México y América del Sur: amigos cercanos, socios lejanos

Cuál es la relación que vincula a México y a América del Sur es una pregunta que no sólo tiene respuestas diversas, complejas y a menudo contradictorias, sino que también, dependiendo de las circunstancias, se formula con mayor o menor urgencia. Federico Merke explora el cuestionamiento en este ensayo, en el que se trata de dilucidar por qué en ocasiones resulta tan difícil una transformación regional que estreche nuestra relación con los vecinos del Sur.

 

FEDERICO MERKE*

 


 

La pregunta por la relación

 

La pregunta por la relación entre México y América del Sur es una pregunta que aparece y desaparece en función de los ciclos políticos y económicos en uno y otro lados. En el corto plazo, revela que las preferencias políticas no siempre van de la mano de los incentivos materiales. En el largo, revela, también, la sensación de una falta: que tanto México como América del Sur se han demorado en realizar lo que otros han prometido: un vínculo más estrecho, una visión compartida y una acción más concertada. Cada cierto tiempo surgen voces en México que hablan de liderazgo, y también voces en América del Sur que hablan de un eje con México. Surgen y se van.

La pregunta, en todo caso, no debería ser qué es lo que deseamos hacer con ella sino, más bien, por qué no ha podido hasta ahora ser lo que esperábamos que fuera. Como sucede en la farmacología, en la actividad social hay factores que funcionan como inductores y otros que lo hacen como supresores: unos que empujan, que crean presión o incentivos, y otros que inhiben, que quitan las capacidades o el impulso para actuar. Vista así, la relación entre México y América del Sur parece estar surcada por una compleja interacción entre inductores y supresores, entre impulsos de acercamiento y resultados subóptimos, entre deseos de convergencia e intereses divergentes, entre una Patria Grande y una patria demasiado grande para gestionar.

Éste es el enfoque que adopto para este ensayo. Examino qué tipo de relación existe entre México y América del Sur y me pregunto por qué es tan difícil una transformación regional que nos acerque más o un liderazgo mexicano que organice la región. No es un texto académico en un sentido clásico. Es un conjunto de observaciones inspiradas en lecturas teóricas y empíricas sobre México y América del Sur, respaldado con algunos datos anecdóticos para ilustrar tal o cual argumento.

 

Comenzar por lo más elemental

 

Comienzo con lo más básico y hasta provocador. La distancia entre la Ciudad de México y Buenos Aires, en línea recta, es de más o menos 7,400 kilómetros. Es una distancia similar a la que existe entre París y Lusaka y un poco menos que la distancia entre Ankara y Ho Chi Minh. ¿Por qué esperamos que entre Argentina y México exista un tipo de relación, “estratégica” o “especial”, que no esperamos que haya entre Francia y Zambia o Turquía y Vietnam? La observación más elemental tiene que ver con la geografía. Distancias extensas como éstas sólo pueden reducirse cuando existe capacidad de proyección entre estados. El deseo no puede con la geografía si no está acompañado de capacidades de interacción. Por eso sí existe una relación especial entre Estados Unidos y Alemania, separados por un océano y por 6,700 kilómetros. Por eso China sí se proyecta por medio planeta ofreciendo cooperación y relaciones estratégicas. No es el caso de México. Tampoco, mucho menos, el de Argentina o Brasil. De este modo, el primer obstáculo para pensar la relación entre México y América del Sur es nada más y nada menos que las cuestiones materiales: geografía y capacidad de interacción.

La segunda respuesta tiene que ver con la pertenencia a una región. Uno podría fácilmente argumentar que Francia y Zambia pertenecen, respectivamente, a Europa y a África, o que Turquía está en algún lugar entre Europa y Asia, mientras que Vietnam está lejos, en el sudeste asiático. Esta pertenencia a distintas regiones, que encierra además la pertenencia a distintos grupos de estados por su nivel de desarrollo y tipo de organización política, sugiere que no cabría esperar entre ellos una relación especial. México y Argentina, en cambio, forman parte de una misma región, América Latina. Y las regiones son sinónimos de cultura e historia compartidas. Además de ser geográficas, son también regiones cognitivas. Por ellas circulan ideas, principios, normas e instituciones que dan forma social a una región, y ésta, por lo tanto, construye también sus intereses.

Es cierto. Argentina y México forman parte de América Latina. Pero inmediatamente surge otra pregunta: ¿Cuán relevante es América Latina para pensar lo internacional desde Buenos Aires, Santiago, Brasilia o Ciudad de México? Para no confundirnos, podríamos plantear esta pregunta utilizando otro lenguaje: ¿Cuánto tiene en cuenta México las decisiones de Paraguay en materia de política exterior para decidir la suya? ¿Cuánto tiene en cuenta Paraguay las decisiones de México para establecer sus prioridades? No estoy diciendo que la respuesta sea totalmente negativa. Es suficiente observar la reciente crisis en Bolivia para ver cómo países como Brasil, Ecuador o Perú tuvieron en cuenta el rol que desempeñó México en su oferta de asilo político a Evo Morales. Lo que estoy diciendo es que América del Sur consume buena parte de su atención diplomática en lo que sucede en América del Sur. Si a esto le agregamos la atención que la región le dedica a Estados Unidos, China, Europa y Rusia, el espacio de atención hacia México se ve reducido.

Algo similar ocurre del lado mexicano. México suele estar absorbido por sus propios asuntos —típico de países tan grandes—, por lo que sucede en y con Estados Unidos y por los desafíos que presenta América Central, que a veces resulta otra constelación de naciones distantes de la agenda de Montevideo, Asunción o La Paz. Y si agregamos Europa y China a la agenda, México también exhibe un déficit de atención hacia América del Sur. Lo que tenemos hasta aquí es que no hay país en América Latina con el poder suficiente para liderar toda la región; que a lo sumo hay líderes en las subregiones, y que su extensión y diversidad dificulta mucho una mirada de la región en su conjunto. En este sentido, América Latina es más una zona cultural que una región geopolítica, mucho menos geoeconómica. Si miramos datos de 2017 del Atlas de Complejidad Económica de Harvard,1 observamos que Estados Unidos absorbe 72% de las exportaciones de México, mientras que Brasil apenas 1%, o Argentina la mitad de lo que recibe Brasil. Por ponerlo de otra forma, tres días de exportaciones de México a Estados Unidos equivalen a todo un año de exportaciones a Argentina. México importa más de Alemania que de toda América del Sur junta y más de China que de toda América Latina. Si lo miramos desde el Sur, los datos no son muy distintos. Brasil le vende a China diez veces más de lo que le vende a México. Para Argentina, México es más o menos 1% de sus exportaciones. En suma, la globalización y el “ascenso del resto” no han trabajado a favor de una región más integrada, sino todo lo contrario. Esto quita, y continuará quitando, incentivos para profundizar lo que ya tenemos.

 

Las opciones externas

 

Volvamos a la geografía. Y al poder. Desde América del Sur, Estados Unidos es visto como un actor hegemónico en toda América Latina. Pero no es lo mismo la relación de interdependencia, estratégica y asimétrica, que tiene con México que la que puede tener con cualquier país de América del Sur. Que México se encuentra jalonado por su relación con Estados Unidos no es nada nuevo. Tampoco es original decir que esta relación está determinada estructuralmente y que, por lo tanto, la ideología ocupa un lugar secundario. Esta relación ha sido, y continúa siendo, la relación más importante en la agenda de política exterior.2 Durante la Guerra Fría, la política exterior de México navegó entre la “resistencia” y el “acomodo”,3 buscando, por un lado, mantener buenas relaciones con Estados Unidos y, por el otro, afianzar su posición soberana, incluida la no injerencia de Estados Unidos, y proyectarse hacia América Latina de modo independiente. Esta tensión entre presiones externas y preferencias domésticas no desapareció luego de la Guerra Fría.

México, sin embargo, se inclinó paulatinamente hacia una menor resistencia y un mayor acomodo en la relación con Estados Unidos, misma que, según Schiavon,4 consiste en un delicado equilibrio entre autonomía y seguridad. Puesto de otro modo, la función que México busca maximizar de la relación con Estados Unidos es la contención de su hegemonía y la reducción al máximo de su injerencia en los asuntos internos mexicanos. Por otro lado, la función que Estados Unidos busca maximizar es la seguridad, traducida como estabilidad interna en México y control de daños en la frontera entre ambos países. La densidad de esta relación bilateral, claro, no significa que México se haya alejado de América Latina. Por lo contrario, desde los años noventa hasta ahora, ha tenido importantes iniciativas hacia la región. Pero la relación con Estados Unidos, sin embargo, sigue siendo la prioridad para su desarrollo y, por ende, a pesar de las aspiraciones latinoamericanas, el “giro realista” en los presidentes mexicanos termina mirando más al Norte que al Sur.

El resultado ha sido, como señaló Guadalupe González González,5 que la política exterior de México hacia América Latina ha sido en buena medida una función de la política entre México y Estados Unidos y, de este modo, ha ocupado “un lugar secundario en la escala de prioridades de la política exterior” de México. De este modo, siguiendo a la autora, el nivel de atención de México hacia América Latina ha sido variable, inconstante y selectivo. En particular, González González señala la “ausencia de una voluntad explícita y sostenida de proyección de poder en la región por parte de México”.6 Así, las preferencias mexicanas hacia la región han sido típicamente defensivas, pluralistas y carentes de un proyecto de construcción de una zona propia de influencia. México rara vez ha participado en operaciones de paz y ha sido extraña la ocasión en que ha competido por ocupar la dirección de algún organismo regional. Su activismo en América Central durante los años setenta y ochenta fue declinando a medida que Estados Unidos incorporó más firmemente a la región en sus posturas de seguridad nacional.

Pero más allá de Estados Unidos está China. Es sabido que la dinámica de interacción entre China y México y de China y los países del sur de América ha sido, y no deja de ser, distinta. El ingreso de China a la omc perjudicó a México, país al que desplazó como segundo abastecedor de importaciones de Estados Unidos. Años más tarde, México tuvo que aplicar políticas antidumping contra el acero chino para competir por el mercado en Estados Unidos. A esto se suma un abultado déficit comercial a favor de China. Cuando este país compra en América Latina, lo que compra son commodities (cobre de Chile, soya de Argentina, minerales de Brasil o Ecuador) para venderle luego productos manufacturados. En este sentido, México siempre ha sido más un competidor que un socio, y tradicionalmente ha visto a China más como una amenaza que como una oportunidad.

El cuadro es otro desde América del Sur. China es el principal socio comercial de Brasil, dando cuenta de poco más de 20% de sus exportaciones. Brasil exporta a China cinco veces más que México. Para Chile, China representa casi 30% de sus exportaciones, comparado con 3% que representa para México. En Uruguay, China no ha parado de crecer como receptor de sus exportaciones, desplazando a Brasil como primer destino de productos uruguayos y representando hoy 25% de las exportaciones uruguayas. A esto se suman las inversiones chinas en la región, en minería, comunicaciones, energía y transporte. Seguramente, la relación con China trae otros problemas, vinculados con los estándares laborales, la (re)primarización de la economía, la desprotección del medio ambiente o la corrupción. Pero en el balance, buena parte del crecimiento de América del Sur estuvo vinculado con el impulso del comercio, la inversión y la cooperación china. Aunque los números sean distintos, y la historia también, el país asiático cumple un rol similar en América del Sur al que cumple Estados Unidos en México: funciona como inhibidor de la integración latinoamericana y coloca a la región en una nueva relación, salvando los matices, de centro-periferia. Puesto de otro modo, Estados Unidos y China son hoy importantes opciones externas que tiene la región para impulsar su desarrollo. Y estas opciones no hacen más que separar a México de América del Sur en distintas direcciones.

 

Recuperar lo social

 

Éste es el cuadro más global. Nos muestra que la geografía, el poder y los flujos comerciales son importantes inhibidores de una relación más estrecha entre México y América del Sur. ¿De qué manera México y América del Sur encaran estos condicionantes? ¿Qué inductores es posible encontrar que trabajen a favor de una relación más densa y de mutuo beneficio? Probablemente, la dimensión social de la relación haya sido, y siga siendo, el gran inductor para pensar a México como parte de un futuro compartido por América del Sur. El tema exige más espacio del que aquí tengo. Y sospecho que aún permanece poco estudiada la presencia de México en el imaginario social de las sociedades de América del Sur. Los estudios que examinan la dimensión social de una interacción internacional suelen reducirla a lo que se conoce como el soft power de las naciones, aquellos elementos culturales e institucionales de un país que sirven como atractivo al resto de los países y los seducen hacia un mayor acercamiento.

El asunto, sin embargo, es más complejo. El soft power presupone una articulación entre cultura y diplomacia, entre sociedad y Estado, entre mercado y marketing internacional, entre producción simbólica y política exterior. Desconozco cuánto de esto ha intentado llevar adelante México, pero sospecho que poco aún. De hecho, apenas en mayo de 2019 se creó el Consejo de Diplomacia Cultural, producto de una discusión sobre diplomacia cultural que se ha hecho más fuerte en los últimos años. Sin embargo, aventuro que la presencia cultural de México ha tenido un cauce independiente de su política exterior e, incluso, a veces la ha superado. Este desarrollo tiene que ver con el imaginario que produce la Revolución mexicana, con la potencia intelectual en la narrativa, el ensayo y la poesía, y con el mosaico riquísimo de sus artes visuales. Es un desarrollo que nutrió a muchos argentinos o chilenos exiliados en México en los años setenta y que hicieron contacto con la intelectualidad mexicana al tiempo que llevaron sus propias tradiciones y formas de comprender la realidad latinoamericana. En este sentido, México es una sociedad y una cultura muy cercanas a una élite sudamericana que encontró refugio cuando las dictaduras militares pisaron fuerte en la región. Esa cercanía social siempre operó como una forma de reducir la distancia geográfica.

Pero los tiempos cambian. Es probable que muchos sudamericanos conozcan las obras de Frida Kahlo y las playas de Cancún, pero quizá pocos sepan de los problemas económicos y políticos mexicanos o de la orientación de López Obrador. No tengo forma de ofrecer evidencia empírica al respecto, pero en América del Sur el interés está puesto más en Brasil o en a Argentina que en México. Una forma rápida e interesante de mirar el asunto es a través de los datos que podemos encontrar en Google Trends. A través de esta herramienta, uno puede ver qué términos de búsqueda son más utilizados en un país, en relación con otros términos de búsqueda. Por ejemplo, cuando ponemos “México” en el Google Trends de Argentina entre 2004 y 2019, y además ponemos “Chile”, “Brasil”, “China” y “Estados Unidos” (utilicé estos cinco países para todos los casos), Google nos muestra los valores de cada país en relación con el máximo valor obtenido por un país en este periodo de tiempo. Lo que surge es que, en Argentina, entre 2004 y 2019, el país más buscado en internet, en términos relativos, fue Brasil, seguido de Chile, o sea, los vecinos. A éstos les siguió China, luego México y después, muy cerca, Estados Unidos.

Si miramos lo mismo en Chile, también en el periodo 2004 y 2019, Argentina fue el más buscado de estos países, seguido por Estados Unidos, luego China, después Brasil y México, en quinto lugar. De nuevo, los vecinos, Estados Unidos y China están entre los más buscados. Y si lo hacemos con Brasil, encontramos que el país más buscado en este periodo ha sido China, seguido por Argentina, Estados Unidos, Chile y México, en último lugar de los cinco, bastante lejos del cuarto. Finalmente, al ver la tendencia en México, observamos que el país más buscado de los cinco es Estados Unidos, casi tres veces más que el segundo, que fue China, seguido de Argentina, Brasil y, con algo más de distancia, Chile. Lo que tenemos desde el punto de vista social es que, al menos mirando las búsquedas en internet, las sociedades miran lo cercano y lo notable, o sea, los vecinos y los poderosos, Estados Unidos y China. No tengo ninguna intención de convertir estos datos en evidencia científica para sostener mi observación, pero al menos sí mostrar la verosimilitud de mi argumento.

 

Los incentivos políticos

 

¿Qué hay desde las élites políticas? Una respuesta elaborada y basada en datos escapa también al espacio disponible y a los propósitos de este ensayo. Desde el lado de América del Sur, es difícil generalizar porque buena parte de las orientaciones en política exterior tiene que ver con la manera en que se articulan preferencias políticas e intereses económicos en cada país. Como sea, la observación más general es que México rara vez aparece como prioridad entre las élites de América del Sur. Miremos Brasil: por muchos años, hasta la mitad del siglo xx, las élites políticas de Brasil miraron a Estados Unidos y desarrollaron una alianza no escrita con Washington, en parte para que Brasil fuera reconocido como poder regional, en parte para balancear el poder y la influencia de Argentina en América del Sur. A partir de los años sesenta, Brasil comenzó a ensayar una política exterior más global en búsqueda de autonomía. Esa política, sin embargo, no miró hacia América Latina, ni siquiera mucho a su propia región, sino que se proyectó hacia Rusia, Europa Oriental, África y Asia. Así, Brasil fue construyendo sus intereses en América del Sur apenas a partir de los años ochenta, con el regreso de la democracia, y más fuertemente en los años noventa, con el establecimiento del Mercosur. México, en este cuadro, se vio como un país distante, más orientado a Estados Unidos y América Central que hacia América del Sur. Un país, en todo caso, que mejor convenía no invitar ni participar de una discusión sobre América Latina. Dicho de otro modo, típicamente, Brasil privilegió hablar de América del Sur en lugar de hablar de América Latina y de este modo dejar a México afuera y relegarlo a su espacio regional más inmediato, Estados Unidos y América Central.

Por distintas razones, el derrotero de Chile terminó bajándole el precio al rol de México en la región, porque el país andino siempre mantuvo una relación distante con América del Sur, mucho más aún con América Central. Chile muestra de qué modo la geografía económica no coincide con la geografía política. Es cierto, muchos chilenos se exiliaron en México para escapar de la dictadura de Pinochet. Esto creó un clima de amistad y cercanía social cuando la democracia regresó a Santiago. Pero no trajo un impulso para una alianza estratégica. Chile siempre privilegió la apertura y el multilateralismo frente al regionalismo. Sus vínculos con Estados Unidos, con Europa y con Asia-Pacífico mostraron que Chile miró a América Latina como una región entre otras. Ciertamente, a partir de los años noventa y más en particular con la creación de la unasur, Chile fue encontrando su lugar en la región. La unasur, de hecho, le permitió a Chile desarrollar un canal de diálogo político con la región sin sacrificar sus preferencias económicas. La Alianza del Pacífico, por su lado, le permitió acercarse aún más a los países andinos y a México, pero se trató, hasta ahora, más de un ejercicio de diplomacia y posicionamiento internacional hacia el mundo que de la creación de mayores niveles de interdependencia económica y política entre los miembros del grupo.

El caso argentino es particular. Su tradición diplomática siempre se orientó a pensar América Latina, incluido México. Esto explicó el escepticismo original cuando Brasil y Venezuela avanzaron con el proyecto de unasur, que en la práctica implicó descomponer la idea de Patria Grande en dos mitades, y también dejar a México fuera de la conversación regional y aceptar el liderazgo de Brasil y la proyección venezolana. Este proceso, claro, se dio también en el marco de una mayor cercanía entre México y Estados Unidos. Argentina vio a México muy comprometido con las dinámicas económicas y de seguridad con Estados Unidos y América Central, y decidió plegarse a la identidad sudamericana en construcción. Hoy, sin embargo, el cuadro es un poco distinto. La unasur es un organismo prácticamente inexistente. Las ideas que le dieron origen casi no tienen correlato con las ideologías oficiales en muchos de los países de la región. Argentina y Brasil están distanciados a raíz de la existencia de un gobierno de derecha en el segundo y de uno peronista y progresista en el primero. Y en México gobierna una presidente que exhibe valores (no necesariamente acciones) que resuenan en la Argentina de Alberto Fernández. Esto motivó a repensar la relación entre ambos países. Algunos llegaron a hablar de un “eje” Buenos Aires-Ciudad de México. Pero los ejes no se construyen con palabras, sino a partir de intereses, de dinámicas de interacción cada vez más densas y de visiones compartidas sobre el mundo y la región. Poco de esto está presente en la relación entre Argentina y México y, por lo tanto, es poco lo que puede esperarse de ella, más allá, claro, de lo simbólico y de las buenas relaciones diplomáticas.

 

Entonces, ¿qué lugar hay para México en América del Sur?

 

Sería imposible continuar con cada país de la región. Pero lo que nos muestran estos tres casos es que los incentivos para mirar a México con ojos estratégicos son más bien bajos. La inestabilidad del barrio, el incremento de la presencia de China y la preocupación que esto genera en Estados Unidos, y la relación con Europa son prioridades que colocan la relación con México en un segundo plano. A esto se suma la geografía que México debe cubrir para llegar a América del Sur con oxígeno y la poca relevancia que América Latina como región cognitiva tiene como región geopolítica unificada.

Esto no implica, claro, que México sea un ausente. Su presencia se manifiesta en particular en tiempos críticos, cuando es necesario contar con una posición cercana, pero que no es directamente parte del problema. México es un amigo de América del Sur cuando en la región arrecian tormentas, como un golpe de Estado o una disputa interestatal que se militariza. En estos casos, a los gobiernos de América del Sur les gusta convocar a México, un país siempre dispuesto a ofrecer sus buenos oficios ampliamente fundados en una larga trayectoria de respeto a la soberanía y de culto a la negociación pacífica de los conflictos.

En este sentido, México no deja de ser un punto focal en la conversación normativa de América del Sur. No es un líder tradicional, porque carece de recursos materiales y de liderazgo en la región, pero sí es un punto de referencia en el momento de debatir qué principios y reglas deberían organizar la convivencia en América Latina. México encarna con elocuencia el instrumental normativo que la región fue construyendo durante más de cien años y que definió los contornos de una sociedad westfaliana regional de carácter pluralista. Desde esta perspectiva, el rol de México en América del Sur sólo puede entenderse en el marco más general de una sociedad internacional que le pone un alto precio a la soberanía, la autonomía, la no intervención y a los arreglos de los conflictos a través de las instituciones de la diplomacia y el derecho internacional.

Cuando México actúa multilateralmente, cuando despliega su soft power, cuando se inclina ante la ley, cuando busca el desarrollo, cuando apoya la cooperación regional y cuando se abstiene de posturas moralistas ante sus vecinos, no está actuando como cualquier otro Estado importante lo haría en otras regiones, ni revela un comportamiento excepcional. Por lo contrario, sus acciones reflejan una extensa cultura diplomática que tanto ha caracterizado a la región. Y que México encarna como pocos.◊

 


1 The Atlas of Economic Complexity: http://atlas.cid.harvard.edu/.

2 Jorge Schiavon, “México-Estados Unidos. Estabilidad y seguridad a cambio de autonomía”, en Jorge Schiavon et al. (eds.), En busca de una nación soberana, México, cide, 2006, pp. 423-462.

3 Guadalupe González González, “México en América Latina: entre el norte y el sur o el difícil juego del equilibrista”, en Ricardo Lagos (ed.), América Latina: ¿integración o fragmentación?, Buenos Aires, Edhasa, 2008, pp. 115-144.

4 Jorge Schiavon, op. cit.

5 Guadalupe González González, “México ante América Latina: mirando de reojo a Estados Unidos”, en Jorge Schiavon et al., op. cit., p. 468.

6 Ibid., p. 471.

 


* FEDERICO MERKE

Es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés, Argentina.