Por una catástrofe surrealista

Con un gran número de películas como ejemplo, Alejandro Porcel llama a dar el salto a la “catástrofe surrealista”, a una experiencia vital que nos desencaje de la supuesta “normalidad” en la que vivimos para, de ese modo, poder ver la realidad y sus objetos sin el velo de cotidianidad y tedio que los cubre, lo que el autor llama “la mirada realista”.

 

ALEJANDRO PORCEL*

 


 

La catástrofe surrealista significa cambio, algo que nos empuja a salir de la inmovilidad para dejar las conversaciones inútiles y tediosas, para imaginar más allá de lo mismo, y sin miedo al absurdo. La experiencia surreal consiste en mirar desde fuera de la “realidad”, que no es más que aquello a lo que nos hemos acostumbrado de la vida; es un impulso que nos permite mirarla de otra forma.

Noto varios tipos de surrealismos. Íntimos, los que nos hablan en privado; colectivos, los que compartimos con otros; vivenciales, los que derivan de la experiencia; narrativos, los plasmados en historias. Todos ellos pueden ser cinemáticos, proyectados en la pantalla grande y sentidos en las butacas de la sala. Si tuviera que resumir mi experiencia surrealista, diría que consiste en poner un pie, o los dos, fuera de “los hechos como se conocen”, pero sin perder la dimensión de la realidad. Es, en esencia, un asunto de grado, tono, posición y mirada.

Puede ser que el vértigo surrealista llegue por un cambio físico de posición que permite mirar cosas nuevas: como el jardín zen, que no puede contemplarse en su totalidad desde un único punto de vista. A veces, ni siquiera es necesario cambiar de lugar: basta con cubrir el sol que nos pega de frente para ver en el horizonte colores antes imperceptibles; en otras ocasiones, encender una lámpara revela detalles insospechados de nuestro espacio. También puede ser que un pensamiento que nos atraviese la mente altere nuestra comprensión de lo que miramos: nuestras ventanas no significaban lo mismo días antes del confinamiento que ahora. Tampoco es igual el espacio cuando, en vez de los cinco minutos de presencia que acostumbramos, dedicamos horas a estudiarlo.

El suceso surrealista se encuentra en todas partes, hasta en las revelaciones mínimas de una realidad que se presenta como otra, incluso en los objetos más triviales que de pronto entendemos de modo distinto. Yo lo he sentido con mayor intensidad en el cine, proyectado en la pantalla. Por eso me serviré de algunas películas para emprender una exploración humilde de este asunto.

Puede pasar que lo surreal sea fabricado, como algo que pretende que se mire de esa forma. En el cine hay varios ejemplos clásicos, como El gabinete del doctor Caligari (Wiene, 1921), El ángel exterminador (Buñuel, 1962), Cómo ser John Malkovich (Jonze, 1999) o Mulholland Drive (Lynch, 2000). Todas estas películas, que en esta ocasión me limitaré a enlistar, son experiencias emocionantes del “qué carajos está pasando”; por eso pueden ser muy obvias en sus intenciones surrealistas. En estos casos se corre el riesgo de querer comprenderlas desde la fascinación con la “no realidad” que presentan y de perderse en estas alucinaciones. Pero, precisamente, darse la libertad de explotar la realidad es el primer paso para percibirla de manera consciente, y para percibirla otra vez; el truco es no despegarse del todo de ella.

En otras ocasiones, lo surreal lo es casi sin querer, porque se muestra como algo presuntamente fiel a la realidad, por medio de una imagen cinemática más poderosa que nuestra experiencia visual o sensorial, y que a los espectadores nos resulta una tierra incógnita, un espacio que no habíamos encontrado por nosotros mismos en nuestra imagen de la realidad. Éste puede ser el caso de Heli (Escalante, 2013), una ficción donde el estado de violencia en México, de lo irreal que parece, se siente real, como una obviedad de lo que hemos dejado de mirar, los que podemos. También puede ser el caso de Hasta los dientes (Arnaut, 2018), que —en su captura documental de los hechos violentos que llevaron al asesinato, en manos de militares, de dos jóvenes estudiantes del Tecnológico de Monterrey— nos puede sacar del mapa de la realidad, para ver esta última desde ángulos crudos y notar los pozos negros que las montañas no dejaban ver.

Desde la Ciudad de México, hay veces que nos cuesta mirar más allá de los cerros.

Lo más interesante de estos casos en los que lo inimaginable se nos presenta de pronto con el velo de lo obvio, de la realidad ignorada, es que la sensación surreal no viene de un abandono de lo habitual, sino del retorno transparente a lo terrenal, porque a veces vivimos en las nubes. Ésta es la posibilidad de ver más allá en la realidad, cuando ésta se nos presenta en la pantalla. Salvador Dalí utilizó el concepto de imagen paranoica para hablar de este tipo de imágenes dobles: “la representación de un objeto que también es —sin la más mínima alteración física o anatómica— la representación de un objeto completamente distinto”. También lo podríamos llamar, para que tenga más sentido en este momento, la dimensión surrealista de lo trivialmente real.

Hay personajes, como Carmen Aristegui, que pertenecen a esta dimensión, que viven al acecho de otra forma de mirar, porque buscan la historia detrás del cuento, porque comprometerse con la verdad es una obstinación surrealista; o como Greta Thunberg, que encarnan la mirada surreal, que no es otra que la visión lúcida y transparente de hechos que los demás hemos perdido de vista. Pero también hay quienes buscan mistificar el relato por medio de su grandilocuencia irónica, de la burla. Así lo hace, y de forma fascinante, Diamantino (Abrantes y Schmidt, 2018). En su hipérbole ridícula de la figura del futbolista Cristiano Ronaldo, de la desigualdad, de la riqueza inconsecuente y de los escondites inusitados de la bondad humana, es posible imaginar la realidad con frescura, y pensar que quizá haya algo que hacer por ella. De a tanto, ridiculizar la realidad parece ser la única forma de extenderla (o entenderla).

Rayando en la fantasía, historias como Diamantino nos muestran la forma en que los relatos que ubicamos en la geografía de la realidad se reflejan y reproducen, como mirándose en un espejo, en los mapas del sinsentido, la injusticia y hasta la idiotez. Esto tiene el efecto cómico y gratificante de dar forma a lo que antes era una sospecha brumosa, una corazonada recelosa de ciertas coordenadas de nuestra topografía de la realidad. Mirar y nombrar, esas armas indispensables para combatir lo dado por hecho, como cuando un niño decide, con una lógica infalible, que sus padres están en deuda con él por haberlo traído a un mundo desdichado y sin su consentimiento, como sucede en Cafarnaúm (Labaki, 2018).

Hay que tener cuidado de no esperar del surrealismo un olvido de la realidad, pues se trata de una mirada fresca sobre ella, un quiebre. La experiencia surrealista necesita guardar cierta confianza, afecto y arraigo en la realidad; de lo contrario, puede caer en un área deslavada de la identidad, en la fantasía, y convertirse en un sueño que no recordamos al despertar. El surrealismo debe soñar con el presente: si decide viajar en el tiempo, es para hablar del hoy. Para esto vale la pena pensar en Snowpiercer (Joo-ho, 2013): ¿qué pasa si nuestra sociedad es un tren? ¿A qué vagón correspondes?

En estos tiempos de insensibilización por sobreexponerse a realidades próximas y extrañas, me parece que cada vez más lo real y su tono nos tienen sin cuidado. Recuerdo muy bien mi triste y acorazada indiferencia hacia la realidad que llegué a enmascarar en la apreciación estética de las fotografías de la World Press Photo Exhibition del Franz Mayer. Dejé descolgado el teléfono al que recibo las llamadas realistas que constantemente lanzan los medios. La estética realista se aferra a la voluntad, pero ¿cuánta de ésta nos queda? Y sin imaginación, ¿adónde nos lleva? Para dejarse imaginar más allá de la insensibilidad cotidiana, vale la pena On Body and Soul (Enyedi, 2017), en donde los protagonistas viven sus sueños y sueñan su vida, mientras administran, con bastante indiferencia, un rastro de reses.

El problema más grande de la mirada realista es que, a pesar de las mejores intenciones del observador, es difícil que escape de una sensación sofocante, de mirar más de lo mismo. Le podríamos llamar indigestión de lo real, que, además, suele dejar un terrible dolor de cabeza. A mí me ha sucedido al pasar fugazmente por algunos pueblos pobres del país, de los que viven al borde de la carretera, y ver las mismas señales de la desigualdad, los mismos objetos, construcciones y espacios. Me indigesto de lo real, de la sobreposición de la misma imagen una y otra vez, a lo largo de los años y en diferentes locaciones. Detenerse, bajar del auto, mirar, sentir, escuchar, conversar; a veces eso es suficiente para derrotar el mareo, para sacudir pensamiento e inconsciente; para desatar la experiencia surreal, que no se trata de hacer las paces con nuestra realidad, sino de observarla por un momento, sentir su capacidad de cambio, transformación, expansión, y la posibilidad de imaginar más.

La enorme ventaja de lo surreal es que en su experiencia nos sacude, pero sobre todo nos da la libertad de imaginar otra cosa, la que sea. Mas no en el sentido obvio de un “programa de acción o reacción”, o de un guion. Más bien, por medio de puntos de vista, otros. El cuerpo que se descubre fuera del mapa, en un espacio visual e imaginario más libre, donde tiempo y espacio transcurren distinto. Lazzaro felice (Rohrwacher, 2018) es el ejemplo perfecto. Con Lazzaro saltamos en el tiempo cuando cambiamos de espacio; la ciudad aparece tan cruel y esclavista como pudieron ser los feudos, pero también guarda una magia antigua, campirana.

La libertad de movimiento para explorar la realidad, mirarla hasta por debajo y por medio de espejos, permite divisar conexiones desconocidas y reconocer historias que están ahí, pero que no se han contado. El éxito de películas recientes como Parásitos (Joon-ho, 2019) y Guasón (Phillips, 2019) parece radicar en sus rasgos surreales; en efecto, la crítica debe emprender el rumbo del relato surrealista, de imágenes que nos hacen mirar. De camino a casa, después de ver Guasón, lo que yo miré más claro que nunca fue lo entumecido que yo estaba, lo mucho que me resistía a sentir. El surrealismo que es efectivo sobre nuestros cuerpos tiene las consecuencias de una catástrofe, de un cambio de lugar.

Quizá la experiencia surrealista más emocionante y menos consciente es la íntima, porque suele guardarse celosamente y hasta con vergüenza. Se trata del momento estético cinemático en el que vemos algo o a alguien con quien nos identificamos rebasar y explotar los límites de nuestra realidad. La clave de esta emoción es la empatía, con nosotros mismos, en última instancia, y por medio del personaje. De algo muy similar se trata la experiencia surrealista colectiva; la empatía con nuestra realidad tiene el poder de revelarla como otra y cambiarla.

Si la llamada “normalidad” es el lenguaje cinematográfico del Hollywood tradicional, patriarcal, racista y clasista, o del Hollywood actual, que es lo mismo, pero con cuotas de detalles feministas, #pride y #blacklivesmatter, entonces lo que propongo es buscar otros lenguajes, con sus ángulos, colores, ritmos, sonidos y reflexiones que nos hagan observar desde nuestra empatía y sentir nuevas realidades.

El surrealismo nos vulnera porque no es ni armonioso ni complaciente. Sus imágenes no son alegres o celebratorias: son intrigantes, dolorosas y trágicas. “No es normal” es el mensaje más potente que tiene para nosotros la estética surrealista. Ojalá estos tiempos pandémicos sean una compuerta para mirar un poco más, para imaginar nuevos futuros. Que sea la gran catástrofe surrealista de nuestra generación, una revolución de nuestra percepción.

Que haya más ciclistas en este mundo.◊

 


* ALEJANDRO PORCEL

Estudió Relaciones Internacionales en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.