Policía y Policías número 7

 

CÉSAR TEJEDA*

 


 

Había pasado casi dos meses encerrado en casa, trabajando en los últimos detalles de mi tesis doctoral: un estudio sobre la literatura policiaca de México en los años cuarenta. En esa década solía decirse que, para conocer la realidad del país, eran más confiables la nota roja y los periódicos vespertinos —dedicados, casi por completo, a la nota roja— que la prensa habitual, sesgada no sólo por ideologías sino también por la censura. La nota roja, pues, exponía las debilidades del sistema y su propensión a los actos corruptos sin ambages. De forma análoga —y en eso consistía mi tesis— la literatura policiaca, que solían practicar autores que no se consideraban profesionales, una literatura anticanónica, carente de pretensiones, una literatura despojada de los grandes egos, resultaba mejor que la literatura “seria”, “formal”, “realista” —o como quiera llamarse— de aquellos años. Mi ejemplo favorito era comparar las divertidas novelas detectivescas de Rafael Bernal, cualquiera de ellas, con la soporífera novela de Agustín Yáñez, Al filo del agua, tan inexplicablemente aclamada. Me ufanaba de ser un especialista del género noir mexicano y mi tesis debía convertirse en un arma de defensa personal: aunque nadie estuviera de acuerdo conmigo, yo podría decir, una vez que obtuviera el grado de doctor, que me había titulado gracias a —o a pesar de— mis controvertidas posturas, y por eso había dedicado los dos últimos meses a pulirlas con la mejor redacción posible, despojándolas, también, de omisiones bibliográficas.

Una mañana, poco antes de que terminara el encierro de la tesis, mi hermana llegó a mi casa y dijo, sin darme tiempo a saludarla, que había conseguido el mejor regalo que iba a darme en toda la vida. Es cierto que mi hermana tiende a las hipérboles fácilmente, pero no por ello dejé de sentir curiosidad por la frazada verde, rodeada por un mecate, que me entregó. Mientras trataba de deshacer el nudo del mecate ella me contó que en las últimas semanas había estado en la sierra de Durango, trabajando en un documental sobre temas ambientales. Un día ella y el equipo de documentalistas habían llegado a una casa en medio del desierto, se habían metido a inspeccionarla y habían encontrado una bodega de libros viejos “sin valor alguno”. Permanecieron un rato allí resguardándose del frío y mi hermana vio aquel ejemplar y pensó que era un regalo perfecto para mí.

Terminé cortando el nudo con cuchillo para descubrir un pequeño libro —estrictamente, una revista— titulado Policía y Policías. La portada era un dibujo rudimentario de una mano sujetando una placa o “charola”. Desde la muñeca, que se cortaba abruptamente en el antebrazo, colgaban unas esposas, como metáfora —supuse— de la ambigüedad de los gendarmes, propensos a cometer y resolver crímenes con el mismo entusiasmo. Al observar aquel ejemplar sentí, en vez de emoción, angustia. Era el mejor regalo que mi hermana podía darme, cierto, pero aquel no era el momento indicado para recibirlo: mientras hojeaba las páginas de Policía y Policías conocía un universo de la literatura noir mexicana del que nunca había escuchado nada. Era como si a la tesis doctoral, a la que según yo sólo le faltaba el último párrafo, de un momento a otro le faltara un capítulo entero.

Mi hermana se fue como había llegado y comencé a revisar el ejemplar con detenimiento. Se trataba del séptimo número de una revista publicada por Ediciones El Ladrillo en septiembre de 1947. Alcancé a colegir que tenía una periodicidad bimensual. El siete incluía un vasto prólogo —24 páginas— y tres cuentos de más o menos la misma extensión que el prólogo. En la contraportada aparecían unas sensacionalistas manchas de sangre ilustradas y en una de ellas se veía el precio de la revista: dos pesos. Sentí una extraña inquietud por adolecer de referencias que me permitieran comprender lo que tenía en las manos. Policía y Policías núm. 7. Era un título fenomenal.

 

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Pasé el resto del día concentrado en las 108 páginas de Policía y Policías y sus misterios. El prólogo era una extraña pieza de ingenio, firmada por el editor de la revista, un tal Pedro Niño, que aseguraba que haber encontrado los tres cuentos de aquella colección había sido un trabajo “arduo y detectivesco”:

No miento —aseguraba el tal Pedro en el prólogo— al decir que el trabajo del policía y el trabajo del editor constituyen las profesiones más misteriosas del quehacer humano. Piense Ud., uno debe encontrar a los criminales y el otro debe encontrar a los cuentos: ¿dónde están los criminales?, ¿dónde están los cuentos? ¡Vaya Ud. a saber!

Luego Pedro Niño narraba, de manera por demás inverosímil, cómo fue encontrando los tres cuentos de ese volumen de Policía y Policías, imitando las características del género policial. De alguna forma inusitada el editor hallaba la pista de un gran cuento y seguía los pasos de su autor con sagacidad, hasta que, por fin, gracias a un golpe de suerte, hallaba a los autores y, después de un interrogatorio, lograba obtener de ellos una confesión: eran los autores del cuento.

“Los editores, así como los porteros en el futbol y como los policías en los tugurios del Distrito Federal, dependemos de la suerte”, asegura Niño. Luego dice que los escritores de cuentos sobre detectives son gente común que un día, bajo circunstancias adversas, decide escribir un relato criminal, de la misma forma en que —bajo otro tipo de circunstancias— habrían podido cometer un crimen. De acuerdo con la teoría de Niño, los crímenes cometidos por criminales eran tan ordinarios como los cuentos escritos por grandes escritores, era lo que se esperaba de ellos, y así como el policía frente a un crimen sólo debe preguntarse quién tiene tendencias criminales para comenzar con sus pesquisas, el editor común y corriente sólo debe preguntarse “quién demonios escribe cuentos” para comenzar el camino de su publicación. Luego de leer aquellas palabras sentí una gran admiración por Pedro Niño. El lema de su revista era publicar a gente común y corriente que, de un día a otro, sin que nadie lo sospeche, “sin decir ‘agua va’, comete el cuento perfecto”.

 

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Dediqué una semana a buscar información sobre Policía y Policías sin éxito. No había datos sobre la publicación, su editor ni sus autores en otras revistas especializadas, tesis doctorales, bibliotecas ni internet. La doctora Fonseca, mi tutora en la Universidad Nacional Autónoma de México, me aconsejó que hablara con Pablo Piccato: un historiador que había dedicado buena parte de sus pesquisas al crimen y la justicia en México a mediados del siglo xx. Ella, de manera amable, se ofreció a servir de intermediaria, y de esa forma le envié a Piccato un correo preguntándole si alguna vez había escuchado hablar de Policía y Policías. Expuse a grandes rasgos las características de mi ejemplar, le di los nombres del editor y de los autores y en pocos días recibí una respuesta, donde el historiador me contaba que había visto esa revista una sola vez. Curiosamente, él también había consultado el volumen número siete. Lo había encontrado en una librería de viejo ubicada en la colonia Condesa de la Ciudad de México y había decidido no comprarlo porque, a su juicio, tenía un costo demasiado alto; no obstante, era amigo del librero, quien le había permitido revisarlo con calma a condición de que lo hiciera adentro de la librería. De acuerdo con Piccato, el librero también era aficionado a la literatura policial y atesoraba aquel volumen debido a su extrañeza: “Es decir que contigo ya sumamos por lo menos tres personas deslumbradas por el misterio de Policía y Policías”, escribió Piccato en su correo, que concluyó diciendo que él había resuelto no hacer mención de la revista, sus autores ni su editor hasta que tuviera más información sobre ella, pero que había algo que la convertía en una revista excepcional: en todos sus años como historiador no había leído un solo cuento —noir, mexicano y escrito en los años cuarenta— protagonizado por un policía, y aquella publicación contenía “nada más y nada menos que tres relatos protagonizados por policías”. Una rareza que yo —debo admitir— había pasado por alto.

 

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Los tres cuentos de Policía y Policías comparten un rasgo: giran en torno a hechos históricos con adaptaciones ficticias. Por lo demás, sus estilos resultan diversos. Por ejemplo: el primero de ellos, firmado por María Montoya —cuya semblanza se limita a decir que nació en 1906 y era una lectora entusiasta de Shakespeare—, era un cuento dialógico, casi una obra de teatro, protagonizado por dos agentes de la Policía Secreta del Distrito Federal. La misión de los agentes es resolver el asesinato del exembajador británico Owen O’Malley Saint Clair. Sobra decir que el embajador, en realidad, nunca fue asesinado —ni siquiera estaba ya en México cuando transcurre la anécdota—, pero el cuento, que lleva por título “Un inglés menos”, gira en torno a su supuesto asesinato.

“Un inglés menos” narra las aventuras de Juan don Juan y Tiburcio M. M. Los dos agentes de la secreta “más astutos del servicio”. Ellos se encuentran en un despacho discutiendo las pistas que los lleven a descubrir quién asesinó a Saint Clair, “que una mañana de julio de 1940 amaneció con un cuchillo clavado en la garganta”. Los agentes han trabajado en el misterio a lo largo de seis meses: dado que Inglaterra tiene cosas más importantes de qué ocuparse —la Segunda Guerra Mundial— la diplomacia mexicana no tiene mucha prisa por entregar cuentas.

Juan don Juan es una especie de Sherlock Holmes “que piensa con precisión, pero lentitud”. Tiburcio M. M. es una especie de Watson, que tiene la cualidad de hacer preguntas exactas en el momento preciso: “las preguntas que abren las puertas de la imaginación policiaca de Juan don Juan”. Por medio de su conversación nos enteramos de que el embajador Saint Clair era un “cabrón racista” que volvió a México tres años después de haber abandonado la legación, para realizar servicios de inteligencia a favor de la causa de los países Aliados. ¿Qué servicios? Pues bien, resulta que hacia 1940 las clases medias mexicanas se encontraban a favor de los países del Eje en la Segunda Guerra Mundial, y que el gobierno británico había organizado una campaña mediática —en cines y periódicos— para cambiar la percepción de la clase media mexicana a favor de los países Aliados. Saint Clair, que había sido embajador en México hasta 1937, había recibido la misión ya que aseguraba conocer “a los habitantes de la Ciudad de México —quienes han perdido la inocencia y belleza de los animales sin posibilidad de llegar a comprender la vida del espíritu— como la palma de su mano”, por lo que considera que fácilmente puede influir en ellos.

Juan don Juan ha comunicado a sus jefes los motivos que llevaron al exembajador a regresar a México: “un hecho mucho más importante que el mismo asesinato de Saint Clair”. Siendo que el asesinato desveló una misión diplomática secreta relacionada con la Segunda Guerra Mundial, descubrir quién cometió el asesinato es casi un entretenimiento para los protagonistas de “Un inglés menos”. María Montoya es hábil para dosificar toda la información histórica que vierte en el relato de tal manera que resulta natural.

Hacia el final del cuento, Tiburcio M. M. le pregunta a Juan don Juan, para cambiar de tema, y debido a que se encuentran atorados en sus razonamientos, si ya se reconcilió con su mujer. Juan don Juan guarda silencio, serio, mientras cavila, y Tiburcio M. M. le ofrece una disculpa por haberle recordado un tema sensible. “Mi mujer me quiere matar”, asegura Juan don Juan, levantándose de su silla con una gran sonrisa en el rostro. Los policías de la secreta se dirigen a la casa de la colonia Juárez donde ocurrió el homicidio, hacen una serie de indagaciones en la habitación de Saint Clair, se dan cuenta de cosas que antes habían pasado por alto —“pero que estaban en su inconsciente”— y deciden, sin más elementos que su intuición “y su forma de ser hombres en el mundo”, que el asesinato fue cometido nada más y nada menos que por la mujer del exembajador. Pero si el gobierno inglés llevó a cabo una labor de inteligencia a espaldas del gobierno mexicano, y si la viuda del exembajador es la asesina, a nadie debe interesarle resolver el misterio de verdad. Es mejor, concluye Juan don Juan, que él y Tiburcio M. M. finjan que no han descubierto nada: “No nos vayan a poner a trabajar”.

 

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Después de leer el correo de Piccato fui a la librería de viejo de la colonia Condesa. El librero, un tipo serio, canoso y mal encarado, comenzó a suavizar sus gestos conforme fui haciendo preguntas sobre su colección de libros policiacos. A todos les había puesto un precio excesivo, pero compré La obligación de asesinar, de Antonio Helú, sólo para refrendar mi naciente amistad con él y comenzar la conversación acerca de Policía y Policías. Le hablé de mi ejemplar y le dije que, una vez que terminara con mis investigaciones, pensaba venderlo porque consideraba que podía tener algún valor. Él me dijo que si estaba en buen estado podía pagarme hasta dos mil pesos. Le pregunté, como si yo no supiera, si él había visto otros tomos de esa revista alguna vez, y me contestó que sólo había visto del volumen número siete: uno, que era suyo, y otro que había vendido —hacía poco tiempo— “a una anciana coleccionista de objetos de los años cuarenta”.

Le dije que me parecía una coincidencia muy rara que él, un librero, sólo hubiera coincidido con volúmenes número siete de Policía y Policías. Contestó que si bien podía resultar, en efecto, raro, el misterio tenía una explicación fácil, y él había dedicado un buen tiempo a pensar en ella: los primeros seis volúmenes pudieron haber tenido tirajes muy pequeños, “de diez o veinte ejemplares, esas cosas eran comunes entonces”, y luego, por algún golpe de suerte, el editor pudo hacer un tiraje más grande, de hasta quinientos ejemplares, y fue precisamente del volumen número siete. “Como si un día a otro la revista hubiera tenido éxito. Esas cosas eran comunes entonces”, repitió, como recitando un estribillo.

Se levantó de su silla, caminó a una bodega y regresó con su ejemplar de Policía y Policías, que estaba en mejores condiciones que el mío. Orgulloso, y mientras pasaba las páginas mostrándomelas, comentó que después de muchas revisiones sólo había encontrado tres errores en la edición: una viuda, una huérfana y la falta de acento en una palabra “tambien”. Era, pues, el trabajo de un profesional, sin mencionar que los cuentos y el prólogo eran sencillamente extraordinarios —a su juicio, algunos mejoraban las características del género y otros lo revolucionaban.

El librero se dio cuenta, supongo que por mi silencio, de que yo no estaba satisfecho con su teoría de los volúmenes número siete. “Tengo otra hipótesis”, dijo. Probablemente la revista era el capricho de un editor viejo y jubilado, a quien dejaban utilizar alguna imprenta en sus ratos libres, hasta que un día reunió los cuentos del volumen siete, que resultaban extraordinarios, y la persona que era dueña de la imprenta decidió invertir en la revista. “Tal vez los ejemplares no se vendieron bien. Tal vez el viejo se murió. Quién sabe”, dijo el librero, sentándose de nuevo frente a su escritorio, “pero sé que algún día encontraré otro volumen”.

Le pregunté si la anciana coleccionista de objetos de los cuarenta sabía del valor de Policía y Policías. “Supongo que sí”, contestó: “de otra forma no habría pagado doce mil pesos por él”, dijo, arrepintiéndose acto seguido por indicarme el sobreprecio que pensaba asignar a mi ejemplar. Luego sonrió y alzó los hombros: “Me descubriste”. Quise saber si había alguna manera de que yo conversara con aquella señora, le expliqué que no estaba tan interesado en los ejemplares físicos como en el misterio que había alrededor de Policía y Policías, y hablé de mi tesis doctoral. El librero dudó un segundo y luego, como si pensara en voz alta, dijo que mi investigación podía dar más valor a nuestros ejemplares. Asintió. La anciana le había dejado su número telefónico por si encontraba otros ejemplares; iba a intentar que pudiera reunirme con ella.

 

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El segundo cuento de la revista resulta desolador. Fue escrito por un tal Jaime Ladrón de Guevara, supuesto maestro de primaria y oriundo de Zacatecas, donde nació, según la ficha biográfica, en 1902. Se titula “Santos policías inocentes” y gira en torno a las redadas de niños pobres que hacía la Policía Judicial Federal en 1946, cuando las autoridades se propusieron eliminar visualmente el exceso de pobreza infantil en las calles del Distrito Federal. El protagonista, un policía judicial de nombre Casimiro, es un hombre triste que lleva a cabo las redadas lleno de remordimientos; mira en los niños de la calle a sus propios hijos y compadece a los primeros imaginando que los segundos —“seis varoncitos problemáticos”— puedan tener el mismo destino. Luego de las redadas, Casimiro regresa a su casa, besa a sus hijos en la frente, se acuesta junto a su esposa y la mira con indiferencia, “temeroso de volver a engendrar una criatura en una ciudad donde las criaturas sobran”.

En el mes de abril de 1946, Casimiro participa en una redada donde los policías atrapan a 20 niños. En ella reconoce a Chimuelo, un pequeño de siete años que ya había atrapado anteriormente, que carece de nombre y que ni siquiera recuerda quiénes son sus padres. “Soy de Zacatecas”, dice Chimuelo cada vez que lo interrogan, porque es lo único que recuerda. “Santos policías inocentes” es un cuento que se caracteriza por el monólogo interior del protagonista, un monólogo donde, además de culpa, expresa su inconformidad con la sociedad que lo rodea. El Estado no puede hacerse cargo de una sociedad transgresora que engendra niños de la calle, y por ello él fantasea con sustituir las labores del Estado a través de su “osadía e ingenio”. En aquella redada de abril, mientras él y sus compañeros llevan a los niños con la Policía Tutelar —la norma en esos casos—, decide escaparse con Chimuelo a Zacatecas para encontrar a los padres del pequeño. Lo hace impulsivamente, sin comunicar su decisión a sus familiares ni a sus altos mandos y, con el poco dinero que tiene en los bolsillos, viaja en un tren a la capital zacatecana. A partir de ese momento el relato abandona el género del melodrama y se incorpora de lleno en el relato detectivesco. Una vez que Casimiro comienza a actuar al margen de la ley, se aleja “de la violencia innecesaria” para entregarse por completo a su sentido del honor.

En Zacatecas descubre una ciudad deshabitada de hombres adultos, donde casi todos han migrado al Distrito Federal o a Estados Unidos, y donde todavía existen resabios de los movimientos cristeros. Ladrón de Guevara, el autor de “Santos niños inocentes”, entreteje con pericia las características de la sociedad zacatecana de 1940 —del problema minero a la reforma agraria— mientras narra las aventuras de Chimuelo y Casimiro quien, “por medio de una inteligencia cada vez más grande, más fortalecida”, sigue pistas, critica la corrupción y cuestiona las carencias intelectuales y morales de los pobres. Después de dos días de hacer preguntas y de dormir “paradójicamente en la calle”, Chimuelo y Casimiro encuentran a una tía del pequeño que no sabe nada de los padres, pero que acepta hacerse cargo de Chimuelo.

El policía regresa al Distrito Federal con una sensación ambivalente; se encuentra triste por haber dejado a Chimuelo, de quien se había encariñado, pero piensa que ha hecho lo correcto. Vuelve “dispuesto a enfrentarse a las consecuencias de su osadía”, sin imaginar lo que le espera. Cuando regresa a casa se entera de que el mayor de sus hijos —un muchacho de doce años— ha escapado. Su mujer ni siquiera llora; se encuentra en un umbral cercano a la locura que de alguna forma le había permitido lidiar con el hecho de haber perdido a su marido —ella juraba que él se había escapado con otra— y al mayor de sus hijos con sólo dos días de diferencia. Es un cuento desgarrador. Es uno de los mejores cuentos que he leído en la vida.

 

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Debí insistir varias veces para que el vendedor de libros de la Condesa me pusiera en contacto con la misteriosa coleccionista de los años cuarenta, pero finalmente lo hizo. La señora vivía en un bello departamento de la colonia Cuauhtémoc con una de sus hijas. Cuando me recibió, dijo que no le habían dicho si yo estaba interesado en toda su colección o si sólo en uno de los objetos. Le respondí que sólo quería conversar con ella sobre Policía y Policías: “También tengo un ejemplar”, precisé, para que no pensara que codiciaba el suyo.

La colección de la señora —compuesta por figurillas, banderines de equipos deportivos, fotos, pósters de películas y libros, principalmente— ocupaba una de las paredes de la sala. La mujer caminó hacia ella con movimientos gráciles. Por algún prejuicio yo había esperado encontrarme con una anciana ligeramente enloquecida, pero, en vez de eso, hallé a una mujer lúcida, incisiva, simpática. Tomó dos libros y me los enseñó: los dos, de nueva cuenta, eran volúmenes siete de la revista Policía y Policías. Uno de ellos se encontraba deshojado, le hacía falta el prólogo entero y algunas páginas del final; por eso había comprado el ejemplar en buen estado al librero de la colonia Condesa.

Señalando la pared donde estaba su colección, me contó que atesoraba aquellos objetos porque los años cuarenta habían sido los mejores de la Ciudad de México y también los mejores años para su familia. Su padre había sido un famoso productor cinematográfico. Cuando el padre murió, ella —María Inés— decidió conservar memorabilia del cine que su padre guardaba celosamente en un clóset, y de esa forma comenzó la colección. Me enseñó un autógrafo de Tongolele, un banderín del Real Club España, y un reloj que, me juró, había pertenecido Sarita García. “Creo que mi padre, por lo menos en su cabeza, siempre habitó en aquellos años”, me dijo. “Esta colección es una manera de conservarlo conmigo”.

Me ofreció un café y nos sentamos en un sillón de terciopelo rojo que debía pertenecer a la misma época, aunque estaba restaurado a todas luces. María Inés me contó que era una entusiasta de la literatura policiaca, que el primer ejemplar que conoció de Policía y Policías le había pertenecido también a su padre, y que la lectura de los dos primeros cuentos —“Un inglés menos” y “Santos policías inocentes”— la había entusiasmado mucho; le parecían de lo mejor que se había escrito en México en el género noir. “Y lo digo yo, que algo sé al respecto”. Pero desde que ella encontró la revista le faltaban páginas. Me dijo que tuvieron que pasar algo así como cuarenta años para que pudiera satisfacer su curiosidad y leer el prólogo y el tercero de los cuentos, que, por fortuna, no la desilusionaron. “Estaba dispuesta a pagar lo que fuera por esa revista y el pinche librero se dio cuenta”, me dijo antes de soltar una extraordinaria y bella carcajada.

Le hablé de mi tesis de doctorado, de la singular manera como la revista llegó a mis manos, de las teorías del librero de la Condesa sobre el posible origen de Policía y Policías. María Inés sonrió. “No me gustan esas teorías”, dijo con suavidad, “y supongo que a ti tampoco”. Me contó que ella había dedicado tiempo, “y la verdad un poco de dinero”, a desvelar el misterio. Me dijo que no había registros notariales que acreditaran no sólo la existencia de la revista, sino tampoco la existencia de Ediciones El Ladrillo, y ella se había encargado de investigarlo. Abrió el ejemplar en las últimas páginas y señaló el pie de imprenta: la revista se había impreso en un taller ubicado en la calle Álvaro Obregón, de la colonia Roma, llamado Talleres El Artilugio. Y resultó que no existían, tampoco, registros públicos de dicha imprenta. María Inés llegó todavía más lejos: había pagado una investigación en los archivos del Registro Público de la Propiedad para conocer quiénes habían sido los propietarios del inmueble ubicado en la calle Álvaro Obregón —el lugar donde debían haber estado los Talleres El Artilugio— y de esa forma había logrado dar con los dueños. Dijo que la casa había pertenecido a la misma familia desde entonces, y que ella —por medio de su encanto— había logrado entusiasmar a los herederos con el misterio de la imprenta, y ellos la habían ayudado a indagar qué había en esa casa en 1947. No había nada. En ese tiempo la casa estaba vacía porque la familia se había mudado con alguna urgencia a Xalapa, Veracruz, un año antes.

“Ata cabos”, me dijo María Inés. Le dije que su relato me entusiasmaba, pero no sabía a dónde quería llegar y tenía prisa por que llegara. De acuerdo con su teoría, quienes editaron el número 7 de Policía y Policías debieron saber que la casa estaba abandonada y por eso indicaron esa dirección: “Lo que más me gusta de esta historia”, me dijo la anciana, “es que el pie de imprenta era prescindible. Muchos de mis libros de esos años no tienen pie de imprenta. Quien lo puso allí lo hizo para desconcertar”.

María Inés dijo que el libro no era extraordinario sólo por la calidad de sus cuentos. Si bien el género noir mexicano de los cuarenta se escribía para poner en evidencia la corrupción de las autoridades, lo endeble del sistema judicial, lo precario de la sociedad en conjunto frente al crimen, los relatos solían tener como protagonistas a detectives al margen de la justicia. De esa forma, la crítica al gobierno no se realizaba de manera directa. “Sin embargo, todos los protagonistas de Policía y Policías son policías, y la portada de la mano esposada con una placa es una crítica abierta. La revista es una provocación desde el título”.

Miré a mi anfitriona con admiración y acaso encandilamiento. Y sólo por seguir escuchando su inteligencia le pregunté que cómo podía responder el misterio de que sólo se preservaran ejemplares del número siete. Me dijo, casi orgullosa de mi pregunta, o, más bien, orgullosa de lo que iba a responderme, que sus años le habían dado la suficiente sabiduría para saber que cuando la misma pregunta no te lleva a resolver nada, es porque la pregunta no resulta correcta: “Imagina que te encuentras por ahí el volumen número uno, o el dos o el tres, y que de nueva cuenta sus textos están firmados por Pedro Niño o María Montoya, autores cuyos nombres no te dicen nada: entonces no habrás resuelto el misterio del volumen siete tampoco. Lo que quieras preguntarle al número siete pregúntaselo al número siete”, me dijo, guiñando un ojo y robándose mi joven corazón.

 

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El tercer cuento es, probablemente, el menos sobrecogedor de todos, pero el mejor desde una perspectiva técnica. Está basado en el famoso caso de Goyo Cárdenas, un asesino serial que, luego de quitarle la vida a cuatro sexoservidoras, fue descubierto por asesinar a su novia. El caso de Cárdenas se hizo famoso por el sadismo de sus crímenes y por las características del personaje: un estudiante de química del Instituto Politécnico que tuvo en jaque al sistema judicial, que no sabía si clasificarlo como un demente —y encerrarlo en el centro psiquiátrico La Castañeda— o como a un criminal común —y encerrarlo en la famosa cárcel de Lecumberri—. Cárdenas fue lo suficientemente hábil como para causar confusión en los periódicos, la opinión pública y los médicos que lo estudiaron, convirtiéndose en una figura que ocupó el centro de la atención nacional. México se entretenía, de manera malsana, interpretando los motivos que habían llevado a Goyo a convertirse en un asesino.

El cuento, que se llama “Diálogos en confianza”, ocurre de nueva cuenta en un espacio cerrado, una especie de mazmorra donde un agente de policía interroga al asesino confeso. El narrador, en tercera persona, acota los movimientos de los personajes de manera parsimoniosa, reparando en los gestos y en las inflexiones de la voz, aunque prácticamente todos los diálogos están escritos de manera indirecta. El interrogador, que a veces se comporta de manera agresiva y otras de manera amable, inquiere a Cárdenas sobre las razones que lo llevaron a cometer sus crímenes, y Cárdenas actúa a veces como un intelectual, que recurre a un vocabulario amplio y que procesa sus pensamientos de manera nítida, y otras como un demente, que ladra y finge resolver operaciones matemáticas en un pizarrón imaginario.

El cuento se sostiene debido a la tensión dramática entre los dos personajes: el policía, conforme pasan las páginas, parece perder la compostura y el dominio de las circunstancias. Cárdenas, en cambio, es cada vez más voluble: a veces responde con mesura y sensatez, luego con exabruptos y comentarios soeces. Durante un largo silencio, donde los personajes respiran agitados mientras se miran de manera fija, el lector se pregunta si Goyo Cárdenas terminará asesinando al policía.

Al final, ocurre una sorpresiva vuelta de tuerca. Resulta que el presunto interrogador es el mismo Goyo Cárdenas, y que el presunto Goyo Cárdenas era un policía que estaba entrenando a Goyo para que aprendiera cómo debía comportarse en el interrogatorio. Los personajes se desnudan e intercambian sus ropas, mientras se felicitan por sus respectivas actuaciones. “Diálogos en confianza” concluye cuando un psiquiatra ingresa en la mazmorra y comienza a hacer las mismas preguntas del inicio del cuento: Goyo está listo para desorientar a su interrogador. El relato fue firmado por Augusto Barnes, que, de acuerdo con la ficha biográfica, disfrutaba de los deportes “incluso más que de la literatura”, y habría nacido en la Ciudad de México en 1899.

 

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Pensé algunos días en la charla que sostuve con María Inés. Si ella tenía razón, como muy probablemente la tenía, el misterio estaba casi resuelto, y para resolverlo del todo debía dejar de buscar otros volúmenes de Policía y Policías para hallar más información sobre aquel enigmático volumen número 7. Fui al Archivo General de la Nación, donde, de nuevo, gracias a la intermediación de mi tutora del doctorado, pude hacer algunas investigaciones acompañado por un trabajador del archivo. Era un sujeto pequeño, amable, que utilizaba lentes redondos, caminaba con prisa y manejaba los registros de la computadora con una precisión admirable. Cuando le conté sobre el misterio de la revista, me sugirió que buscáramos algunos datos en los registros de la Dirección Federal de Seguridad: una agencia de inteligencia fundada en 1947 por el gobierno de Miguel Alemán, algunos meses antes de la publicación del número siete de Policía y Policías.

Hallamos un “expediente”. Se trataba de un fólder con sólo tres fichas de resumen tecleadas con máquina de escribir, donde se detallaban, de forma somera, un par de diligencias hechas alrededor de la revista y la conclusión de las investigaciones. En una de ellas se narraba una visita a la casa de Álvaro Obregón donde debían encontrarse los talleres El Artilugio: la casa estaba vacía y no había rastros de que en su interior hubiera una imprenta. “Según los vecinos, la propiedad está vacía desde el año pasado”. La otra ficha describía un interrogatorio realizado a un voceador, al que habían hallado en posesión de diez ejemplares del número 7 de Policía y Policías. “El voceador afirma que le dieron las revistas a cambio de nada. Afirma que ‘a caballo regalado no se le miran los colmillos’ y jura inocencia. Dice que un muchacho de entre quince y dieciséis años le regaló las revistas. Que no había visto al muchacho antes y no lo ha vuelto a ver después”. En la tercera ficha, escueta, leímos: “Caso abandonado por irrelevancia”.

Eso era todo, pero no resultaba precisamente poco. Era, por lo menos, la constatación de que el gobierno, por medio de la Dirección Federal de Seguridad, había seguido los pasos —presumiblemente sin éxito— de los editores de la revista. Cuando salí del Archivo General pensé que si volvía a tener alguna información sobre Policía y Policías sería por azar. Ya no tenía más pistas que seguir. Sin embargo, la sola existencia de aquella publicación servía para reforzar mi hipótesis sobre la gran calidad que podía llegar a tener la literatura policiaca en México y lo injustamente que había sido juzgada por los autores de “literatura seria” y por la academia.

Lo más deslumbrante de todo era que Policía y Policías había sido una publicación sobre crimen concebida, a su vez, como un crimen perfecto.◊

 


 * CÉSAR TEJEDA

Es narrador y editor. Dirigió la revista Los Suicidas y ahora forma parte de los equipos de Ediciones Antílope y Este País. Es autor de las novelas Épica de bolsillo para un joven de clase media y Mi abuelo y el dictador.