
01 Oct Oficio: escritor1
Martha Lilia Tenorio recuerda a Antonio Alatorre, “su mentor, amigo y guía”, a cien años de su nacimiento: recupera aquí algunos de sus relatos para los libros de español de la sep y una selección de sonetos inéditos del filólogo, crítico literario y traductor.
MARTHA LILIA TENORIO*
En estos tiempos pandémicos, de encierro y de zozobra, en que la tierra nos ha hecho saber, con toda su fuerza, que la especie humana es non grata en el planeta, ¿por qué es importante recordar la figura de Antonio Alatorre? ¿Sólo porque este año celebramos su centenario? Sin duda es un buen pretexto para evocarlo, pero su trabajo, el amor, el compromiso y la pasión con que lo asumía son una lección que nos viene muy bien en estos tiempos en los que la pandemia y los malos gobiernos han menoscabado el sentido de una academia que, seamos sinceros, de todos modos, ya había perdido el rumbo. Por estas razones, quiero recordar algunos datos biográficos que no mucha gente conoce, presentar su trabajo como autor de lecturas para los libros de texto gratuitos de la sep y dar a conocer algunas primicias de sus ocios literarios. No creo que se sepa, pero Alatorre compuso algunos sonetos y décimas, que se quedaron guardados dentro de un fólder anaranjado, en cuya portada se lee la siguiente nota manuscrita: “Para Obras completas. For Martha Lilia’s eyes only”. Asumo que esperaba que yo diera a conocer este trabajo póstumamente.
He oído y leído a muchos “estudiosos” que sostienen que Alatorre abusó de su voz porque estaba en una posición académica privilegiada, desde la cual peroraba y sentenciaba, hacía y deshacía, arremetía contra moros y cristianos. Es verdad, nadie ejercía con “elegancia tal, con gracia tanta” (para usar un verso de Garcilaso), al mismo tiempo que con tal fiereza, el deporte del palo; esto es, denunciar las chapuzas, los errores y la flojera intelectual, para poner las cosas en su lugar con rigor y sin traicionar la búsqueda del conocimiento. A todos esos habliches (como dicen en mi pueblo) quiero aclararles que Alatorre se ganó sus privilegios académicos a base de una disciplina espartana al servicio de un enorme talento que casi lindaba en la genialidad. Dice sor Juana que es muy antiguo en el mundo “regular los méritos por las culpas”; esto es, ‘mi mérito no es en realidad mi mérito, sino tu demérito’. Así, pensar que una posición de privilegio (en este caso, intelectual o académica) se usurpa indebidamente libera de culpas, frustraciones, complejos, falta de trabajo, etc. La carrera de Alatorre no le vino dada o predada por una determinada posición social o familiar; al contrario, fue toda cuesta arriba.
Miembro de una familia numerosa, su padre tenía una tienda de abarrotes en uno de los portales del jardín principal de Autlán, su patria chica. Como su adorada sor Juana, aprendió a leer antes de los cuatro años y, por ser un alumno muy aventajado, pronto entró a la Escuela Primaria Superior para Niños. Sin embargo, en 1934 su padre fue estafado por un socio y la familia quedó en ruinas. La situación era tan complicada que algunos hermanos fueron a dar a un orfelinato. A Alatorre le tocó lo que él llamaba el “encierro monástico”: entró al seminario con los Misioneros del Espíritu Santo, donde estuvo de los 12 a los 20 años. Después de su renuncia a la vida eclesiástica, donde hubiera tenido segura su manutención, tuvo que buscarse la vida. Un cura le ayudó a conseguir, por 300 pesos, un certificado de secundaria medio fraudulento, y lo colocó en una primaria como profesor del tercer grado. Gracias al certificado pirata de secundaria, pudo inscribirse en la Preparatoria Nacional en Guadalajara; la hizo en dos años y se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Guadalajara. Ya en la carrera, entre el primer y el segundo año conoció a Juan José Arreola. Alatorre, entonces, sustituyó sus apuntes de Derecho Civil por la lectura de Neruda, García Lorca, López Velarde, Proust, Valéry, Rilke, Kafka, Dostoyevski, Whitman.
Cuando, en 1945, Juan José Arreola se fue a París con una beca, Alatorre pasó a la Ciudad de México, donde vivió con su hermano Moisés, que estudiaba violín en el Conservatorio y trabajaba de policía de esquina; sobra decir que era una vida de pobreza franciscana. Volvió a inscribirse a Derecho, esta vez en la unam, pero también en Filosofía y Letras. Por ese entonces, conoció a Cosío Villegas, quien lo invitó a trabajar en el Fondo de Cultura Económica como traductor y editor, con un sueldo decente. Por las mañanas trabajaba en el Fondo y en las tardes iba a la universidad. En 1948 conoció a Raimundo Lida, su mentor, con el cual estudió tres años en el Centro de Estudios Filológicos de lo que sería más tarde El Colegio de México.
Es evidente que Antonio Alatorre no la tuvo fácil, y que no tuvo más herramientas que su tesón, su amor por el trabajo y su enorme talento. Llegó a gozar de una posición privilegiada en la academia y a ser, quizá, el filólogo más importante de México; todo se lo ganó a pulso: ni usurpó, ni trepó. Hoy, “grandes” trayectorias que sólo son producto de las relaciones públicas están soportadas por pedestales de pompas de jabón.2 La obra de Alatorre está ahí para generaciones y generaciones. Prueba de ello son sus olvidados pero inolvidables relatos para los libros de español de la sep. Es notable la diafanidad de una prosa entrañable, consciente de que se dirige a pequeñines de 7 u 8 años:
A todos nos pasa esto: que cuando estamos dormidos tenemos sueños. A veces los recordamos, a veces los olvidamos. O si no, al despertar sabemos que tuvimos un sueño, pero lo único que nos queda en la cabeza es un pedacito que luego desaparece.
A mí me gusta tener sueños. Por ejemplo: que me hallo un billete de cinco pesos. O que sé volar, como un pájaro o un avión, ruuuuuuum, voy volando, voy volando. O que ya tengo quince años y soy piloto de un barco muy grande, y paso por en medio de las olas…
Hay sueños que me asustan, y que a veces hasta me hacen despertar. Se llaman pesadillas. Hace poco soñé que me iba siguiendo un tigre verde, y yo no podía correr porque las piernas se me hacían como atole, y el tigre verde detrás de mí, y ya me iba a alcanzar, y yo con mis piernas de atole, y el tigre detrás, y entonces desperté respirando muy fuerte y el corazón golpeándome en el pecho.
Pero otros sueños son muy bonitos: son los sueños en que todo sucede bien, o en los que yo soy héroe. Por ejemplo, que estamos jugando futbol y yo meto el primer gol. El que más me gusta es éste: que unos bandidos quieren hacerle algo malo a mi mamá, y entonces yo llego con una espada muy brillante y los hago correr a todos.3
Este otro, sobre un pueblo llamado El Tuito:
Yo vivo en El Tuito. Es un pueblo que tiene como cien casas. Tiene también tamarindos y palmas de cocos, y un arroyo para bañarse. Pero no tiene aviones. Yo sólo conocía los aviones pintados y un avión de juguete que me trajeron de Chamela. También había visto los aviones de a de veras volando muy alto por el cielo de El Tuito, pero desde aquí abajo se ven chiquitos, parecen de juguete. Un día llegó un avión que venía de Guadalajara. ¡Qué grande! Como en El Tuito no hay campo de aviación, el avión aterrizó en el potrero de mi tío Pancho. Desde que oímos el ruido, todos corrimos para verlo. Del avión salió un señor con zapatos blancos que se llamaba Ingeniero. El señor Ingeniero empezó a hablar y la gente bostezaba. Yo quería que se callara y se fuera para ver cómo despegaba el avión.4
Quizá los textos más bonitos sean los que hablan, precisamente, del amor de Alatorre por la lengua. Uno se titula “Los nombres” y está en el libro de español de primer grado:
A mí me gustan los nombres. Todo tiene un nombre: el caballo se llama caballo, el maíz se llama maíz, y así todo. La maestra nos dijo que hasta las piedras tienen a veces un nombre. Una noche, cuando era chiquito, vi en el cielo unas cosas que no sabía cómo se llamaban. —¿Cómo se llaman esas luces?— pregunté. —Se llaman estrellas—, dijo mi mamá. Es de los nombres que más me gustan. A veces lo digo muy quedito: “Estrellas, estrellas” (lo que yo conocía ya era la Luna, que es otro nombre bonito: “Luna, Luna”). También me gusta el nombre de la sandía, que es un nombre fresco y colorado. Me pongo a pensar, y veo que casi todos los nombres me gustan.5
Con eso de que todos los nombres le gustaban, diez años después volvió al asunto en Mi libro de segundo con el texto “Sobre algunas palabras”. Allí define, insisto, para niños de 7 u 8 años, palabras como “canción”: “¿Quién no ha oído una canción? Una canción es una obra que se canta, una letra para cantar. Es una invitación a leer los versos como si se estuviera cantando, y hasta imaginar que se oye el sonido de una guitarra”. O “fábula”:
Una fábula es un cuento especial: sus personajes son animales que tienen una conducta, buena o mala, y que dicen unas cosas, inteligentes o idiotas. Igual que si fueran seres humanos. Las fábulas nos dan casi siempre una lección, nos enseñan algo. Esa lección se llama moraleja.
También “calavera”:
La Calavera o la Calaca es la muerte, o sea, lo más espantoso que hay en el mundo. Pero los versitos llamados calaveras no son para asustar, sino para reír. Las calaveras se hacen en México una sola vez al año, el día de difuntos, de la misma manera que para ese día se hacen calaveritas de azúcar y un pan especial, llamado pan de muertos, que es muy sabroso. El chiste de la calavera consiste en imaginar que la persona de quien nos estamos riendo ya está muerta. Por ejemplo: en cierto barrio de la ciudad de México hay un señor que presume mucho de su automóvil, y es muy vanidoso, y por eso la gente le dice “el Fantoche”. Y entonces, el día de difuntos, uno de los que se ríen de él le hizo su calavera:
La Calaca no sabía
cómo llevarse al Fantoche,
hasta que halló la manera:
¡cargarlo en su propio coche!6
Sólo un filólogo de verdad puede hablar de manera tan precisa, íntima y fácil (sin ser banal) de la belleza de las palabras y sus referentes. Ya quisieran muchos lingüistas esta claridad mental.
En cuanto a los ocios literarios de Alatorre, para abrir boca, transcribo unas décimas dedicadas a José Medina Echavarría cuando se fue como profesor visitante a la Universidad de Puerto Rico (1946-1947). De los versos, se deduce que entre quienes lo conocían se organizó una especie de certamen poético para despedirlo, y ésta fue la contribución de Alatorre:
Esta justa malhadada
me pone en un duro brete:
en minutos veintisiete
hacer una mal rimada
décima desventurada.
Mas no creo que me alcance
para concluir este trance
la fuerza de mi magín:
hay que llegar hasta el fin
aunque mi verso se canse.
A dar un curso sapiente
vas a las dulces orillas
de las cálidas Antillas;
pero sigues, aunque ausente,
entre nosotros presente:
dejas el triste México
por el gayo Puerto Rico,
¡oh, Medina Echavarría!
(y es raro que todavía
no me hayan cerrado el pico).
No quisiera entrar en pormenores métricos —sabemos que, si alguien en México dominaba el estudio de la métrica castellana, ése era Alatorre—, pero sí diré que estas décimas tienen sus detallitos innovadores (como la pausa en el verso sexto, cuando es más convencional hacerla en el cuarto, y una segunda en el verso octavo, que nos prepara para recibir el chiste).
En el ya mencionado fólder anaranjado, además de estas décimas, hay 28 sonetos. No son borradores: Alatorre solía escribir directo a máquina y luego corregía constantemente a mano. En este caso, cada soneto está en una hoja, y no hay ninguna corrección manuscrita (con una sola excepción que mencionaré más adelante). Es muy probable que, después de varias limas, éstas sean las últimas versiones de los sonetos. Haré aquí una pequeña selección. El primero que transcribo hace honor a ese amor, a ese canto a la naturaleza, tan de Góngora, uno de sus poetas preferidos, igualmente cobijado con esa luz dudosa del atardecer, y recurre a una serie de sinestesias que habría sido la delicia del poeta cordobés:
Un lento atardecer cubre las flores
con manto de silencio, sin demora.
Adormecidas guardan sus colores,
sueñan con el amor de la alta aurora.
En su reino callado no hay dolores.
Las despierta la luz, que es luz sonora.
Les canta un canto que les hace honores.
Su destino es vivir dicha sonora.
A todo el que las ve dan alegría.
Es su más hondo ser el que acaricia.
Es un ser de candor y de armonía
que se entrega total en su delicia
al que quiere vivir sin la falsía
de sentir la fealdad fuerza nutricia.
También de la belleza y asombro del fenómeno natural, también con el recurso particular de la sinestesia, habla el siguiente soneto:
La avalancha de flores se estremece
en el gozo de haber nacido unidas,
unidas en el aire que las mece
con un canto de voces escogidas
y que en todo momento asciende y crece
hasta alcanzar escalas nunca oídas.
Fuente de lozanía que merece
siempre escucharse y tener muchas vidas
para entregar sin tregua su frescura,
sus colores de gracia generosa,
como puerta que se abre a la hermosura,
su pasión de vivir en la dulzura,
su intacta seducción, siempre gozosa
de borrar todo arrastro de amargura.
Un rasgo general de estos ocios sonetiles de Alatorre es la estructuración gramatical: las oraciones se engarzan entre los cuartetos, hacen puente hacia el primer terceto y también los tercetos se encadenan, de ahí los varios encabalgamientos:
Tan pocas luces hay en el camino
que cuando una se da hay que guardarla
en la hondura del ser y apreciarla
como joya valiosa con destino
de aniquilar la sombra en remolino
que asalta cualquier vía al caminarla,
sea profunda o exterior, atarla
a los pasos de impulso repentino
o a los lentos, calmados y sin prisa.
A veces es tan sólo una nonada
que hasta puede pasar inadvertida.
Puede ser solamente una sonrisa,
un ademán pausado, una mirada
que nos haga vivir mejor la vida.
No puede faltar el soneto amoroso (tratado de manera muy sui generis: no el amor que abrasa y arde, sino el que se queda y cobija):
El amor, si enraizado en esa hondura
de lo que forma el ser, nunca se agota,
nunca pierde su fuerza ni figura,
nunca queda su faz muda ni recta.
Puede también perderse su envoltura
y en la gruta interior, más que remota,
sigue viviendo ya sin la atadura,
sin el sometimiento al cuerpo y flota,
flota en atmósfera aún más profunda
de un territorio antes jamás pensado
y con una presencia más rotunda.
Allí el amor pervive y es cantado
no con voz humillada o iracunda,
sino en gozo mayor, muy más que alado.
De la veloz saeta que es la vida (diría Góngora), que se nos va y se nos acaba, sin apenas darnos cuenta, con paso sordo, sigiloso, como un sueño (la imagen “desnudados de voces” y “de colores” es contundente y sobrecogedora):
¿Estamos de verdad siempre despiertos?
¿No es sólo una ilusión en que vivimos
creer que con los ojos siempre abiertos
caminamos y todo percibimos?
¿No estamos habitados de desiertos,
desnudados de voces que no oímos,
de colores no siempre descubiertos,
de matices que nunca percibimos?
Caminamos aquí, mas como ausentes,
en un sonambulismo dominante,
sin darnos cuentas, por no estar presentes
de la vida que corre rozagante,
desprendida de pasos indolentes,
en todo su esplendor regocijante.
Otra modulación de un tema parecido:
La semilla tranquila cuando sueña
se la lleva calladamente el viento
y la deja caer sin una seña
en un lugar sereno o de tormento.
Así también nosotros, sin enseña,
caemos de algún modo pronto o lento,
como una paja o en pesadez de leña
en este mundo, a veces sin aliento.
Poco después despliega la semilla
un despunte de amor por luz tranquila
para hacer de lo verde partecilla
que con vigor asome la pupila
para aprehender la vida más sencilla
en un gozo de ver que no vacila.7
Para cerrar, dos sonetos sobre el dolor interno y la zozobra de vivir, que experimentamos por el solo hecho de estar vivos:
La tempestad en desatado vuelo,
el torbellino oscuro de los mares,
el asedio de leones a su presa,
el correr de los ríos sin descanso,
el azote de plagas sin consuelo,
la veloz extensión de los pesares,
la abundancia en los bosques de maleza,
el agobio de cargas sin remanso,
nada cuenta, si bien se le compara
con el desmán callado que nos prende,
nos destroza, nos hunde y acapara.
Su absorbente estropicio que comprende
la extinción de la luz que nos salvara,
viene de sombras que la mente extiende.
Y si aquí estamos para amar la vida
¿qué hacer con el dolor de la existencia,
qué con el pobre ser que nos conforma,
qué con la oscuridad que nos envuelve?
¿Entre tanta miseria no hay salida?
¿No hay un camino limpio de dolencia?
¿No hay algo que nos guía y nos transforma?
¿No un gran poder que todo lo resuelve?
Tal vez la ruta erramos, sin saberlo,
tal vez nuestra visión es limitada.
Vivimos el error, casi sin verlo.
Erigimos nosotros la morada
en que nos sentamos sin quererlo,
lejos de anhelos de una luz dorada.
Evidentemente, Alatorre, grandísimo lector de poesía, conoce el oficio y lo despliega, como diría Borges, con “profesionalismo lírico”, pero tras el oficio se nos hace sentir una emoción verdadera (especialmente los dos últimos sonetos son —dicen en mi pueblo— “agarrosos”: ‘agarran el alma y la estrujan’). No soy quién para juzgar el valor poético de estos textos, pues para mí son conmovedores por el simple hecho de que los escribió quien fue mi mentor, amigo y guía. Una cosa sí me gustaría decir: según Steiner, la combinación en un mismo individuo de rigor filológico y de fineza literaria es aún más rara que el genio poético. La sensibilidad de sus estudios filológicos, confirmada en estos ocios literarios, nos muestran que tuvimos el privilegio de tener esa rareza en Alatorre:
Que sea vehemente oasis mi escritura;
que el caminante eterno y sin reposo
encuentre en él la fuente de ventura
que le dé una agua cristalina en gozo
para la sed de la jornada dura
y guarde ese frescor como un esbozo
de otra dicha más grande y con altura
que ha de nacer en él, mas sin embozo
para mostrarse en pasos y miradas,
en toda acción y en todo pensamiento
para abrir un camino sin posadas
donde vivir pudiera el desaliento
y borrar las ideas agitadas
en despunte de amor de gran aliento.
1 Juego con el título de una conferencia (y luego ensayo) de Alatorre, titulada “Oficio: filólogo”.
2 Burlándose de un pedante que cree tener una gran trayectoria como maestro de griego y de poesía griega, Pontano hace decir (en su diálogo Antonius) a uno de sus personajes (“Compater”, seudónimo del humanista Elisio Calenzio): “Hos ventris crepitibus similes dicebat Antonius; nares tantum offendere, coetera ventum esse, siguidemventosos esse ac putidos”. Tomo la traducción de la edición de The I Tatti Renaissance Library: “Antonio used to say that these people are like rumblings in the belly [crepitus ventris significa ventosidad del vientre; en buen romance ‘pedo’]. It́s because they are full of hot air and stink”; esto es, ofenden la nariz, pero hasta ahí (Giovanni Giovano Pontano, Dialogues, ed. y trans. J. Haig Gaisser, Harvard University Press, Cambridge, MA-London, 2012, pp. 136-137).
3 Mi libro de segundo. Lecturas, México, sep, 1984, pp. 38-39.
4 Ibid., p. 242.
5 Español. Primer grado, México, sep, 1972, pp. 168-169.
6 Mi libro de segundo. Lecturas, México, sep, 1981, pp. 141-143.
7 Aquí sí hay una marca manuscrita: Alatorre pone un “ojo” en el verso séptimo para señalar la prolongada sinalefa “paja͖ o͖ en…”, que, seguramente, no lo convencía del todo.
* Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Sus áreas de investigación son la poesía de los Siglos de Oro y la poesía novohispana. Sus artículos se han publicado en revistas especializadas como la Nueva Revista de Filología Hispánica, Literatura Mexicana, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, Iberoamericana (Hamburgo), Criticón (Toulouse). Ha sido profesora en El Colegio de México, la unam, la Universidad Autónoma de Zacatecas, El Colegio de Michoacán, El Colegio de San Luis Potosí, La Universidad Autónoma de San Luis Potosí, la Universidad Hebrea de Jerusalén y profesora visitante de la Universidad de Chicago. Pertenece al Consejo Asesor de la Cátedra “Luis de Góngora” de la Universidad de Córdoba, España. Es miembro del sni, nivel II. En 2021 publicó El Triunfo parténico de Carlos de Sigüenza y Góngora y en 2022, Borges y Góngora. Un diálogo posible, ambas obras en El Colegio de México.