaron ser un periodo de gran dinamismo sociocultural. Tuvieron lugar grandes innovaciones en el terreno científico, artístico, cultural o intelectual: desde el jazz al tango, el swing o el charlestón, pasando por numerosos descubrimientos y avances en las ciencias, la aviación, los rascacielos, el automóvil, los cabarets, las vanguardias artísticas, el desarrollo cinematográfico o la expansión del deporte y de otras formas de ocio. El imaginario popular y la fisonomía de las ciudades se reconfiguraron de forma extraordinaria. También lo hizo el papel de la mujer en la sociedad con su inserción en el mercado laboral, tras un paso adelante fruto de la ausencia de unos hombres destinados en el frente de guerra y que se tornaría como un paso sin retorno. Se produjo, asimismo, su incorporación progresiva a la universidad y al ámbito científico en general, a la par que ésta ganaba espacios de libertad tanto en el terreno de las conductas íntimas como en el de la presencia social.

Sin embargo, aquellos desarrollos socioculturales y el desenfado innovador se vieron acompañados por hechos políticos que, a ojos de buena parte de las élites políticas y diplomáticas, eran indicativos de que algo no marchaba bien.

En el terreno geopolítico, durante la primera mitad de los años veinte, tuvo lugar una crisis generalizada de las democracias en suelo europeo. Unos tras otros fueron cayendo sistemas parlamentarios, sustituidos por gobiernos a caballo entre un autoritarismo todavía de tintes decimonónicos y la incorporación de determinadas características propuestas por el fascismo. Por otro lado, la segunda mitad de la década iría revelando la debilidad del multilateralismo, representado por la Sociedad de Naciones, a través de acuerdos que regresaban al tipo de negociación diplomática interestatal y esencialmente privada, es decir, al tipo de negociación previa al orden de Versalles que siguió a la Gran Guerra. Los exponentes más claros al respecto serían el Tratado de Locarno (que buscaba definir de forma estable las fronteras en Europa Occidental) y el Briand-Kellogg (que pretendía nada menos que establecer la renuncia a la guerra como instrumento de política exterior). Tales medidas se presentaron como éxitos ante la opinión pública, como complementos a la Sociedad de Naciones para el mejor funcionamiento de aquel nuevo orden. La realidad era bastante diferente. Aquellos pretendidos insumos no eran sino una mezcla de parches y disimulos ante algo que no funcionaba a causa de la mera falta de voluntad de los motores del organismo para que éste marchase a la hora de la verdad. El hecho es que, de la fidelidad de los Estados miembros hacia el organismo y de su Pacto —eje vertebrador del Derecho Internacional de la época— dependía, a fin de cuentas, el funcionamiento del organismo con sede en Ginebra.

Diversos actores se hicieron progresivamente conscientes de que algo iba mal en relación con el multilateralismo que propugnaba la Sociedad de Naciones, mismo que debía excluir la negociación secreta, bilateral o interestatal, basada en la fuerza, por el diálogo público, por la búsqueda de consenso, por una persuasión razonable en el ámbito colectivo. Sin embargo, hacia mediados de la década de los años veinte, es decir, apenas un lustro después de arrancar la vida del organismo, las principales potencias democráticas ya habían abandonado el idealismo del proyecto de Wilson o bien comenzaban a hacerlo. Fue el caso de los imperios británico y francés que, a medida que se empezaron a atenuar los desafíos y traumas de la Gran Guerra, regresaron paulatinamente a alianzas del tipo previo al orden de Versalles. Se evidenció entonces la imposibilidad de establecer y de hacer efectiva norma alguna de acción internacional cuando los Estados que la han pactado, y se han adscrito voluntariamente a la misma, están movidos por la mala fe o por los intereses siempre cortoplacistas de una mera acción de gobierno, y no de una acción de Estado.

En cuanto al papel de Estados Unidos en las relaciones internacionales de la época, la alta diplomacia europea fue testigo y paciente directo de sugerencias y recomendaciones que, en la práctica, no significaban sino indicaciones e imposiciones. La administración de Calvin Coolidge se caracterizó por una acción exterior que, en primer orden de prioridades, beneficiase los intereses económicos estadounidenses. Se vio en el caso latinoamericano, con México en primera línea, pero también en una Europa en la que las tensiones entre Alemania y Francia no auguraban tiempos de calma. Berlín tenía una deuda que pagar a los ganadores de la Gran Guerra, los cuales a su vez debían pagar a Estados Unidos los préstamos adquiridos durante la contienda. Para facilitar la posibilidad de tal pago, desde una posición cargada de realpolitik más que de ideología o de intereses relativos a la estabilización del orden de posguerra, Washington promovió y patrocinó diversas iniciativas. Una de ellas fue el Plan Dawes, concebido bajo la batuta de Charles G. Dawes, quien justo antes de asumir la vicepresidencia del gabinete de Coolidge había formado parte de la Comisión de Reparaciones de Guerra. El plan logró aprobar un sistema más realista de pagos para Alemania, convenientemente apoyado por medidas complementarias favorables a los intereses estadounidenses, como préstamos, ayudas e inversiones, además de la asunción del patrón oro. Gracias a ello, Alemania comenzó a respirar, si bien la recuperación no duró más de un lustro. En términos político-diplomáticos, el rapprochement (o, más bien, la tregua de tensiones) entre Francia y Alemania se vio acompasado con los ya mencionados Tratados de Locarno —bajo los que Alemania se comprometía a calmar sus reivindicaciones expansionistas y a respetar sus fronteras occidentales y orientales— y el Pacto Briand-Kellogg entre Washington y París, al que sumarían a Berlín, para solemnemente anunciar la renuncia a la guerra como instrumento de política exterior. En la práctica, no se trató más que de una medida para apaciguar los temores franceses ante la vecindad alemana, barnizada con un coletazo de grandeur; para Estados Unidos, mera propaganda en año electoral; para la Sociedad de Naciones, un desvío más de su marco decisional que no le trajo el menor beneficio, sino, más bien, la risa condescendiente de futuros agresores, ante lo que se consideró —no sin cierta razón— como una propuesta un tanto infantil.

A finales de 1929, la situación mundial dio un gran vuelco cuando la Bolsa de Wall Street quebró. La Gran Depresión que siguió iba a poner fin a otra de las vertientes de la ficción que en tantos aspectos representaron los “felices años veinte”. Estados Unidos entraría, bajo la administración de Herbert Hoover, en una angustia que redobló el ensimismamiento en la situación propiamente nacional, si bien no exenta de una acción exterior marcada por el unilateralismo, particularmente en lo relativo al “patio trasero” latinoamericano.

Mientras tanto, en Europa, Alemania volvía a asfixiarse, tras el respiro que le habían proporcionado las medidas promovidas por la administración Coolidge. La crisis económica fue presentada desde la Unión Soviética y la Internacional Comunista en clave teleológica: como la evidencia misma de la descomposición del sistema capitalista. Se cerraba así un año clave en la reafirmación de la ortodoxia dentro del movimiento comunista internacional, el cual se había inaugurado con la expulsión de León Trotsky de la Unión Soviética.

La década de los años treinta representaría una escalada progresiva hacia el precipicio, cuyo primer aviso tuvo lugar en China, su defunción en Etiopía y su última oportunidad perdida para resucitar en España. Al lado de tal dinámica, la Guerra del Chaco o la resolución del conflicto de las islas Âland, vendidas a la opinión pública como éxitos obtenidos en el marco multilateral de la Sociedad de Naciones, palidecieron. En tal sentido, las crisis de Abisinia y España —en las cuales la Italia de Mussolini ostentó un protagonismo primordial— actuaron como aceleradores de la crisis iniciada en Manchuria en 1931 y agudizaron las divisiones ideológicas latentes desde la Gran Guerra entre democracias —más o menos— liberales, comunismo y fascismos.

El camino que durante los años treinta seguirían las democracias, lideradas por el Reino Unido, fue el del apaciguamiento, es decir, la contemporización con la agresión y el desdén hacia cualquier atisbo de justicia internacional. Tal camino era también el de la impunidad. Los imperialistas japoneses y Mussolini abrieron la veda. A distancia, Hitler tomó nota. El camino del apaciguamiento fue el camino de una nueva guerra mundial.

Este appeasement fue desplegado, por razones del momento, como el cambio de gobierno en Whitehall y el estallido del conflicto en Manchuria, ambos acontecimientos acaecidos en el otoño de 1931. Por lo tanto, no hundía sus raíces en la inmediata posguerra mundial ni tampoco en la década de los años veinte, por más que la defensa de un statu quo favorable a los intereses del Imperio Británico fuese la prioridad absoluta en la configuración del orden posterior a la Gran Guerra y a lo largo de todo el periodo de entreguerras.

Para cuando Hitler llegó al poder y terminó por resquebrajar las normas de juego y convivencia internacionales, ya se había constatado que la hecatombe imperial de la Gran Guerra no iba a poder ser sustituida fácilmente por estados nacionales que abrazasen, sin más, la democracia liberal como forma política y el capitalismo como sistema socioeconómico. Así lo pusieron de manifiesto los fascismos que fueron surgiendo en estas nuevas realidades nacionales. Una visión decadente de la democracia, como régimen débil y corrupto, unida a la exacerbación del orgullo nacional debido al trato recibido por aquel orden contemplado como viejo, cuajaron en un tipo de solución que rompía de forma radical con el pasado. El ejemplo italiano, bajo diversas variables y sincretismos nacionales, iría expandiéndose por Europa en la década siguiente. El caso del nacionalsocialismo alemán terminó por hacer saltar todas las alarmas. A la amenaza que la Unión Soviética y el comunismo internacional representaban para las democracias occidentales, se había añadido un tercer polo de atracción ideológica: los fascismos. Quedaba así constituido el triángulo ideológico que marcaría el periodo de entreguerras.

El orden de Versalles no conducía en sí a un fracaso en forma de nueva guerra, principal objetivo que había que evitar, si bien para lograr el mismo era necesario el cumplimiento del Pacto de la Sociedad de Naciones, garantía última del nuevo orden multilateral. Tampoco la década de los años veinte derivaba de forma inexorable en una crisis como la que tuvo lugar durante la década siguiente. Sin embargo, sí lo hacía el apaciguamiento, destinado a un desenlace fatal dada la naturaleza agresiva y expansionista del nazi-fascismo y sus objetivos últimos. Manchuria, Abisinia, España y Checoslovaquia lo acreditaron sucesivamente, antes de que Londres y París optasen por declarar formalmente una guerra que en realidad ya estaba en marcha, como se constató de forma contemporánea (por parte de actores ampliamente ignorados por los promotores del apaciguamiento como olvidados por buena parte de la historiografía dominante) y en contra de las construcciones cronológicas a posteriori. El camino seguido durante esos años treinta sí condujo a un escenario en el que la Segunda Guerra Mundial terminó constatándose como una realidad vigente.

Las versiones relativistas y condescendientes con el apaciguamiento, en clave presentista, son sencillamente interpretaciones ahistóricas, es decir, construcciones basadas en relatos mediados y contaminados por la propaganda, cuyo objetivo no tiene relación con una reconstrucción contrastada de los hechos que conformaron el pasado y el pertinente análisis de los factores incidentes en ellos, siempre en clave de contemporaneidad. Si la inevitabilidad histórica es una falacia, las explicaciones en clave de inevitabilidad de la Segunda Guerra Mundial no son más que la pretendida justificación de una posición político-ideológica, la del apaciguamiento, y la atenuación de sus responsabilidades históricas en el camino de la mayor catástrofe propiamente humana conocida.◊

 


 

* Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y coordinador académico de la Cátedra México-España. Sus líneas de investigación son la crisis de entreguerras, las relaciones internacionales y los internacionalismos en disputa durante ese periodo, la dimensión internacional de la Guerra de España y las relaciones entre España y México. Es autor de los libros Inseguridad colectiva: la Sociedad de Naciones, la Guerra de España y el fin de la paz mundial (2016) y War in Spain: Appeasement, Collective Insecurity and the Failure of European Democracies Against Fascism (2020).