
01 Abr No fue el día que murió
DAVID HUERTA MEZA*
… y a veces, cuando una persona sufre
mucho en la vida, casi es un bien perder
la memoria…
Hebe Uhart
El lodo le llegaba a media espinilla. Estaba chicloso, más que espeso. Temblaba de miedo, a la mejor, o a la mejor de frío. A cada zancada —alta, trabajosa, lenta— se preguntaba cómo carambas le había hecho pa terminar en esa lodacera, o qué o quién la había llevado a ese lugar y, peor todavía, por qué la habían dejado ahí. Pa acabarla de amolar, no era de ese lodo como engrudo, sino del otro, el negro, el de los ríos, ese lisito lisito, el podrido, en el que hasta las piedras se echan a perder y no nomás los pobres chilolitos, los cuerpecitos de los pescaditos mordidos por las tortugas y las ramas de huizache, o de pirul, de ese que con tantito que se remueva huele a poxcaguado o a choquijia.
Mientras, su nieta se acordaba de esa vez que le dijo tú no vayas a hacer lo de tu padre, que dirás que no sabe que se desentendió de una vida. Te cases o te juntes, búscate a alguien bueno, que no le dé por pegar. Ira, con todo y todo, yo estoy agradecida con tu abuelito, nunca me dijo una mala palabra ni me levantó la mano; tampoco nos faltó, a mis hijos y a mí, ni comida ni medecinas. Pero tú no te vayas a agachar, tú no has de buscar a alguien que te quiera dar tu lugar, búscate a alguien que sepa que tú ya lo tienes, que sepa que tú naciste con él y que está donde tú quieras que esté. También de la vez que se enojó con ella, o que se espantó, más bien, y por eso le dijo que no… que eso sí que no, tú, muchichita… que desiar no ber nacido era pior que desiarle la muerte a alguien… que renegar de la vida era también renegar de su mamá y de Dios… que esas cosas ni siquiera había que pensarlas y ella quiso responderle abuelita, es que yo no las pienso, las siento, pero la viejita ni siquiera dejó que el es que saliera de su boca, remató que esas cosas no estaban bien y de paso aprovechó pa preguntarle meramente pues si ya había dejado de creer, si en la escuela le decían que ya no fuera a misa, no, abuelita, nadie me dice eso, y pensó —pero no se lo dijo— por qué esta vida malvada se llevó a mi nieta a esa ciudad ingrata, lejos de mí, onde a las personas de guarachis nos ven mal, tú —y eso sí lo dijo en voz alta— estás todavía muy chica pa vivir tan lejos y solita, rodeada de quién sabe qué gentes; de la vez que la hizo llorar cuando se le chispó el abuelita, yo a veces creo que ya nunca voy a regresar a vivir aquí y quiso disculparse con ella misma diciéndose que lo dijo como se dan los buenos días o se pide la bendición, pero terminó maldiciendo las palabras que empujaron a la viejita al llanto.
Le pedía ayuda a san Judas Tadeo porque parecía que, en lugar de avanzar, se hundía y se hundía, que el lodo ya le llegaba casi a la rodilla. Eso parecía. No había podido ser dios. En una de esas había sido un duende o un nahual, ¡ay Jesús!, porque por diosito santo que no sabía qué hacía ahí, y como pudo se aferró al escapulario, ¡ay, Virgencita, ayúdame! Tenía que haber sido alguien más. Tal vez había ido buscar a la ausencia que era su padre —y no se acordaba—, pero acabó atascada ahí, en la pestilencia de ese lodo de años, a la mejor fue él, pues, el que me empujó hasta aquí, ¿o fue usted, mamacita?, que en vez de guardarme en su regazo me llevó al de mi abuelita, o capaz que me arrastraron hasta aquí tú, Reveriano y tus no es cierto, hija, habladurías de la gente, pero años después llegabas con otra criatura jurando que ora sí ésa ya bía sido la última vez, o qué tal que fuites tú, Lutgarda, que aquí pisates tierra ajena y se te olvidó que comites y dormites en mis entrañas y ni siquiera una palabra tuya mandabas pa sanarme, o a la mejor fueron tus hermanos, que creían que porque estaban lejos no me enteraba de sus peleas de brutos, de que se pegaban como si quisieran matarse, y ojalá biera sido sólo con trompadas o patadas y no echándose en cara sus culpas, sus rencores, escupiéndose bilis y sus dolores. Y de repente clarito sintió cómo la agarraban de los brazos y creyó primero que la querían hundir todavía más, ¡ay, malvados, suéltenme! Y después se sintió chiquita, niña, pero no, si yo ya estoy grande, ya estoy vieja. ¡Ay! Y los calosfríos que le dieron cuando se afiguró que el Malo era el que la había arrastrado hasta ahí y se encomendó entonces al padre, pero a esa presencia que sabía eterna y no a aquella ausencia… Cuerpo de Cristo, sálvame… Del maligno enemigo, defiéndeme… En la hora de mi muerte, llámame… Y cómo se calmó al principio, ¡ay, Señor, gracias!, cuando escuchó los murmullos que no veía, claro, pero como que se le hacían conocidos y luego, conforme las voces iban tomando forma, se iba indignando, ¡cómo consienten traerme aquí! Y ya después de plano se enojó, ¡ora pues onde me train!, y sus pasos eran cada vez más altos, sus pisadas con mucha más muina, pero temblorosas, ¡qué no están viendo que a gatas ando!
Mientras, su nieta, desde la sala, veía a Lutgarda, la menor, y a Agustín, el mayor, sostener esa hoja marchita que era su mamá como con miedo de que se les desmoronara. Le costaba reconocer a su abuelita en aquella mujer que daba vueltas por la lodacera que el aguacero de quién sabe qué recuerdos dejó en su cuarto.◊
* Estudió Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (buap). Ensayista y narrador, ha publicado, entre otros medios, en Círculo de Poesía y The Insighters. Trabajó como lexicógrafo en el programa del Diccionario del español de México de El Colegio de México. En 2018 publicó la colección de cuentos Pitaya.