Postales sobre los viajes

 

LAURA SOFÍA RIVERO*

 


 

Postal 1. Tenemos que transferirlo

 

Ojalá aprendiera a llegar a tiempo a las terminales. Si, además de las listas negras que no permiten viajar a los delincuentes, hubiera una de usuarios que arriban tarde, yo ya estaría allí. Detesto presentarme sumamente temprano y quemarme las pestañas con un sol madrugador. La antelación en altas dosis me irrita. Me parece que les sienta bien a las personas que creen ingenuamente que todo se puede evitar; toreadores compulsivos de imprevistos. ¿Llegar dos horas antes de la salida del camión? Jamás.

Sin embargo, mi repudio por la puntualidad extremísima me ha convertido en un monstruo del retardo que tiene que vivir esa otra experiencia despreciable: la agitación ante la demora, por favor, déjeme abordar, un correr con prisa sudorosa que sólo tienen quienes juegan carreras contra el reloj. De allí viene mi hábito por viajar con tan sólo lo indispensable en una maleta pequeña, dócil ante el apremio, que puedo abrazar sobre las piernas y no tiene que documentarse.

Mi problema, pienso, consiste en una manía estúpida: el deseo de llegar justo a la hora, sin minutos de menos ni de sobra. La culpa es de mi haraganería que calcula tiempos exactos, siempre buscando un margen para permanecer pegada a las sábanas. Es hedonista y avara con su tiempo. Quisiera sincronizarme con el segundero, comulgar con él como si fuéramos uno solo. Y en ese afán perfeccionista, el mundo hecho tablero, algo a veces sale mal.

Conozco a dos personas que han perdido un vuelo alguna vez. Yo soy una de ellas. ¿Por qué, entonces, sigo sin tomar precauciones, confiando en una exactitud imposible? Porque prefiero perseverar en mi obstinación que resignarme a una vida preventiva; pero, también, porque 99% de las veces llego tarde, pero alcanzo mi transporte: todo coincide y se hermana seduciéndome a pensar que en realidad está bien no tomarse nada demasiado en serio.

 

Postal 2. Abroche su cinturón

 

Hace poco tiempo que viajo. En mis primeros veinte años de vida no lo hice más que en cuatro ocasiones y dos de ellas se han borrado en mi casete mental de recuerdos de bebé. Durante mi niñez y adolescencia las conversaciones posvacaciones de la escuela siempre me parecieron incómodas, pues el universo de destinos turísticos, hoteles y transportes me parecían otro idioma.

Conocí el mar y tomé por primera vez un avión en el mismo año en que cumplí veintiuno. Mis conocidos me llenaron de advertencias y me adiestraron hasta el hartazgo. Cuando las turbinas comenzaron a trepidar, me preparé para emocionarme, pero sólo sentí un leve tirón en el estómago más sutil que los que me provocaban los juegos de feria callejera. Un niño se asomaba por la ventana en los asientos contiguos. Me vi a mí misma en su propio semblante y noté que lo más cercano a lo que ambos pudimos sentir en ese momento fue una rotunda indiferencia.

Algo parecido me ocurrió con el mar. Se desplegó azul e infinito en la maravillosa vista de un hotel muy elegante de Acapulco. Me pareció bello, pero tan semejante a las postales, películas y fotografías que lo prefería en ellas. Representado era mejor. Mucho mejor. Mi insipidez turística se parecía a ciertas cavilaciones del Phillip Lopate andariego por Florencia: “No sólo era una vista indiscutiblemente y a todas luces majestuosa, sino una vista ‘oficialmente reconocida’ como majestuosa, lo cual exacerbaba mi aspereza. ¿Algún rincón de Italia había logrado escapar del ojo usurero de la industria turística?”. En una de las esquinas del lobby, la luz de una persiana se mecía ondulante. Comencé a asociar su vaivén con el sonido exterior. Recuerdo más esos reflejos del sol en el piso que mi primera apreciación de una marina salada y portentosa.

En ambas ocasiones me pregunté por qué no pudieron conmoverme esas primeras veces. ¿Habría algo mal conmigo? ¿O acaso sólo soy una persona a la que le está negada la sorpresa? Fabriqué una enseñanza a modo de moraleja: nunca hay que viajar con las expectativas demasiado altas. Y desde entonces comencé a hurgar en mis trayectos para encontrar algo que sí llamara mi atención, más allá de las fotos consabidas, el check in espiritual, los lugares comunes.

 

Postal 3. Cuidado con el voltaje, no conecte su secadora de cabello

 

Si los viera en pilas inmensas o saliendo de la fábrica, los jaboncitos de hotel ya no me gustarían tanto. Adoro su naturaleza compacta, me enternece su fragilidad que sólo se aprecia cuando yacen solitos o, si acaso, por pares, sobre la porcelana. Una secreta colección de ellos se mantiene oculta dentro de un cajón de mi casa.

Amo el jabón gratuito de los baños de los hoteles, a diferencia de otras cosas que me parecen completamente inadmisibles. Cuando uno comparte una habitación, el retrete y la regadera pueden convertirse en una trampa al ser incapaces de aislar los sonidos o al traslucir una silueta desnuda e incauta a través de las puertas falsas.

Dejé de cargar mi propio champú y jabón no sólo para ahorrar espacio de equipaje, sino también porque comencé a encontrar cierta fascinación en usar los productos de los hoteles. Me encanta bañarme y oler a diferencia, nunca a casa. Pues si la ciudad es otra, mi espuma también debe serlo. Los colchones y las regaderas que no son los del hogar nos hacen sentir extranjeros, a veces con mayor eficacia que una ciudad desconocida. Urbe de metal y agua, ducha de aspavientos, tapiz de cerámicas satinadas y mosaico. Las llaves de agua que regulan el baño frío o caliente son enigmas por descubrir, aventuras de la confortabilidad. ¿Cuánto habrá que esperar para que el chorro deje de estar helado? Tarda. Quizá jamás entibie. Baños caprichosos; cuando uno ya se conforma con mojar la piel con agua fría, ésta se rebela y arde. Hay regaderas indómitas que se afanan en los cambios bruscos y en las sorpresas. Podrían ser minúsculas metáforas de lo que deberían ser los viajes: el equilibrio perfecto entre lo conocido que se nos presenta inesperado.

 

Postal 4. No se recargue en el muro

 

Si tuviera que elegir dos palabras que definieran lo que busco en las ciudades nuevas, éstas serían: personas y comida. En ambas categorías yacen los motivos suficientes para llenar una maleta y salir de casa. Mi estómago se emociona ante la posibilidad de comer lo que en otros lados no se prepara igual y mi curiosidad se aniña cuando la gente me presenta un territorio que me es desconocido. Una calle o un negocio insípido se sazona con la pericia de quien hace de la guía de visitantes un arte.

Experto en la retórica tan peculiar del turismo, un buen virgilio puede encauzar la selección de puntos de un paseo a diferentes criterios: hay guías casi institucionales que prefieren mostrar las visitas obligadas, esas que todo el mundo debería ver; hay guías históricos que no ven la ciudad como lo que es, sino como lo que ha sido: para ellos, en cada esquina se despliega el polvo de los años; los hay también golosos, a quienes el día no les es suficiente para probar alimentos, dulces y bebidas; los hay orgullosamente oriundos, para quienes la visita debe mostrar a los demás por qué ese lugar, su lugar, es mejor que cualquier otro. Lo que más importa de una ciudad es cómo se ve en ojos que no son los míos; casi como un ensayo, vale no por lo que es, sino por la perspectiva con la que se observa.

Yo me considero una pésima guía porque mi estilo es el turismo de recuerdos. Muestro lugares que sólo tienen significado para mí, como si aferrándome a pasar de nuevo por ellos algo en mi memoria se sacudiera y renovara. Creo que mi papel perfecto dentro de la gran obra de los viajes es el de ser acompañante, seguidora de otros pasos; nací esbirra. Mi mayor talento es lidiar con la desilusión: pocas cosas podrían arruinarme un paseo o catalogar una visita como mala.

Mis acompañantes favoritos se parecen mucho a mí. Aunque disfruto de aquellos que se quedan boquiabiertos a la menor provocación, amo viajar al lado de quienes logran hacer turístico lo que no nació para serlo. No se molestan si el museo está cerrado por remodelación. Logran reírse por el absurdo de recibir comida en porciones minúsculas cuando en el menú aparentaba ser más grande. Construyen su propia ciudad, su propia ruta.

Quizá por ese afán de visitar ciudades encubiertas en una fachada de ellas mismas, me interesa tanto el turismo de las cosas feas. En lo vergonzoso, inusitado y triste encuentro un placer peculiar. Probablemente mi atracción favorita, la que más he disfrutado entre todas, es un tren de la ciudad de Xalapa que lleva por nombre “El piojito”. Su itinerario, endulzado con una grabación que lleva sonando desde hace más de veinticinco años, rodea el centro de la capital de Veracruz. La bocina comenta, con una voz afectada, los principales sucesos de los callejones empinados: chismes, leyendas, dichos. “El piojito” es un pregón popular.

Al menos unas cinco veces he tomado el trenecito con tal de llegar a la última parada. Lento y ruidoso se estaciona sobre Xalapeños Ilustres, frente a una sucursal de Banamex. El locutor narra algunos hechos sobresalientes en la vida de Antonio López de Santa Anna, su Alteza Serenísima. Y comenta que nació en una de las casas céntricas de la ciudad, ubicada precisamente en esa locación que a la fecha no conserva ninguna evocación a su figura.

Mis ojos descansan en la marquesina brillante del banco. Veinte personas más observan junto a mí a los tarjetahabientes que sacan dinero del cajero y que no decidieron ser las piezas detrás de un aparador, la última parada de nuestro recorrido. Amo “El piojito” porque insiste en propiciar turismo en lo que ya realmente no importa nada, porque me confirma que en realidad la vida siempre sigue su curso y nunca estará hecha para mostrarse.

 

Postal 5. Recuerdo de mi viaje a Macondo

 

Se les llama recuerditos por el pequeño tamaño, sí, pero ¿no será también que el diminutivo hace notar que son recuerdos venidos a menos? Un llavero, una taza, un platón, camisetas y carteras. El recuerdito es una prueba del viaje, testigo de trayectos. Las letras del nombre de una ciudad se inscriben con punzón o tinta. ¿Quién habrá comenzado aquella práctica de regalar topónimos sin ton ni son? Me pregunto por qué se considerará cortés atosigar la existencia de otros con souvenirs de lugares a donde ellos ni siquiera han ido.

Justo en el corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México, en la calle de Correo Mayor, entre Moneda y Soledad, hay un negocio donde se venden uniformes, playeras estampadas y recuerditos. Como estos últimos, independientemente de su lugar de origen, son siempre iguales, los dueños del local ofrecen un servicio único en su ramo: grabar el nombre que se decida en la piel de los objetos. Cualquier viaje puede concretarse por treinta y cinco pesos. Cualquier mención a los amigos y familiares. Infidelidades, faltas de autoestima, mentiras de todo tipo se camuflan en las letras de Acapulco, Mazatlán y Puerto Vallarta, los tres destinos más populares entre los falsificadores de recuerdos.

Alguna vez solicité que marcaran mi nombre en un llavero justo debajo de las letras de la ciudad donde se desarrolla una de mis novelas favoritas. Antes de comenzar el trazo, el vendedor me preguntó dónde se localizaba aquel lugar del que no había escuchado antes. Le respondí con la verdad y conté algunos detalles de la trama. Soltó el filo de buril y apretó el ceño. Me pidió que no me burlara de su negocio, pues, si alguien descubriera alguna vez la trampa detrás de las inscripciones, arruinaría por completo las razones por las cuales la gente acudía a él.

Salí sin saber exactamente qué sentir. En un principio, me pareció absurdo e ingenuo el apego que aquel hombre tenía por el comercio de las falsificaciones turísticas. ¿Qué no, acaso, todos podemos mentir y asegurar que hemos ido a donde no? Su ética por lo fidedigno me parecía absolutamente cuestionable. No obstante, poco a poco comencé a albergar estima por su respuesta. De algún modo ese hombre tenía un poco de razón al animarse a lucrar con objetos de este mundo factual, concreto y perentorio, pero también al negarse a transgredir el umbral de lo imaginario. Ésa es la idea general de los viajes: tan sólo una experiencia sensorial, la búsqueda de lo sólido y rotundo en fechas, sitios y objetos. Por eso veía una falta imperdonable en quien quería un llavero de Macondo. Estamos tan acostumbrados a buscar piso en otras ciudades que resulta difícil pensar que es más bien algo incorpóreo lo que nos persigue en cada salida de casa. El viaje en su versión más consabida es tan sólo un ejercicio de darnos realidad en otras realidades.◊

 


 * LAURA SOFÍA RIVERO

Es ensayista. Ha sido becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas y el Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2020 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez por el libro Dios tiene tripas: meditaciones sobre nuestros desechos. Actualmente estudia el Doctorado en Literatura Hispánica en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.