
01 Ene Por qué carajos no leemos he leído a los autores de las demás lenguas de México (que no son ésta)
En México —más allá del engañoso discurso oficial—, inercias coloniales y racismo, cuando no mero mercantilismo y aprovechamiento político, marcan las circunstancias en las que se escribe, se publica, se difunde e, incluso, se busca reconocer la literatura en lenguas mexicanas distintas al español. Así lo constata Claudia Itzkowich.
CLAUDIA ITZKOWICH S.*
Según las antologías y compilaciones de literatura
“mexicana”, después de Nezahualcóyotl nadie más hizo
literatura en lenguas indígenas.
Yásnaya Elena Aguilar
Empezamos mal si lo que tenemos que celebrar acerca del lugar que ocupa la literatura en náhuatl o en alguna de las variantes del mixe, el maya o el zapoteco, entre otras lenguas, es un premio nacional como el Nezahualcóyotl, creado hace 28 años, que reconoce las obras en cuyo “universo creativo” sobresalga, por lo demás, la “diversidad de su cosmovisión”. Esto dice la convocatoria. De los jueces se espera, según cuenta una de ellas, la socióloga y escritora Elisa Ramírez, que evalúen “la ‘autenticidad’ o ‘indianidad’ de los escritos”.1
Como todo reconocimiento basado en cualquier categoría que no se refiera a la materia en cuestión (la literatura, en este caso), al premiar lo que se escribe en lenguas “indígenas” se agrupa a los autores que escriben en una lengua distinta del español (por diferentes que sean entre sí) y se les separa de los que escriben en español. (Las diferencias entre los montos de los premios, por elocuentes que sean, las dejamos para otro debate).
En palabras de la lingüista Yásnaya Aguilar, la división es ilusoria. “¿Por qué se habría de asumir que la literatura producida en español es distinta de todas las literaturas producidas en una gran diversidad de lenguas llamadas indígenas? ¿Cuál es el rasgo literario que las hace diferentes? ¿Cuál es el rasgo común entre la poética tarahumara y la del zoque que permite que se las adscriba a una misma categoría?”.2 Esta separación (cuyas causas resulta tautológico esgrimir desde el punto de vista histórico) no tendría por qué seguir intocada. Y los efectos son indelebles.
A diferencia de lo que pasa con la escritura de José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, Julián Herbert o Fernanda Melchor, los textos de los galardonados del Nezahualcóyotl —Víctor de la Cruz, Kalu Tatyisavi o Manuel Bolom, por mencionar algunos— no están impresos, distribuidos o promocionados, como sí lo están, por cierto, los libros de autores de tierras más lejanas traducidos al español, como Anne Boyer, Margaret Atwood, Paul Auster o Emmanuel Carrère.
Como lectora, y consciente de que me voy a morir habiendo leído mucho menos de lo que habría querido, me rehúso a elegir un texto por cualquier otro motivo que la curiosidad, y me rehúso a dejarme llevar por cualquier categoría que no tenga que ver con la obra misma. La literatura, como yo la entiendo, no tiene nacionalidad ni geografía (sus autores sí y normalmente son circunstancias ajenas a ellos, que los preceden). Y ni hacer equipo con los de mi género o mi alcaldía o mi color de ojos, ni buscar la justicia con actitudes de discriminación positiva es algo que me interese cuando me concedo horas de lectura o, para tal caso, de escuchar música, de ir al cine o al museo.
Me gustaría pensar que los autores que escriben en zoque tampoco buscan que se les reconozca con un premio cuyo subtexto es algo así como “para ser zoque no está mal”. No veo por qué habrían de tener un premio especial, en lugar de competir en los premios nacionales (otra categoría que no tiene que ver con la literatura, pero existe) o de figurar en la literatura a secas.
La pregunta que da título a esta nota es, en parte, retórica. Los autores en lenguas con legiones de lectores potenciales son mejor negocio y por eso se publican y distribuyen. Ahora bien, por lo menos un millón y medio de personas hablan náhuatl; maya peninsular, unas novecientas mil. Y aun cuando hay medios para traducir a los autores de lenguas con pocos hablantes, sigue costando muchísimo deshacerse de las inercias coloniales (habría usado el término aunque no estuviese de moda) que reproducen las agendas de casas editoras que, hasta hoy, no se han abocado a dar a conocer lo que están haciendo los autores del territorio mexicano que no escriben en español.
En el Diplomado en Interpretación y Traducción de Lenguas Indígenas en la Ciudad de México, dos de los cinco módulos temáticos son “Ética profesional, identidad e interculturalidad” y “Derechos humanos y pueblos indígenas”.
¿Podría ser más paternalista? La respuesta es sí. Paternalista y nostálgico-nativista. En la presentación de la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas (eliac), en español y otra de las 69 lenguas oficiales de México (no especificada, pero con signos de otomí), se dice:
los escritores en lenguas indígenas disponen este espacio para compartir su pensamiento y cosmovisión a través de la literatura. […] Somos maíz, somos mazorca, somos milpa en los pueblos y en las ciudades; no tenemos fronteras en la tierra porque, igual, somos la tierra misma. Descendemos de tlacuilos que escribieron la historia de la civilización mexicana milenaria. Aquí seguimos con los sueños de los antepasados, de no dejar que se apague el Fuego.3
¿Hay que seguir repitiendo que México es un invento joven y que lo milenario no le pertenece, sino que se lo apropia el Estado con un violento afán homogeneizador? En el caso de la lengua, es ya muy citado el testimonio de Yásnaya Aguilar en el Congreso federal,4 en el que pone números a estas estrategias de exterminio de la diversidad, de creación forzada de la identidad nacional: en 1820, entre 65 y 70 por ciento de la población mexicana hablaba una lengua distinta del español, esto después de trescientos años de colonia. Doscientos años más tarde, en la actualidad, esa cifra es de sólo 6.5 por ciento.
Desde 2019, la Enciclopedia de la literatura en México incluye la entrada de “La novela en las lenguas originarias de México”, donde el autor determina que las publicaciones de narrativa en lenguas indígenas se encuentran al alza y que “la mayoría de éstas revelan comportamientos éticos ejemplares que no sólo abordan los valores indígenas de cada comunidad particular, sino también destacan a sus respectivos pueblos o grupos étnicos como unidades singulares”. El artículo incluye conclusiones, como que “casi toda la producción novelística o cuentística indígena intenta mantener vivas su historia y sus costumbres”.5
Las autoridades en la materia no parecen haberse enterado de lo que describe, en una nota del diario El País, la poeta diidxazá (zapoteca) Irma Pineda: “Ya superamos esta etapa de recuperación de la tradición oral, cuando hacíamos referencia a muchos elementos que nos rodeaban en la comunidad, a la naturaleza”. Pineda explica que esto se debe al acceso a otras literaturas: “No solamente escribimos a partir de lo que vemos en la comunidad. Yo leo mucha literatura maya o tsotsil, pero también autores rusos, españoles, portugueses, muchos mexicanos”.6
En un sentido similar, Ramírez, la jueza (y crítica) del premio Nezahualcóyotl, diagnostica en el artículo antes citado que “hay confusión entre la recopilación de lo ‘tradicional’ y la creación literaria”. Propone que se separen y distingan como dos géneros diferentes. Apunta que “Los escritores —todos— parecen olvidar, en muchos casos, que el jurado no juzga (o no debería juzgar) su postura política ni su alianza con las tradiciones, las comunidades, los programas oficiales, sino su calidad literaria —sea cual sea el tema o el formato—”. Y remata: “Independientemente de su calidad como escritura, encuentro en el corpus del Premio un exceso de indianidad declarativa”.
Marc Delcan, parte de las colectivas Pensaré Cartonera y La Reci, y fundador de OnA ediciones, apunta con sucinta lucidez que “algo se perdió, pero algo está vivo”.7 Y eso que está vivo podría despegar en cualquier dirección. Los creadores contemporáneos no tendrían por qué limitarse a compartir su cosmovisión ni a ser la tierra misma ni a seguir con los sueños de los antepasados. No más que Mario Bellatin o Guillermo Fadanelli, en todo caso. En Yalálag hay jóvenes que han crecido leyendo la traducción al zapoteco de “Hoichi el desorejado”, una obra ilustrada sobre un personaje de la mitología japonesa que se ha traducido espontáneamente a muchas otras lenguas de la región. Un mero ejemplo. También cuenta Marc que uno de los compradores más interesados en los libros de pensamiento y literatura africanos que han tenido en la librería de La Reci, en San Cristóbal, es el narrador y poeta tsotsil Manuel Bolom. El punto es insistir en que, como Lafcadio Hearn, que nació en Grecia, vivió en Irlanda, el Caribe y Estados Unidos, se hizo japonés y dio a conocer el mito de Hoichi, entre otros, en distintas partes del mundo, cada uno puede elegir como referencias y patrias lo que se le dé la gana, aunque quienes premien sigan estimulando los estereotipos.
Ahora bien, se entiende por qué los creadores en lenguas “que el Estado no ha elegido como suyas: lenguas pequeñas, locas y locales, lenguas disidentes, desviadas de la hegemonía”,8 se empeñan en orbitar los reflectores, por defectuosos y sesgados que estén. Quien escribe quiere que “su grito circule”.9 También, como otros, poder ganar dinero de ello. Y, sin embargo, Delcan tiene mucha razón cuando insta a sacarse de encima la lógica comercial y centralizadora, cuando sostiene que una publicación puede ser importante, aunque sólo la lean veinte personas, y pone el ejemplo de una herbolaria local.
En esos contextos, los de las lenguas en peligro de extinción, hablar de creación literaria —y de posibles lectores— implica hacerlo también de alfabetización, algo que en lenguas indígenas ha sido negado a la población infantil que las tiene por lengua materna; por ende, se exploran también métodos de revitalización.
Una forma de resistencia emprendida por escritores, maestros y activistas de muy distintas comunidades ha sido la creación autónoma de libros de cartón que circulan de mano en mano, de aula en aula. Eso, con la tecnología actual, ha derivado en materiales digitalizados que pueden compartirse por WhatsApp o leerse y transmitirse por Facebook o YouTube.
El maestro José Manuel Hernández Fuentes, de San Andrés Chicahuaxtla, lejos de la esfera del protagonismo y la autoría, a su labor pedagógica (como profesor del español como segunda lengua) y de narrador, ha sumado habilidades para dibujar en la computadora con el fin de acercar el triqui a su alumnado.10 Así, a falta de bibliotecas, diccionarios o libros de texto, alimenta la página de Facebook del colectivo triqui y comparte enlaces en un drive donde se archivan, pero sobre todo se distribuyen, libros ilustrados, loterías, historietas y otros juegos monolingües y bilingües.
Acerca de este tema de la traducción, del español como “lengua puente”, dice Yásnaya en su texto “Escribo textos que no puedes leer”: “Si los libros en mixe se editan bilingües siempre, esperaría entonces que las primeras ediciones de autores que escriben en español nacieran bilingües también”.11 La estrategia que propone y que podría leerse como una provocación, una revancha para recuperar lo que un sistema educativo castellanizante ha arrebatado (a ellos y a todos), es también una invitación seductora: “crear libros que también sean monolingües en lengua indígena y crearle a cada libro sus lectores”, una invitación que implica un camino largo. Si dice Yásnaya que “un libro sólo en mixe se puede convertir en una casa propia”, aprender esa lengua es el recorrido, el mínimo requisito para ser convidado.
La otra parte que compone la pregunta del título no es retórica. La interjección “carajos” es una queja al aire y una avergonzada admisión. Desde el Popol Vuh y el Chilam Balam y hasta que los editores de la revista me invitaron a reflexionar sobre este tema, no había leído ninguna obra escrita originalmente en alguna lengua de México que no sea el español, como no he leído a la mayoría de los escritores de cualquier época, lengua o lugar. Pero, en este caso, no por las razones correctas, sino por una preocupante docilidad ante lo que se ha definido aquí como una discriminación sistémica. Eso a cinco años de que el editor Rasheny Joha Lazcano declarara que había un “boom” de literatura escrita en diferentes lenguas, sobre todo en maya, náhuatl y purépecha, durante la presentación de la Colección Lileeme de narrativa (Alfonso Reyes, Salvador Elizondo o Heriberto Yépez, pero también Fiódor Dostoyevski) traducida a tu’un Ñuu Savi (mixteco de San Juan Mixtepec), diidxazá (zapoteco del Istmo de Tehuantepec), ayuuk (mixe de Ayutla) y mixe de Tlahuitoltepec.
Acerca de esa docilidad, viene a la mente la contundencia de la compositora y coreógrafa12 Victoria Santa Cruz cuando dice al dramaturgo Eugenio Barba en una entrevista filmada: “Que no me diga nadie que no es racista antes de serlo. Hay que serlo primero, pero no quedarse ahí, como tampoco se puede uno quedar en el sufrimiento ni en la alegría”.13
Mientras decido qué lengua aprender, empiezo por buscar autores traducidos o autotraducidos. Todos los caminos me llevan a Florentino Solano, que, además de ganar este año el premio Nezahualcóyotl por Tákúu ndi’i tachi si’í yu (Todas las voces de mi madre), recibió el Premio de Literaturas Indígenas de América (plia), el cual se enfocó en la crónica en la edición de 2021. Junto con las características de “expresar o recrear elementos estéticos, semánticos y discursivos propios de su cultura y lengua” u “Ofrecer al lector su punto de vista sobre los hechos”, se incluye el requisito de que los textos participantes estén “escritos en lenguaje sencillo”. El galardón se otorgó el pasado 4 de diciembre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, foro en el que cronistas como Leila Guerriero han defendido la crónica como género literario, uno que, por definición, tendría que reventar cualquier requisito de sencillez. Un escándalo.
Con todo, no puedo sino reconocer que gracias a estos premios pude acercarme a la obra de Solano. Aún más que su crónica Yaa táxá’á kaa tuxií (La danza de las balas), escrita en tu’un savi, una denuncia de las atrocidades del ejército en una localidad de Guerrero narrada, como Bajo el volcán o la película Orfeo Negro, en la confusión que corresponde a una fiesta como la de San Miguel Arcángel, santo patrono de Metlatónoc, me interesó El amor y otras minificciones, en el que el humor, la insolencia y los giros narrativos sorprenden a cada vuelta de página.
Gracias al plia llegué también a Hubert Matiúwàa, otro guerrerense, quien recibió el premio unos años antes, por su libro Ijiín gò’ò Tsítsídiín tsí nònè xtédè (Las sombrereras de Tsítsídiín), un poemario hoy bilingüe (mè’phàà-español), donde la violencia también prima, en torno a la trata de niñas en las montañas de Guerrero. “¿Las levantan porque son niñas indígenas? Porque a través de esa palabra se han marcado fronteras en las que los derechos de unos son negados, por lo tanto, violentados, condenados a la muerte sin historia, a vivir vulnerables hasta en su casa”, dice en la introducción. “En la casa sorda / me fui haciendo murciélago, / grieta de tiempo, / coraje donde jugaron tu carne, / el que ahora levanta / la sombra de mi miedo”, dice la autotraducción de algunas de sus estrofas.14
Otro premio, el Antonio García Cubas, en la categoría de “Mejor Libro y Labor Editorial en el ámbito de la Antropología y la Historia” (sin que haga falta una mampara lingüística, es decir, que concursó contra todos los libros de su categoría), se otorgó a Conetamalli. Bebé tamal, Baby tamale, un libro infantil trilingüe de la diseñadora, ilustradora y editora independiente Isela Xospa, quien lleva años defendiendo los procesos editoriales autogestivos que se generan desde las comunidades, es decir, aquello que sucede al margen de lo que se publica de manera institucional. Su tamal ilustrado con tintas color neón, por cierto, tiene influencias kawaii (“lindo” en japonés, como Hello Kitty), y no por eso deja de ser del pueblo originario de Milpa Alta.
A Isela le preocupa e indigna que, en el marco del Decenio de las Lenguas Indígenas, que inicia en 2022, y que seguramente llevará al Estado a adquirir este tipo de publicaciones —y a la industria editorial a montarse en el negocio—, “los pueblos originarios no estemos incluidos en el ejercicio de llevar publicaciones en lengua indígena a la red de bibliotecas del país”. En su artículo “Libros en lengua indígena: la nueva tendencia editorial”, afirma que no considerar a las editoriales comunitarias para dicho proyecto “significa excluir los procesos de producción y las aportaciones culturales de las comunidades indígenas”.15 Una vez más, el Estado hace de ventrílocuo.
El respaldo más contundente de este activismo es la calidad y relevancia de la producción literaria y editorial. A fuerza de versos potentes, frases rompedoras de paradigmas y giros que dejan helados, aun traducidos o autotraducidos, la sentencia para quienes no hagan el esfuerzo de acercarse es que se la seguirán perdiendo.◊
1 Elisa Ramírez Castañeda, “Sobre el Premio Nezahualcóyotl 2021”, Ojarasca, suplemento de La Jornada, 13 de noviembre de 2021. Ramírez añade que “Los lineamientos que nos envían para emitir dictámenes son sugerencias prejuiciadas que constriñen. Si nos viéramos obligados —jurados y escritores— a cumplir con ese formato, terminaríamos como un desfile de catrinas o en comparsa de monos de calenda folk: en simulacro y homogeneización artificial de la tradición que se convierte en espectáculo vulgar o cuando mucho en performance catártico y prescindible”.
2 Yásnaya Elena Aguilar Gil, “La literatura indígena no existe”, en Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística, Ciudad de México, Almadía, 2020, p. 55.
3 Jaime Chávez Marcos, “Presentación”, Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas, A. C., septiembre de 2015.
4 “Discurso de Yásnaya Elena Aguilar en mixe”, YouTube, 15 de marzo de 2019.
5 Arturo Arias, “La novela en las lenguas originarias de México”, Enciclopedia de la literatura en México, 20 de septiembre de 2019.
6 Camila Osorio y Constanza Lambertucci, “La pelea literaria por abrirse paso en una lengua indígena”, El País, 28 de noviembre de 2021.
7 Entrevista telefónica realizada el 29 de noviembre de 2021.
8 Como se describen en el colofón de Yásnaya Aguilar, Gloria Anzaldúa y Ruperta Bautista, Lo lingüístico es político, València-Chiapas, OnA ediciones, 2020. (Véase https://www.traficantes.net/editoriales/ona-ediciones).
9 Frase tomada de los debates sobre licencias, copyright y piratería, Cartonear es camino, San Cristóbal, Pensaré Cartonera. p. 65. (Véase https://es-la.facebook.com/pensarecartonera/).
10 En entrevista telefónica realizada el 16 de noviembre de 2021.
11 Yásnaya Aguilar, “Escribo textos que no puedes leer”, Este País, 14 de septiembre de 2020.
12 ¿Viene al caso decir afroperuana? Me encantaría que no.
13 “Black I Am – Victoria Santa Cruz”, YouTube, 27 de febrero de 2018.
14 Hubert Matiúwàa, Ijiín gò’ò Tsítsídiín tsí nònè xtédè (Las sombrereras de Tsítsídiín), Secretaría de Cultura / Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, 2018. pp. 11 y 104.
15 Isela Xospa, “Libros en lengua indígena: la nueva tendencia editorial”, ADN Cultura, 16 de noviembre de 2020.
* Es editora y traductora, egresada del Diplomado de Traducción del Instituto Francés de América Latina (ifal) y maestra en Estudios Históricos por la New School University de Nueva York. Creció escuchando, además del español, el ídish, otra lengua sin Estado. A ese respecto acaba de editar Del shtétl a la ciudad de los palacios. Trazos del imaginario ashkenazi en México, de Natalia y Noemí Gurvich. Con todo, le ha tomado más de cuatro décadas cuestionarse sus decisiones lingüísticas: concretamente, preguntarse qué lengua del territorio que hoy es México va a empezar a descubrir.