Postales urbanas

 

—BRUCE SWANSEY*

 


 

Teporocho

 

Expulsado de lo que habría considerado su hogar, el hombre procura combatir su remordimiento vagando en el laberinto de las calles donde se confundiría con la basura si no gesticulara salvajemente ante la indiferencia de los transeúntes. Habla consigo mismo porque ninguno lo escucha y nadie siente piedad por él. El autobús avanza dejándolo atrás, agitado por su dolor insobornable.

 

Ensoñación

 

Es un hombre maduro, correctamente vestido, una presa fácil.

Lo sigue. Imagina tirar el libro. Él lo recogerá y entablarán una conversación que se prolongará y luego se irán a la cama. Después de hacer el amor, cuando repose, saldrá sigilosamente al baño, donde guarda la navaja en el bolso, y lo degollará desnuda, para que la sangre no ensucie más que las sábanas.

—Doble expreso para llevar, por favor —pide el hombre, haciéndola soltar la navaja, que cae con tintineo metálico sobre las baldosas de su ensueño.

 

Ejercicio espiritual

 

La condición para acceder a la santidad no consiste en hacer milagros sino en formarse en una cola y conseguir un duplicado apostillado del acta de nacimiento. Eso garantiza la destrucción de la dignidad a la que se aferraba el contumaz.

Cuando por fin llega a la ventanilla, la esfinge solicita un documento que no tiene. Eso renueva la espera. De hora en hora, de día en día, de un año al siguiente, formarse somete al beato a la disciplina que, si Dios quiere, lo purgará de las bajas pasiones, y si no quiere, morirá en el intento.

 

Decadencia

 

Lo que se llama decadencia de Occidente es el deterioro de las gorditas de chicharrón. El apocalipsis es Kentucky Fried Chicken. El averno abre sus puertas en McDonald’s, donde los condenados jamás saciarán su apetito.

 

El circo alternativo

 

Las bestias encadenadas al ciclo fatal de su instinto jamás se aburren. Más sabias y coherentes con la naturaleza, han dejado el libre albedrío a un ser inconforme que sueña con alternativas. Así se perdió la monotonía del paraíso y así habrá de perderse el caos febril de este mundo.

Arriba avanza el equilibrista sobre la cuerda de su sangre. Cercado de sí mismo, concentra su ser en cada paso. Su tensión indica la caída inminente. Por eso sonríe.

 

Luz

 

La luz no sale igual para todos. Arriba brilla en todo su esplendor, pero abajo llega de mala gana y sucia.

 

Ciudad

 

Anticipación gozosa que arde noche a noche, cuando su prestigio legendario brilla como fuegos artificiales. El resplandor traza cúpulas de oro e ilumina estatuas de plata sobre altas y esbeltas columnas, galerías aéreas de mármol, sirenas que esperan su hora sobre islas de pórfido. La ciudad es el deseo de la ciudad, espejismo nocturno que el día ya desbarata.

 

El helicóptero

 

Aunque saben a lo que vienen y todo está listo, acaban de conocerse y se miran indecisos y risueños sin saber de qué. Debe ser por la sonrisa de José, porque sus dientes son parejos y fuertes y muy blancos sobre la barba negra.

El murmullo de la ciudad ha descendido, aunque son discernibles las bocinas de los impacientes ante el tráfico, tan lento que se diría que la gran avenida es un estacionamiento infinito. No puede verse dónde empieza ni dónde termina ese río de luces.

La ciudad también se define por los sonidos, de tal forma que el tráfico, por ejemplo, es un reloj fiel de la vida diaria. Hay quienes se dedican a escuchar atentamente la ciudad, a descifrarla mediante su ruido. El estruendo habitual, que algunos llaman “atmosférico” porque es incesante, forma parte de nuestro mundo cotidiano sin que apenas lo distingamos. Los lamentos del metro al frenar, el alarido de las sirenas, el murmullo que producen las llantas de los autos que atraviesan la noche, una explosión, el retumbar de los camiones, todo eso y más puebla nuestro ámbito auditivo, las motocicletas estruendosas, los gritos, la plétora de la vida se ofrece permanentemente mediante el sonido.

Aunque nos acostumbramos a ese nivel de ruido, nadie podría encontrarse cómodo con el que producen las aspas de un helicóptero suspendido a baja altura, tan cerca como para dirigir un haz de potente luz sobre el edificio. Una luz helada que raja las paredes con cólera contenida. Es un haz rápido y aterrador.

—¿Qué es eso?

—Nada —sonríe José con los ojos muy abiertos, invitándolo a refugiarse bajo la sombra del muro. Hace señas de que se encoja, de que se pegue con él como rata a la pared. Está tan asustado que ni siquiera lo sabe. La luz recorre las paredes barriendo las habitaciones como sucede en las películas, pero eso pasa aquí, en este momento. La luz iridiscente vuelve, se acerca de nuevo, pero esta vez más lentamente, para examinar los apartamentos que ven hacia la calle. El ruido del helicóptero parece muy próximo. Le dan ganas de orinar de susto.

Las aspas llenan la noche con ruido de máquina sorda y la luz vuelve a recorrer las habitaciones como si previera que alguien no podrá soportar más tiempo y tratará de huir, aunque no sepa de qué. Luz excelente para el número de un intérprete, un humorista maléfico en el centro de un haz agobiante, tubo de luz recortada, un círculo mágico que recrudece las tinieblas.

El helicóptero ahora se mueve lateralmente de forma muy lenta. Barre las habitaciones volviéndolas sórdidas, madrigueras que se examinan metódicamente pero con buen ánimo porque se trata del trabajo. Nada personal. La luz se detiene un instante. Aunque han permanecido inmóviles, aquello podría haberlos advertido. Ahora vuelve sobre sí, gira, se acerca el cíclope. El ruido del motor del helicóptero pareciera volverse más próximo. Lo mejor es quedarse inmóviles, como si jugaran a las estatuas. La luz distingue el movimiento más que la forma. Como los perros. No se atreven ni a respirar.

La luz se levanta repentinamente, perdiéndose en la lividez nocturna, y escuchan el sonido del helicóptero alejarse.

Esperan pendientes en la oscuridad, pero una vez que el helicóptero gana altura, el ruido del motor desaparece y predomina de nuevo el del tráfico, que continúa como si nada hubiese ocurrido. En cierto modo eso tranquiliza, como si el mundo considerado habitual recuperara poco a poco su sitio, usurpado por una violencia insospechada, en cierto modo abstracta. Es volver a la realidad.

En la oscuridad, la habitación recupera su aspecto normal y advierte una cama sobre la que hay muchos cojines. Están en una habitación tan sencilla que podría resultar vacía. Hay pocas cosas, pero en cambio varias plantas crecen muy sanas. Un lugar austero, pero eso no importa, comparado con la confianza que da reconocer un sitio, acomodarlo.

En ese momento percibió el olor del miedo, el sudor amargo que pronto distinguió en sí mismo. La emanación era intensa. El cuarto olía a miedo. En el silencio recuperan el aliento para luego perderlo de nuevo. Una sirena aúlla atrapada en el tráfico.

 

Marte esquina con San Antonio

 

Le gustaría voltear para verlo, pero se contiene porque lo atemoriza pensar que verá una ventana vacía más. Eso contribuiría a su sensación de saciedad, que lo era de desesperanza. Una vez que el entusiasmo declinaba, los amantes lo aburrían. Daba por sentado que la sensación era recíproca, así que con frecuencia los encuentros se reducían a un intercambio sexual cuyo encanto comenzaba a desgastarse.

La avenida desmesurada por la que ahora circula fue de doble sentido con camellón al centro y algunos árboles maltrechos. El tranvía uniría el centro de la ciudad con su extremo sur. Había líneas semejantes al suroeste que vinculaban lo que entonces seguían siendo aldeas relativamente independientes unas de otras. Era un recorrido entre vergeles porque la tierra era fértil y el agua abundante. Era una ciudad vertical, de casas chaparras y un cielo muy alto. Un pueblo grande. Eso fue hace mucho tiempo.

Desde el coche en movimiento todo es fugaz. Imposible olvidar el ruido del motor del helicóptero, tan cercano, y el ojo luminoso que recorría las habitaciones. Nunca había presenciado nada semejante, como si la realidad hubiese sido editada. Todo puede suceder. La desnudez de la habitación en la oscuridad subraya una intimidad inédita. Recordarlo le acorta el aliento.

Se distrae pensando que aún a esta hora la ciudad exige eficiencia. Su ajetreo impone que los transeúntes sepan a dónde se dirigen, prevean su ruta y, mediante la repetición, la dominen. Hay diversas formas de llegar a un punto, pero elegimos unas calles en favor de otras porque para ir es suficiente girar a la derecha y para regresar, hacerlo a la izquierda, porque así se ahorra tiempo o porque preferimos la ruta panorámica. Cada uno domina lo que hace y, viendo su veloz determinación, incluso cuando se equivocan, parecen hacerlo a propósito.

Cabecea recordando a José, el cuerpo moreno y delgado, segmentado por rayas de sombra precisamente cuando el coche se detiene. Abre los ojos para ver dónde está, pero descubre un panorama ajeno. Se alarma, seguro de que fue víctima de un secuestro.

Tendrían que haber continuado por la avenida, pero lo que se alza allí afuera es inconcebible. En lugar de otra avenida, o de fachadas, hay una columna enorme y robusta y tan alta que se pierde en la iridiscencia nocturna. Es como la ruina monumental de una ciudad fascinante. Cuanto consideraba dado desaparece. ¿Cómo sucedió esto? Ésa no es la pregunta, y lo sabe. ¿Cómo que “cómo”? Así nomás. ¿Cuántas veces se lo habían advertido? Encima de todo, pendejo.

Esto se decía perplejo ante la columna, al lado y detrás de la cual se alzaban otras igualmente portentosas; y más lejos vio que sobre una se erizaba una estructura que pareciera haber caído allí. Había otros coches que esperaban impacientemente la señal para arrancar, aunque algunos ya estaban a la mitad de la intersección, en su ansiedad por moverse, pero eran pocos.

Pensó que lo más atemorizante era que lo encerraran en un lugar oscuro y confinado, pero luego sopesó también el terror a ser mutilado. Aunque no fuera rico, tenía amistades y parientes que no lo dejarían morir destazado. A continuación, acaso flaqueándole la confianza, calculó huir, lanzarse a la avenida y cruzarla esforzándose por no morir en el intento.

En lugar de eso, miró detenidamente las columnas faraónicas y dudó de siquiera encontrarse en la ciudad que existía hasta antes de cabecear. ¿Y esto? ¿Dónde carajos estaban? Las columnas permanecían allí, un silencioso enigma que, empezó a deducir, sería parte de una estructura mayor, acaso de un enorme templo intergaláctico, pero no lograba adivinar su función en aquel escenario monstruoso y lóbrego, hecho por un dios perverso a imagen y semejanza de su hogar. Imposible decidir si tal desmesura era novedad o, por el contrario, llevaba allí milenios. Las bases de las columnas se asentaban pesadas sobre polvo y desperdicios, todo inmóvil.

Decir que no le bastaba el aire es poca cosa. Miraba aquello como si un rayo teletransportador lo hubiese movido de la avenida por la que circulaban a un lugar que existe en una realidad paralela.

Calculó que acaso eran las columnas que sustentarían la gran cúpula y que irían recubiertas de lapislázuli y jade, pero descartó la idea inmediatamente. Aquellas columnas estaban espaciadas de tal forma que había un orden que sólo entendía quien las hubiese mandado poner allí. ¿Sostendrían un camino? ¿Un tren?

El chofer notó su desconcierto.

—Son las obras del segundo piso —dice como si se tratara de algo tan normal como el perro que caga en la esquina.

La luz verde suelta la jauría de automóviles que se disputan el primer lugar en una carrera loca, eje vial abajo. La corte del faraón en Marte queda detrás, parte de otra ciudad desconocida y amenazante, una ruina suspendida entre la fealdad y el horror.

La ciudad recobra el aspecto que reconoce y, apenas se relaja, lo prende un dolor de cabeza que lo deja bizco. El resto del trayecto escruta las calles de esta ciudad tapándose un ojo, como si de eso dependiera permanecer en su realidad, en el ámbito en el que sus acciones tienen las consecuencias esperadas, pero donde lo menos pensado nos aguarda.

 

La anunciación

 

Se mareó. Después de un tropiezo, el piso se deslizó un poco para allá, otro para acá. El edificio se quejaba rozándose los costados con los vecinos, que también oscilaban.

—¡Sagrado Corazón!

Era atea, pero en esas circunstancias recuperó la fe. Todo danzaba a un ritmo muy lento, de waltz, pero muy pronto cobró mayor ímpetu, aunque la sensación también se debía a la descarga descomunal de adrenalina. “Pronto pasará”, dijo en voz alta y crispada, para que el temblor la oyese. Pero no pasaba y el péndulo inicial se había acentuado de tal manera que las puertas se abrían y cerraban, los muebles bailaban, frenéticos, y Clara, que había permanecido inmóvil, calculó que, si eso seguía, el edificio se desplomaría. Todo crujía y percibía un rumor sordo, un bramido que surgía de la tierra.

“En cualquier momento esto se cae”, y echó a correr hacia las escaleras, que fueron las primeras en desplomarse.

Conforme el edificio se desmoronaba tras sus talones, la envolvió un estrépito insoportable. Los dos pisos superiores cayeron encima y eran lo único reconocible de un edificio de cinco pisos. Clara estaba en lo que había sido el tercero, emparedada. Inconsciente durante horas, despertó en la más impenetrable oscuridad. No sólo eso: el silencio la hacía opresiva. Era una tumba sostenida por una columna y varas de metal torcidas. Por lo que palpó a su alrededor, el resto era una masa impenetrable de despojos sepultados en el silencio que callaba al mundo envolviéndolo en una colcha.

Dudó encontrarse viva. Quizá esperaba el juicio divino y pensó que había hecho tonterías en su vida de las que se arrepentía, pero que también había hecho cosas buenas que la redimían. Pensó que era una buena persona y esa sensación la fortaleció. Aprovechó para perdonar de todo corazón a quienes la hubiesen ofendido y pidió a su vez perdón por sus extravíos; hecho esto, se dispuso a esperar porque una vez enterrada no podía hacer más.

Imágenes horrorosas surgían para torturarla, segura de que, si había sobrevivido, era lo peor que podría haberle pasado. Recordó con total lucidez el temblor, los gemidos de la construcción y luego el estrépito. El edificio había tomado la forma de un soufflé aplastado. Quienes trabajaban en el quinto piso salieron por las ventanas. No merecía morir de sed y hambre y a lo mejor devorada en vida por las ratas que empezarían a salir ilesas y hambrientas. Pudo cubrirse el rostro porque la horrorizó imaginarlas devorándole los ojos.

Las intermitencias de la razón la regresaban al mundo silente y tenebroso sin que fuera posible saber la hora o el lugar preciso donde se encontraba. Debió haberse quedado en casa, pero la apesadumbró imaginarse a los bebés que dependían de sus atenciones para sobrevivir. Y rezó para que Dios los ayudara a todos a salir vivos de la tumba en que se había convertido el hospital.

Como pensar así era ceder a la desesperación, se propuso darse gusto imaginando el cielo después de la lluvia, una tonada de moda, los ojos moros de su novio José, moreno verde luna. Así volvió a dormir en la que podría ser su tumba.

En la oscuridad era imposible distinguir ningún sonido. El abismo. Nunca había experimentado algo semejante a ese vacío afelpado. Al cabo de un tiempo le pareció distinguir algo. Eran notas aisladas, aunque también podía ser un eco interno, una imaginación. Todo con tal de no ser absorbida por la oscuridad y el silencio.

Incluso distinguió voces, aunque fuera imposible entender lo que decían. ¿Un oído interno que conserva rastros de la vida? Se dice que el oído es el último sentido que se apaga. Quizá esto fuera lo que pasaba y esos fragmentos de voces serían los últimos que escucharía.

En esto estaba cuando un ángel descendió para auxiliarla. El ruido de sus alas era aterrador y producía un viento huracanado, pero en el aire revuelto de piedras y polvo resplandece el ángel del señor.

—¿Y los bebés? —preguntó Clara al enviado suspenso en la adoración de lo sublime.

—¡Están vivos! —le contesta el enfermero, sonriéndole, feliz de compartir una buena noticia.◊

 


* BRUCE SWANSEY
Es escritor.