Miscelánea de argucias, engaños, confusiones, confesiones, miedos y profesiones de fe en tiempos de pandemia

Desde el mirador que le ofrece el sector académico y su propia experiencia hospitalaria, Roberto Breña aporta preguntas que desbrocen en medio de la confusión —al tiempo que relata y retrata de manera por demás ilustrativa los desafíos que están por venir en el ámbito educativo y en general en este mundo en tiempos de pandemia— retos que sin duda pueden extrapolarse a todos los quehaceres.

 

ROBERTO BREÑA*

 


 

A Ale, Felix y Maxi, quienes han vivido esta pandemia en la ciudad de
Nueva York, concretamente en el barrio de Queens, al que algunos
 periodistas se han referido como “el epicentro del epicentro”
 

“Nada volverá a ser lo mismo después de esta pandemia”. ¿Cuántas veces no hemos oído esto o algo muy parecido en los últimos meses? Con todas las reservas con las que siempre hay que tomar las analogías históricas, cabe recordar que la gripe española mató a más de 50 millones de personas y a ella le siguieron los famosos, vertiginosos y alocados años veinte.

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“¿Qué evaluación podríamos hacer o qué conclusiones podríamos sacar en México sobre esta pandemia?”. No hace mucho, varios periodistas me hicieron esta pregunta, o una muy similar. Intentar hacer una evaluación de esta pandemia o pretender extraer cualquier “conclusión” respecto a ella en nuestro país en estos momentos (escribo a mediados de junio) es como querer extraer conclusiones sobre la Segunda Guerra Mundial antes de Midway, Stalingrado y el desembarco de Normandía. Más o menos.

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Apenas terminé de redactar el punto anterior y me entero de que desde ayer China sigue los mismos pasos que tuvo que seguir Corea del Sur no hace mucho: se vuelven a aplicar ciertas medidas para evitar la propagación del coronavirus, pues aparecieron nuevos casos cuando se pensaba que todo estaba bajo control.

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En México, como en otros países, la confusión (y la consecuente ignorancia) respecto a esta pandemia empieza con los datos básicos: ¿cuántos enfermos hay realmente? ¿Cuántas de las pruebas pcr para “detectar” el virus lo detectan en realidad? ¿Qué hacemos con la enorme cantidad de falsos negativos? ¿Cuántos de esos falsos negativos terminan siendo positivos? Entiendo lo que significan los más de 50 mil casos “sospechosos” que reportan las autoridades a nivel nacional, pero ¿no es de llamar la atención que solamente en la Ciudad de México sean más de 10 mil, según las cifras oficiales proporcionadas ayer? ¿Qué hacemos estadísticamente con ese altísimo porcentaje de enfermos que nunca pisa o nunca pisó un hospital? Si éstos son algunos de los números básicos con los que se trabaja en México y en otros países, ¿cómo sorprenderse de que todo sea confusión y mensajes contradictorios? Lo cual no obsta para que algunos países hayan enfrentado la pandemia de mejor manera que otros y para que, en algunos casos, los mensajes emitidos por las autoridades fueran bastante más consistentes que en otros. Dicho lo anterior, hasta donde alcanzo a ver, el buen desempeño de algunos países tiene que ver con algunas variables que van más allá de factores humanos (por ejemplo, ¿no contribuye de manera significativa el carácter insular de Nueva Zelanda, Taiwán y Japón para explicar el hecho de que hayan sido relativamente exitosos en su lucha contra el coronavirus?).

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El nivel de nuestra confusión y de nuestra ignorancia respecto al COVID-19 puede calibrarse de muchas maneras. Una de ellas es midiendo cómo, con base en las opiniones de los llamados “expertos”, ha ido cambiando la opinión sobre la utilidad del cubrebocas a lo largo de la pandemia. En un principio parecía haber un consenso en que no servían para nada o casi nada. En la actualidad, el consenso existe, pero en sentido inverso o, por lo menos, es vox medici y vox populi que el cubrebocas sirve notablemente para reducir las posibilidades de contagio. En nuestro país, aunque seguimos en fase 3 al momento de escribir estas líneas, desde hace un par de semanas estamos bajo una modalidad a la que se ha denominado “nueva normalidad”, expresión que causa perplejidad si se considera la curva epidemiológica actual. En cualquier caso, el cubrebocas es prácticamente la única protección de la que dispone la gente cuando sale a la calle. Aunque parece que ya no hay duda sobre su utilidad en la reducción de las probabilidades de contagio, el debate sobre la transmisión aérea del coronavirus está lejos de haber quedado zanjado. Basta contrastar el estudio que el premio Nobel mexicano Mario Molina y otros cuatro autores extranjeros dieron a conocer sobre la transmisión aérea del COVID-19 este 10 de junio1 con el artículo de Javier Salas que apareció cuatro días después, el 14 de junio, en la sección de ciencia de El País,2 para darse cuenta que son múltiples las variables a considerar antes de poder extraer conclusiones sobre dicha transmisión.

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Cada “sector” ha reaccionado a la pandemia como ha podido. El único que conozco de primera mano es el académico y, por lo tanto, es el único del que puedo hablar con conocimiento de causa. En primer lugar, un reconocimiento a todas las personas que, de un día para otro, se convirtieron de alguna manera en cada institución. ¿Qué quiero decir con esto? Que sin el trabajo de algunas autoridades, algunos administrativos y algunos técnicos en cuestiones cibernéticas, sobre todo estos últimos, las instituciones habrían prácticamente desaparecido como tales. Así, tal cual. Por supuesto, los profesores y los alumnos hicieron su parte, la cual no pretendo minimizar en ningún sentido. Ahora bien, una vez armada, por parte de autoridades, administrativos y técnicos, esa infraestructura básica y fijados los canales de comunicación con las respectivas comunidades académicas, creo que en términos docentes el verdadero reto está por venir. Dependiendo de la institución, buena parte o incluso la totalidad del próximo semestre será en línea. El margen de maniobra es muy escaso: básicamente, mejorar durante este verano la capacidad docente para dar un curso completo a distancia y de cierta calidad. Por eso afirmo que lo más difícil está por venir, pues la complicación del semestre pasado fue la manera de terminar un curso que, en muchas instituciones al menos, iba más allá de la mitad cuando se suspendieron las clases. Las limitaciones de las clases a distancia las experimentamos todos los docentes, así como todos los estudiantes. No puedo generalizar, pero tengo para mí que la falta de contacto personal, visual y de experiencia con los estudiantes es un hándicap que no tiene sucedáneo. No hay manera de “sentir” a un grupo si la profesora o el profesor le habla a una computadora. Y no se trata de un motivo que tenga que ver con cuestiones “de sentimiento”, sino de un motivo académico, de aprovechamiento y de lo que significa en gran medida la experiencia docente. Creo que habría que empezar por aceptar esto sin ambages. Lo siento por los optimistas respecto a la educación a distancia. Otra cosa es que, por diversas razones, en ciertos contextos la educación a distancia sea o tenga que ser la única posibilidad de aprendizaje. Sin embargo, ante la pandemia que vivimos, las instituciones académicas prácticamente no tienen opciones: durante este verano los docentes tienen que mejorar sus habilidades para dar clases a distancia, punto. La impartición de cursos, cursillos o talleres sobre los modos de mejorar la capacidad pedagógica de los docentes para adecuarse a la modalidad de educación a distancia es un imperativo, pues está claro que los retos que impone son distintos. Adoptar otra actitud significaría que las instituciones académicas de este país, así como sus docentes y sus estudiantes, tiran la toalla ante el COVID-19. En un contexto normal, eso sería un desastre nacional. En un contexto como el que ya están viviendo varias instituciones de educación superior en México a causa de algunas de las medidas que ha adoptado el gobierno, eso sería… No sé cómo denominarlo.

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Por motivos médicos, durante aproximadamente mes y medio tuve muy poco contacto con mis alumnas y mis alumnos; justo en la etapa final del semestre pasado. No obstante, bastan algunos de sus correos y algunas de las historias que escuché, cuando me reincorporé hace poco a la junta de profesores de mi centro de estudios, para percatarme de lo duros que han sido estos meses para muchos estudiantes. Nada más fácil que dar consejos, pero, considerando que los meses por venir serán también extraordinarios, las alumnas y los alumnos, como todos los demás miembros de la sociedad, en la medida de lo posible tendrán que asumir los costos y tratar de reducir los que están por venir . La situación desventajosa se mantiene, pero ya no sólo será menos grave, sino que ya no es algo nuevo, inesperado, algo que nos saca por completo de balance. Por tanto, los estudiantes tienen que prepararse mentalmente para un semestre en línea. Los costos en términos de aprovechamiento ya los conocen, pues los vivieron durante las últimas seis semanas del semestre pasado (poco más o poco menos, dependiendo de la institución de que se trate), pero también esas alumnas y esos alumnos, como los docentes, deben prepararse para contribuir a que el aprovechamiento no decaiga más de la cuenta a causa de la falta de contacto personal, visual y “experiencial” a la que me referí en el punto anterior. En ese esfuerzo de docentes y estudiantes radicará, más que nada, lo que yo llamaría la esencia de El Colegio de México entre agosto y noviembre del presente año. Mutatis mutandis, algo similar puede decirse de todos los docentes y de todos los estudiantes de este país en los meses por venir. Nada menos. Sobra decir quizá que en la medida en que subimos en el nivel escolar es mayor la parte de trabajo y de responsabilidad que pueden asumir los estudiantes y, en esa medida, se aligera un poco la carga para los docentes, sobre todo en el ámbito universitario. Si esto es cierto, ser profesora o profesor de primaria en los próximos meses será un reto gigantesco.

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Más allá de las cuestiones académicas, están los ingentes costos familiares y sociales de esta pandemia. En cuanto a los primeros, me temo que, por motivos evidentes, la inmensa mayoría se quedarán en cada hogar. Hay que exceptuar muchos casos de violencia familiar, pues ya están ahí los datos que prueban que muchos hombres en este país no saben estar en su casa y convivir muchas horas con sus parejas y sus hijos sin recurrir a la violencia. Mucho menos dramáticos han sido los costos de las mamás que, además de la carga que ya tenían, laboral y domésticamente, han tenido que lidiar veinticuatro horas al día con hijos que llevan encerrados meses en sus casas, y encima convertirse en algo así como profesoras de tiempo parcial. Algunos papás han colaborado y lo seguirán haciendo, no lo dudo ni lo minimizo, pero me temo que las cargas están lejos de haberse repartido equitativamente. También este tipo de información, aparentemente trivial a la luz de otros aspectos de la pandemia, se quedará en el interior de cada hogar.

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En cuanto a los costos sociales, aquellos que no estamos en situaciones económicas críticas, o siquiera desventajosas, solamente podemos imaginar lo que ha representado para millones de madres y padres de este país no haber tenido prácticamente ingresos durante meses y ni siquiera tener la opción de salir a la calle a buscarlos, sobre todo cuando ése era su modus vivendi. A quienes sean madres y padres les costará mucho menos trabajo este esfuerzo de imaginación. En cualquier caso, la maternidad o la paternidad no son requisitos indispensables para suponer algunas de las situaciones familiares que seguramente se viven en estos meses y que se vivirán en los meses por venir. En México, y en otras partes del mundo, por supuesto, pero, como siempre, en casos como el nuestro la desigualdad agrava situaciones ya de por sí muy complicadas.

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Según la última cifra oficial que encontré en la red, 463 trabajadoras y trabajadores de la salud han muerto en México a causa de la pandemia.

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La cifra precedente la consigno porque durante un par de semanas de mayo tuve contacto con algunas de las trabajadoras y de los trabajadores de la salud que están enfrentando este virus en “la primera línea” o en “la línea de batalla”, como suele decirse en los medios. Mi opinión sobre ellas y ellos no puede ser mejor. Por lo que hacen y por cómo lo hacen. Como es bien sabido, el coronavirus es una enfermedad que aísla en grado superlativo; algo que, sin duda, agrava las condiciones emocionales y psicológicas de los pacientes de cierta gravedad. Sin el contacto humano que proporcionan esas enfermeras, pues la inmensa mayoría son mujeres, las estancias por COVID-19 en cualquier hospital serían insoportables. Un poco más arriba escribí que “tuve contacto con ellas”, pero eso es un decir, por supuesto, pues eso es justamente lo que no puede tenerse. De hecho, todas las enfermeras están tan cubiertas que, ahora que ya no estoy en el hospital, si pudiera salir a la calle no podría reconocer a una sola. Por cierto, en términos de poner sus vidas en peligro, casi nunca se incluye a las trabajadoras de limpieza de los hospitales designados para tratar el COVID-19. Algunas de ellas se desempeñan cotidianamente en zonas de alto o muy alto riesgo. Yo nunca estuve en la zona de muy alto riesgo del hospital en donde estuve internado, pues nunca fui entubado, por lo que no estuve en terapia intensiva y, por lo tanto, nunca estuve sedado. Por lo mismo, tenía oportunidad de platicar con esas trabajadoras de limpieza. Recuerdo particularmente a Alba y a Cristina, quienes durante mis primeros días en el hospital, que fueron algo complicados, me daban ánimos, sobre todo con base en mis tres hijos (de quienes tenía una foto a la vista); ambas, por cierto, eran mamás. En cualquier caso, son recuerdos así los que uno termina llevándose a casa, cuando tiene la fortuna de regresar a ella. En relación con este tema, planteo una pregunta sobre el índice de letalidad del COVID-19 en México, sobre el cual, por cierto y aunque puede resultar entendible, se habla muy poco en las conferencias diarias sobre la pandemia. En todo caso, y sin excluir este índice de la confusión que impera con respecto a muchas otras estadísticas, ¿cómo explican las autoridades que en nuestro país este índice ronde 11% cuando el promedio mundial es menor a 6%?

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En tiempos confusos como los que vivimos, lo que viene a profundizar la confusión y lo que realmente determina nuestro contexto es el miedo que acompaña como una sombra a esta pandemia (o a cualquier otra, aunque la intensidad de este miedo varía mucho dependiendo del virus del que se trate y de varios factores más). Por supuesto, me refiero en última instancia al miedo a la muerte, que ahora se pasea con desparpajo muy cerca de nosotros y de nuestros seres queridos. Esto es algo en verdad extraordinario y desasosegante en grado sumo, algo con lo que no es fácil lidiar. A esta desazón vital que todos vivimos desde hace meses habría que añadir, en el caso de México, una situación nacional bastante adversa en diversos aspectos, pero no voy a entrar en eso, pues los lectores no sólo viven esta situación desde hace tiempo, sino que los medios se encargan de recordarnos y detallarnos dicha situación todos los días. Como lo expresé en otro lugar, es el miedo el que ha llevado a algunos de mis compatriotas a hacer cosas aparentemente irrelevantes, como las compras de pánico, o cosas más graves, como vandalizar comercios, o bastante más graves, como agredir a trabajadoras de la salud en lugares públicos. El miedo nubla el entendimiento, esto es evidente. Bajo condiciones de cansancio, agotamiento o estrés, como las que sufre un alto porcentaje de la población mexicana por una reclusión que, hasta el momento de escribir estas líneas, se prolonga en nuestro país desde hace tres meses, el miedo nubla hasta el sentido común. Por eso, en parte, la cantidad de historias inverosímiles o francamente descabelladas que estamos dispuestos a creer y que incluso difundimos, a veces de manera inconsciente o incluso lúdica (las benditas redes sociales son, a no dudarlo, un medio a través del cual mucha gente lidia con su miedo… o al menos así lo cree).

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Para terminar de documentar la confusión planetaria provocada por el coronavirus y, por si hiciera falta, para poner en evidencia esa naturaleza humana, demasiado humana, que nos define, refiero brevemente lo acontecido en estos días con las dos revistas médicas más prestigiosas del orbe: la británica The Lancet y la estadounidense New England Journal of Medicine. Gente que sabe de temas hipocráticos me dice que para el mundo de la medicina estas dos revistas académicas son algo así como Lionel Messi y Cristiano Ronaldo para el mundo del futbol. El caso es que el 4 de junio ambas revistas retiraron o retractaron artículos relacionados con la pandemia que estamos viviendo. Para no extenderme, baste señalar que una investigación del diario The Guardian, concretamente de su corresponsal australiana Melissa Davey, puso en evidencia tal cantidad de anomalías en sendos artículos que las revistas mencionadas tuvieron que hacer una retractación prácticamente al mismo tiempo.3 Que en todas las revistas académicas del mundo pueden pasar y pasan estas cosas, lo sabemos bien. Que el mismo día las dos revistas más reputadas del mundo en una misma área del conocimiento, la medicina en este caso, tengan que retirar sus artículos porque la base de datos que se utilizó para sustentarlos era en buena medida un invento, me parece escandaloso. Adjetivo que no resulta exagerado y que se agrava por el hecho de haberse publicado en medio de una pandemia de la magnitud de la que estamos viviendo y de haber tenido consecuencias sobre decisiones de políticas médicas que tomó tanto la oms como algunos países en particular con base en dichos artículos. Supongo que se juntó todo: la confusión generalizada que vivimos, el deseo planetario de encontrar una cura para el COVID-19, las ganas de notoriedad de algunos médicos que en realidad son unos “cantamañanas” (perdón por utilizar una expresión española) y la falta de seriedad de unas revistas que pasan por ser el summum de la seriedad académica en medicina. Por fortuna, para una curiosa y avispada periodista australiana, la reputación, por más reputada que sea, no es suficiente.

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En estos días estoy leyendo la correspondencia de John Steinbeck, el autor de Grapes of Wrath (Las uvas de la ira) y Of Mice and Men (De ratones y de hombres).4 En una carta que escribió el 17 de junio de 1954, dirigida a su editora y amiga Elizabeth Otis, Steinbeck escribe que él sentía que los estadounidenses estaban tan confundidos respecto a su presente que lo que hacían era evitarlo. En su opinión, eso no debía ser. Steinbeck pensaba, concretamente, en el efecto que tendrían sobre los jóvenes estadounidenses las audiencias que el tristemente célebre senador Joseph McCarthy estaba llevando a cabo en aquel momento en contra de quienes pensaban de manera distinta a la suya, específicamente en contra de quienes se ubicaban a su izquierda dentro del espectro político (sobra decir que esto incluía a muchísima gente). Si no se escribe sobre esas audiencias y sobre sus consecuencias en la mentalidad de muchos de esos jóvenes, pensaba Steinbeck, “se habrá perdido todo un modelo contemporáneo de pensamiento y de sensibilidad. Tendremos los documentos, pero no lo que la gente sintió al respecto”. Sin ánimo de establecer parangones de ninguna índole, creo que un breve texto que escribí desde un hospital de la Ciudad de México para el blog de la revista Nexos a mediados de mayo5 y estas líneas que ahora redacto para Otros Diálogos desde mi hogar, ambas con el COVID-19 como tema central, surgen de inquietudes similares a las de mi admirado Steinbeck.

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Si supongo que no para todas las personas la reclusión forzada que hemos vivido en estos meses ha sido un infierno (ni nada parecido), y si supongo también que esas mismas personas no contrajeron el coronavirus, creo que hay una “enseñanza” que nos podría dejar esta pandemia. Me refiero a algo que, en alguna de sus múltiples variantes, muy probablemente ha pasado por la mente de mucha gente en todo el mundo desde que empezó el confinamiento. Si pudiera ponerse en palabras, diría algo así: “Es curioso cómo puedo vivir con tan pocas cosas y sin comprar prácticamente nada. De hecho, me basta una ida al supermercado a la semana y, quizá, un par de visitas por mes a la farmacia (para mí y para el resto de mi familia). Fuera de eso, aquí estoy con mi celular, mi música, mis libros, mi Netflix y poco más”. No me hago ilusiones, ni creo que, como sugerí en el primer punto de esta miscelánea, las cosas vayan a cambiar en el futuro de manera considerable, ni mucho menos, pero si la única “lección” de esta pandemia fuera percatarnos de la cantidad de cosas superfluas que nos inventamos y que consumimos en la sociedad actual, tan “moderna” (empezando, dicho sea de paso, por ese mismo celular que parece ser nuestro apéndice veinticuatro horas al día); si ése fuera el caso, decía, sería una gran lección. “En gran medida, nuestra satisfacción proviene de una carencia de cosas [lack of things, en cursivas en el original] Las cosas que creemos que tenemos que tener son las causas de la mayor parte de nuestra inquietud”. Estas oraciones se pueden leer en una carta de Steinbeck a Chase Horton; está fechada el 8 de junio de 1959.◊

 


1 http://centromariomolina.org/wp-content/uploads/2020/06/ESPANOL_2_PNAS-transmisi%C3%B3n-aerea-COVID-19-Zhang-Molina.pdf.

2 https://elpais.com/ciencia/2020-06-13/se-transmite-por-el-aire-el-coronavirus.html.

3 https://www.theguardian.com/world/2020/jun/04/unreliable-data-doubt-snowballed-covid-19-drug-research-surgisphere-coronavirus-hydroxychloroquine.

4 Steinbeck, John (1975). A Life in Letters, Estados Unidos, The Viking Press.

5 https://cultura.nexos.com.mx/?p=19932.


* ROBERTO BREÑA

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.