Nostalgia de Los grandes muertos

 

JOSÉ CABALLERO*

 


 

En marzo de 2011 recibí una llamada que nunca habría esperado.

—¿José Caballero?

—¿Sí?

—Soy Luisa Josefina Hernández.

—¡Maestra! (Hasta entonces sólo había hablado con ella en una ocasión, cuando, siendo un joven director recién egresado de la escuela y con un par de montajes en mi haber, llegué al salón donde impartía clase en la Facultad de Filosofía y Letras para pedirle que me permitiera asistir como oyente. Como el curso estaba por terminar, me rechazó y me dijo que volviera al comienzo del siguiente. No lo hice: las puestas en escena que comenzaron a sucederse sin cesar me alejaron de las aulas).

—Le llamo porque sé que lo invitaron a dirigir una lectura de mi obra para la Feria del Libro Teatral del inba y quiero enviarle un libro de piezas recientes que me acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, para que las considere y no lean las de siempre. ¿Me da su dirección?

A los pocos días recibí por correo un libro que hoy en día tengo como el tesoro más preciado: Los grandes muertos. Doce textos teatrales, once que integran la saga que inicia con “El galán de ultramar” y una más, independiente, que, sin embargo, como tantas otras piezas teatrales y novelas de nuestra autora, guarda una estrecha relación con las otras once.

Cuando las leí durante tres noches asombrosas, me enamoré profundamente de las historias y comenzó para mí una aventura que no termina, pues a pesar de haber llevado a escena las seis primeras obras de la saga en un montaje memorable con la Compañía Nacional de Teatro y de haber leído las cinco restantes en círculos teatrales, lecturas públicas e incluso haciendo modestos montajes en talleres y cursos, todavía acaricio el sueño de que el público teatral pueda ver las once obras en una misma temporada.

¿Qué hay en la saga de Los grandes muertos que la hace tan admirable? Luisa Josefina Hernández ha dicho que las historias de las obras son los recuerdos que su madre conservaba de su familia: “Las escribí para que no se perdieran”, mencionó. Pero concebirlas para la escena no es cosa simple. Darles forma dramática, dialogar, acotar como ella lo ha hecho, revela su maestría y su genio. La duración de cada escena, de cada obra, es precisa. La intriga, el suspenso, la sucesión de las emociones atrapan la atención de los espectadores, la sorprenden, la desconciertan, la deslumbran. Difícil emular tal sentido del ritmo. Todo un reto para la puesta en escena. Y a esos diálogos a los que no les sobra palabra se suman descripciones escénicas, habitualmente destinadas a quien dirige o diseña la escena y la atmósfera, hechas con tal precisión, contundencia y hermosura que en lo personal me hicieron desear, buscar y encontrar el modo de que llegaran al oído del espectador.

Es frecuente encontrar entre los dramaturgos cierta tendencia a deslizar, a través de sus personajes, sus opiniones sobre cualquier tema de manera mal disimulada. En tales momentos los personajes desaparecen, sus caracteres se desdibujan y la ideología del autor queda sembrada en medio del escenario como una torre eléctrica en medio del paisaje: no para iluminarlo, sino para impedir que se le contemple. En proscenio se para el retórico, el predicador, el demagogo, rara vez el poeta, y se esfuma la ficción. De pronto los espectadores estamos en el aula, no sabemos si alzar la mano para exponer una duda o para pedir permiso de abandonar la sala. Lejos de tales torpezas, las once obras de la saga que inicia “El galán de ultramar” y termina en “Los dos mundos” son la mejor lección para quien desee escribir un drama. Con las herramientas de las acciones y el diálogo se exponen la naturaleza humana, las deformaciones culturales, los vicios de nuestra idiosincrasia como un reto para la inteligencia de los espectadores, convidados a mirarse en el espejo.

También llevo años promoviendo que se grabe una serie que pueda transmitirse a un público más amplio que el teatral. Las casas productoras le piden a uno síntesis que suelen ser reducciones al absurdo de lo que trata una obra, pero el ejercicio me ha hecho darle vueltas arduamente a la cuestión.

¿De qué trata Los grandes muertos? De cómo era la vida en un puerto al sureste del golfo de México a mediados del siglo xix. De cómo la existencia en ese puerto era el claro retrato de la vida decimonónica nacional, de un país racista, clasista, dividido en castas que convivían con un código cuidadosamente establecido y no menos cuidadosamente violado. De cómo ese México era gobernado por caciques, ricos hacendados que vivían como señores feudales, con sus familias criollas, sus siervos explotados y sus siervas indígenas abusadas y pariendo hijos bastardos para poblar el país. De un país donde el peldaño más bajo de la pirámide de cada clase estaba reservado para las mujeres, que en ningún caso podían aspirar a escapar de su destino. Pero tal vez la médula de Los grandes muertos sea la historia de cómo una de esas mujeres, Agustina Santander, una mujer fea, gorda, indomable, ardiente, se las ingenia para alcanzar la felicidad contra todos los obstáculos que el patriarcado le puso enfrente. Finalmente, Agustina encabeza una familia de mujeres, algunas sobrevivientes, otras transgresoras, de donde en pleno siglo xx nacerá la nueva estirpe femenina de la que la propia autora es hija principalísima y admirable.

Los grandes muertos, sin grandes aspavientos, es la crítica más aguda hecha de la sociedad mexicana emanada de la Independencia a través del teatro. Profundamente feminista, termina con los estereotipos nacionales para ofrecernos una visión inédita de nuestra realidad sin recurrir a poses heroicas. A pesar de su detallada exploración de la vida cotidiana, la autora deja atrás el tan frecuente costumbrismo de la dramaturgia mexicana del siglo xx para ofrecernos (¡por fin!) personajes complejos donde actrices y actores pueden lograr auténticas creaciones del espíritu humano.

En estos tiempos de agudas confrontaciones sociales que exigen la erradicación de los vicios patriarcales, la puesta en escena íntegra de Los grandes muertos es impostergable. Las nuevas generaciones de gente de teatro deben leerla. Por ello, cada vez que tengo enfrente un nuevo grupo de estudiantes propicio su lectura y, de ser posible, su ejecución.

Por ese rumbo se gestó mi primera experiencia en la escena a distancia disparada por la pandemia. Trabajaba con un grupo de estudiantes de la Escuela Nacional de Arte Teatral en la puesta en escena de dos obras de la saga: “El demonio chino” y “Capítulo aparte”. Iniciábamos el trazo de la segunda cuando se nos dio aviso de suspender actividades presenciales. Decidimos sólo trabajar la primera, cuyo trazo habíamos terminado la semana anterior. Pronto nos quedó claro que no volveríamos para representar nuestro montaje frente al público. Entonces decidimos explorar las posibilidades de la plataforma que usábamos para clase. Al hacerlo nos dimos cuenta de que presentarla así implicaba las dificultades de las variaciones de señal, de los dispositivos con los que contábamos, de las interrupciones de energía eléctrica, etcétera. De modo que montamos las escenas contando con los impedimentos, las grabamos mientras uno de los compañeros hacía las “cortinillas” antes de cada escena y musicalizaba para que otro con conocimientos de edición hilvanara la historia y texturizara la imagen para recordar las películas de inicios de la cinematografía. Fue un proceso un tanto agotador, pero sin duda divertido. Conservamos ciertas convenciones teatrales y los estudiantes se convirtieron en entusiastas diseñadores de vestuario, maquillaje, escenografía, iluminación; incluso camarógrafos. Terminado nuestro trabajo se subió a YouTube, donde puede verse aquí:

 

“El demonio chino”

 

 

Por supuesto, no estamos totalmente satisfechos. La gente de teatro aspiramos siempre a convivir con los espectadores y esperamos con ansia creciente el día de la añorada reunión. Entretanto, dejo también aquí los enlaces a otros seis videos de la segunda temporada llevada a cabo con la Compañía Nacional de Teatro. Ojalá accedan a verlas y, cuando los dioses nos concedan el milagro de volver a convivir, nos acompañen al eterno rito de la teatralidad.

 

“El galán de ultramar”

 

 

“La amante”

 

 

“Fermento y sueño

 

 

“Tres perros y un gato”

 

 

“La sota”

 

 

“Los médicos”

 

 


 * Es director teatral, actor, dramaturgo, traductor y profesor de actuación y dirección. Ha realizado un centenar de puestas en escena para el teatro, la ópera, la televisión y la radio, entre las que se cuentan obras de Calderón de la Barca, William Shakespeare, Sor Juana Inés de la Cruz, Molière, Bertolt Brecht y August Strindberg. En 2017 recibió la Medalla Bellas Artes por sus aportaciones al teatro mexicano.