
01 Abr México frente a Ucrania: una vez más, “el lugar de la prueba”
La invasión rusa de Ucrania representa no sólo el quebrantamiento del orden mundial en la tercera década de nuestro siglo, sino también “el lugar de la prueba” para los países latinoamericanos, como México, que no están “en guerra”, pero sí están “en la guerra”. La posición que tome México con respecto a ese conflicto definirá el modo en que la sociedad imagine el lugar de su país en el orden futuro del mundo.
ALEXIS HERRERA*
La acción común de europeos y de latinoamericanos podría ayudar a romper esta fatalidad del siglo xx: ¿por qué somos oprimidos en nombre de la libertad, esclavizados en nombre de la justicia, asesinados en nombre de la vida? Este azoro paradójico proviene de que hemos alcanzado la desgracia con los instrumentos destinados a la felicidad.
Carlos Fuentes
Para nadie es un secreto que la guerra de conquista que Rusia lanzó en contra de Ucrania en febrero de 2022 constituye uno de los acontecimientos centrales de la primera mitad de este siglo. Como aquellas tragedias a las que se refirió Elena Garro alguna vez, se trata de un conflicto armado que hunde sus raíces en la experiencia histórica de una porción del mundo definida por circunstancias geopolíticas especialmente complejas.1 Al mismo tiempo, el retorno de la guerra a Eurasia parece ser la expresión de un fenómeno inquietante: la erosión definitiva del orden mundial que emergió en Occidente en los primeros días de la posguerra, cuando las democracias liberales que forman parte del mundo atlántico proyectaron sus valores políticos a escala global.
No sin razón, en el verano de 2022 Gilles Gressani y Mathéo Malik apuntaron algo que hoy debería ser evidente: vivimos a la sombra de un momento especialmente peligroso; un periodo de fractura que da cuenta de los muchos desequilibrios geopolíticos del presente (Gressani y Malik, 2022). Por ello, la manera en la que las sociedades de América Latina han reaccionado al retorno de la guerra en los linderos del gran continente europeo resulta especialmente desconcertante: en el día de la prueba algunos de los gobiernos de la región respondieron con un silencio oprobioso al llamado a condenar abiertamente la invasión, mientras que muchos otros recurrieron a una estudiada ambigüedad que se ha hecho pasar desde entonces por expresión de prudencia política o verdadero genio estratégico.2 No faltó tampoco quien apostó a jugar en la posición de equilibrista, obligado por las circunstancias a dar razón de su paso a unos y otros —aunque sin ejercer genuinamente la tarea del bailarín, en el sentido en el que André Lepecki la imaginó alguna vez—.
Estas líneas se escriben en la primavera de 2023, cuando —en el marco del asedio a Bakhmut— el gobierno del presidente Zelensky se apresta a lanzar una ofensiva general en contra del agresor ruso con el objeto de poner fin a la modalidad de “guerra de desgaste” (attrition warfare) que tan cara ha resultado para ambos beligerantes en términos de vidas humanas. Su propósito, que no es inocente en términos políticos, es a un tiempo una invitación y una advertencia. La invitación es sencilla: se trata de un llamado a abandonar de una vez por todas la ambigüedad en la que México se ha mantenido hasta ahora con relación a la guerra de independencia de los ucranianos. En contraste, la advertencia es más ominosa: consiste en señalar que el posicionamiento definitivo de México en relación con ese conflicto ejercerá una influencia decisiva sobre el modo en el que la sociedad mexicana imagine el lugar de su país en el orden futuro del mundo.
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Como en muchas otras sociedades de América Latina, la guerra que Rusia lanzó contra Ucrania en febrero del año pasado encontró a la sociedad mexicana distraída en su esfuerzo por dar respuesta a graves problemas de orden interno. De cierto modo, la magnitud de la violencia mexicana nos ha impedido prestar atención a lo que sucede en el mundo. Ante la exigencia de pensar la “guerra” en nuestras tierras, en los hechos hemos sido incapaces de entender los alcances del retorno de la guerra a gran escala para un pueblo que en esa lucha se juega su sobrevivencia. A esta circunstancia se suma un hecho adicional: el agotamiento de la “cultura estratégica” que México forjó a lo largo del siglo pasado a la sombra del régimen autoritario que emergió en nuestro país tras la gran guerra civil de 1910 —acaso la primera guerra total librada en el continente americano, si se da crédito a lo dicho en relación con este tema por el eminente historiador británico Alan Knight. Esto, como lo ha señalado Ulrike Franke al referirse a la experiencia histórica de su propio país, es una mala noticia para México, pues sugiere que la sociedad civil mexicana carece del vocabulario político-conceptual para orientarse ante las realidades geopolíticas del presente.
No obstante, lo sucedido en Ucrania nos concierne en primer lugar porque esa guerra ha hecho que el mundo sea hoy un lugar más peligroso e inestable. Sociedades como la mexicana no participan directamente en la guerra, pero están insertas en ella dada la magnitud de los intercambios globales. En mayo de 2022, en el marco de un coloquio celebrado en la Sorbona para dimensionar la complejidad del conflicto, Étienne Balibar postuló esa tesis al referirse a otras sociedades situadas en los linderos de Occidente: “Esos países no están ‘en guerra’, pero sí ‘en la guerra’”. Si esto es así para los pueblos de África y Medio Oriente, con mayor razón debe resultar de interés para las sociedades de América Latina, el otro gran continente allende el mar que históricamente fue constituido por la reinvención de los valores occidentales.
A ese continente se refirió en 1958 el historiador mexicano Edmundo O’Gorman al postular que la invención de América es el hecho fundante de la ontología del Nuevo Mundo (O’Gorman, 1958: 72-84). Se trata del orbe indiano que, a decir de David Brading, puede considerarse la América primera o, si se quiere, ese “Extremo Occidente” de Alain Rouquié en el que la hegemonía estadounidense siempre ha ejercido una influencia desorbitada sobre las sociedades latinoamericanas. Al apuntar este hecho es fácil incurrir en la tentación de destacar aquello que los habitantes de América Latina han sabido desde hace más de un siglo: que Estados Unidos es un gigante a las puertas de este gran continente y que (como lo señaló con especial lucidez Octavio Paz en su Posdata de 1970) caminar a su lado siempre es peligroso.3 Lo que importa es entender que ese gigante comparte hoy un destino común con sociedades a ambos lados del Atlántico que tienen el potencial de enriquecer su propio universo.
En México, como en Europa, ese origen común podría sembrar la semilla de un nuevo entendimiento: un lazo para sentar las bases de una acción concertada frente a la amenaza de una guerra que pone en entredicho los valores compartidos por ambos continentes. “No sé si unos y otros, europeos y latinoamericanos, podremos restaurar la validez de lo trágico en un mundo ahíto de sangre”, apuntó Fuentes en 1982.4 En todo caso no hay que olvidar que, en las décadas que nos separan de ese apunte, México se convirtió —nuevamente en expresión de Rouquié— en un “Estado norteamericano” de pleno derecho. No hace pocos años David Haglund planteó, precisamente, lo imposible: el ingreso del país a la otan como parte de una premisa que en 2020 también fue rescatada por quienes ven en ello una oportunidad para renovar los lazos de Estados Unidos con los integrantes de la Alianza Atlántica en Europa. Desde luego, para que todo esto pueda tener verificativo, antes México tendría que emprender una tarea que hasta ahora ha pospuesto de modo indefinido: impulsar una transición militar que garantice un control civil democrático efectivo y definitivo sobre sus Fuerzas Armadas.
Sea como sea, lo cierto es que la invitación de Fuentes cobra hoy más sentido que nunca. Al igual que otras sociedades de América Latina, México se encuentra amenazado por una recesión autoritaria de escala global que promete desmantelar lo poco o mucho que hemos logrado a ambos lados del Atlántico. Para entender por qué esto es así, hay que volver al examen de la realidad: al momento geopolítico de la tercera década de este siglo.
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No es posible hablar con rigor de ese momento sin saber de qué se habla en realidad. “Que la historia de las instituciones pueda derivar de la historia de las doctrinas no quiere decir que las dos historias deban ser confundidas,” escribió Norberto Bobbio hace ya más de treinta años (Bobbio, 1989: 68-70). Con ello quiso decir que el estudio del Estado debe situarse en el marco de los procesos históricos que lo han hecho posible, con independencia de los arreglos teórico-doctrinales que posteriormente le han dado justificación o han pretendido explicarlo. Este apunte resulta especialmente útil para entender que otro tanto puede decirse sobre la relación entre el espacio y el ejercicio del poder político: los fenómenos geopolíticos emergen en el marco de la modernidad como parte de un proceso de transformación de lo político (Die Politik) que precedió por varios siglos a la configuración de aquellos saberes y disciplinas que hoy pretenden estudiarlos.5 Así, la intuición con relación a la utilidad de la “geopolítica” como un saber práctico se inscribe en el marco de eso que la tradición de Occidente definió como arte del Estado (statecraft) y que hoy llamamos “gran estrategia”, es decir, ese proceso que permite establecer una clara relación entre fines y medios al más alto nivel de decisión política bajo un horizonte de largo plazo.
Lo dicho hasta ahora también resulta útil para entender que esta manera de aproximarse a la realidad internacional forma parte de una tradición intelectual que (con la notable excepción de Brasil y algunas otras naciones del Cono Sur) es ajena a la experiencia de la mayoría de las sociedades latinoamericanas. Sería sencillo decir que esta circunstancia explica la relativa indiferencia latinoamericana con relación al conflicto en Ucrania. No obstante, tal afirmación carece de sustancia cuando se considera que América Latina es, desde hace tiempo, un territorio de disputa entre Rusia y aquellas otras sociedades que se han pronunciado abiertamente a favor de la causa ucraniana.
La tesis de que el conflicto armado en Ucrania es en realidad una guerra por delegación (es decir, una guerra librada por Occidente en contra de Rusia) se ha difundido en América Latina en el marco de una campaña de desinformación cultivada con especial cuidado por los servicios de inteligencia de la Federación Rusa. El planteamiento omite un hecho central: la decisión de invadir el territorio de una nación soberana como Ucrania descansa exclusivamente en las manos del presidente Vladimir Putin, quien sostuvo desde un principio que la ofensiva lanzada en contra de Ucrania es apenas una operación militar especial (специальной военной операции).6 Una operación militar que en realidad pronto abandonó la modalidad de la guerra sin contacto para convertirse en una guerra industrial librada con una combinación de medios convencionales y recursos tecnológicos de última generación.
Se olvida así que toda guerra es siempre un duelo entre comunidades políticas a gran escala: una prueba de fuerza alimentada por la voluntad política de las sociedades en pugna. De ahí que Balibar señale que esta guerra es una lucha existencial para el pueblo ucraniano (especialmente en la medida en que esto revela la agencia política de los ucranianos como un fenómeno que tomó por sorpresa al mundo). En todo caso, se trata de un conflicto que parece anunciar un nuevo momento en la historia del presente. Un momento que, en palabras de los estudiosos del Centro de Gran Estrategia de King’s College London, ha generado “consecuencias en cascada que apenas estamos empezando a comprender”. De hecho, su sombra se extiende ya sobre esa otra porción del mundo que es escenario de una disputa geopolítica especialmente compleja: el Indo-Pacífico.
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En 1949, cuando la Guerra Fría apenas cobraba forma, Daniel Cosío Villegas planteó una pregunta —¿qué podemos esperar de la Rusia soviética en América Latina?— a la que vale la pena volver en el presente (Cosío Villegas, 2004: 189-201). Para los latinoamericanos que se hicieron esa pregunta en el mediodía del siglo pasado, la respuesta guardó relación con una expectativa sobre el socialismo real que antes había sido proyectada sobre Inglaterra, Francia y Estados Unidos: la posibilidad de ofrecer un modelo para la reforma de nuestras sociedades y la marcha hacia el progreso (Cosío Villegas, 2004: 199). En el presente no es posible repetir una afirmación semejante: el totalitarismo de nuevo cuño que ha prosperado en la Rusia de Putin desde el inicio de este siglo nada puede ofrecerles a las sociedades de América Latina. La Federación Rusa no es hoy una sociedad de derechos, sino una distopía que amenaza con destruir las fuentes de una cultura que en otros momentos históricos ha enriquecido la experiencia de la civilización humana con sus muchos portentos.
Se trata, por lo demás, de un proyecto hegemónico destinado al fracaso no sólo en virtud de sus contradicciones internas sino, fundamentalmente, debido a que su apuesta en términos gran-estratégicos también resulta equivocada: la pretensión de recurrir a la guerra para redefinir por la fuerza las fronteras de Europa es una vuelta al pasado que ninguna sociedad democrática puede o debe apoyar.
Por ello, quien hoy dice “Sur Global” en realidad quiere engañar: el ejemplo de aquellas naciones que se presentan como parte de ese colectivo pocas veces responde a la idea de sociedades progresistas en proceso de construcción. Son, en mayor o menor medida, dependencias de las nuevas hegemonías globales o experimentos autoritarios que pretenden cerrarse al mundo. Así, el comportamiento de hombres como Trump (en Estados Unidos), López Obrador (en México), Modi (en la India) o Bolsonaro (en Brasil) contrasta con el liderazgo de mujeres inteligentes y determinadas como Kaja Kallas (en Estonia) o Sanna Marin (en Finlandia). Mientras que ellos encuentran admiradores entre las autocracias que han encarcelado a algunas de las sociedades de Centroamérica y el Gran Caribe, ellas todavía no han recibido la atención que merecen sus hechos en nuestro continente.
Para los descreídos, la orden de arresto girada por la Corte Penal Internacional en contra del mandatario ruso no ha sido suficiente. Con todo, se trata de una decisión relacionada con un planteamiento de orden simbólico especialmente significativo: situar a Rusia fuera de la comunidad de naciones; considerar su régimen como hostis humani generis. Tampoco bastó para ellos el hecho de que la visita del presidente Xi a dicho país (concebida para presentar a China como una nueva hegemonía capaz de restablecer la concordia en el mundo) fuera acompañada por un plan de paz que les exige a los ucranianos algo inaceptable: deponer las armas frente a un invasor que no ha reconocido su responsabilidad en el estallido de esta guerra. Así, quienes han abandonado el sentido común apelan a la visita del presidente de la República Popular a Moscú sin entender que China juega con fuego al apostar por un camino que no conduce al restablecimiento de una paz sustentable en el largo plazo. Por todo esto conviene insistir en que Ucrania representa hoy el lugar de la prueba para aquellas sociedades de América Latina que, como México, han mostrado hasta ahora una indecisión inexcusable.
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Convocado en Valencia para conmemorar el encuentro que cincuenta años antes reunió a un destacado grupo de escritores en dicha ciudad en abierto desafío al fascismo, en 1987 un poeta mexicano apuntó que la guerra civil que desgarró a España a partir de 1936 se había convertido “en guerra mundial de las conciencias” (Paz, 2018: 94-106). Otro tanto puede decirse de la guerra que hoy libran las mujeres y los hombres de Ucrania en defensa de su nacionalidad. Ello es así porque, como apuntó Octavio Paz en aquel encuentro, el teatro de todo conflicto armado también se libra al interior de nuestras conciencias:
La realidad que vemos no está afuera, sino adentro: estamos en ella y ella está en nosotros. Somos ella. Por esto no es posible desoír su llamado y por esto la historia no es sólo el dominio de la contingencia y el accidente: es el lugar de la prueba. Es la piedra de toque. (Paz, 2018: 94-106)
Entender que esto es así es apelar a un sentido de responsabilidad histórica que ha estado ausente en los debates latinoamericanos sobre el conflicto que hoy vive Ucrania. La evidencia de que las tropas del invasor han cometido crímenes de guerra sobre el terreno (evidencia que hoy parece irrefutable) no ha sido suficiente para convencer a quienes todavía hoy creen ver en Rusia un referente para el futuro de las sociedades latinoamericanas. Por eso, dimensionar lo sucedido en Ucrania a partir del 24 de febrero de 2022 es apelar a un sentido de responsabilidad histórica que hasta ahora parece ausente en los debates latinoamericanos sobre este tema.
No se trata de apelar a fórmulas diplomáticas doctrinales que convenientemente nos eximan de tomar partido, sino de reconocer que ante lo que ha sucedido en Bucha o Mariupol esas fórmulas carecen de justificación. De lo que se trata es de entender que Ucrania es hoy, nuevamente, el lugar de la prueba: el lugar en el que se decidirá el orden futuro del mundo; el lugar donde latinoamericanos y europeos tenemos, en suma, una nueva cita con la historia.◊
Referencias
Black, Jeremy (2016), “Introduction”, en Geopolitics and the Quest for Dominance, Indiana University Press, Bloomington.
Bobbio, Norberto (1989), Estado, gobierno y sociedad: Por una teoría general de la política, Fondo de Cultura Económica, México.
Branch, Jordan (2014), The Cartographic State: Maps, Territory, and the Origins of Sovereignty, Cambridge University Press, Cambridge.
Cosío Villegas, Daniel (2004), “Rusia y América Latina”, en Extremos de América, Fondo de Cultura Económica, México.
Fuentes, Carlos (1982), “Europa y Latinoamérica”, Revista de la Universidad, núm. 12, p. 13.
Gressani, Gilles, y Mathéo Malik (2022), “Nous vivons le retour d’un entre-deux-guerres”, Le Monde, 15 de mayo.
O’Gorman, Edmundo (1958), La invención de América, Fondo de Cultura Económica, México.
Paz, Octavio (1970), Posdata, Siglo XXI Editores, México.
Paz, Octavio (2018), “El lugar de la prueba (Valencia 1937-1987)” en Pequeña crónica de grandes días, Fondo de Cultura Económica, México.
1 “El germen trágico está en el principio de las generaciones y éstas, como los caballitos de las ferias, hacen la ronda alrededor del tiempo”, apuntó Garro en La casa junto al río, novela publicada en 1983 en Grijalbo.
2 Al respecto consúltese Kevin Parthenay, “L’Amérique latine face à la guerre russo-ukrainienne”, La vie des Idées, 2023.
3 “Es imposible detener a un gigante; no lo es, aunque tampoco sea fácil, obligarlo a oír a los otros: si escucha, se abre la posibilidad de la convivencia” (Paz, 1970: 15).
4 Esa visión compartida, concluía entonces el gran novelista mexicano, “requiere trascender el maniqueísmo brutal de la historia moderna para comprender la existencia como conflicto de valores. Esto, y no la oposición entre el bien y el mal, es lo propio de la esfera trágica” (Fuentes, 1982: 12).
5 El lector puede encontrar un recuento sobre el estado actual de esos saberes en la pieza de Florian Louis incluida en este dossier. Por lo que toca a la afirmación sobre la necesidad de situar el surgimiento de los fenómenos geopolíticos en su larga duración histórica, consúltese Branch, 2014: xiv-219 y Black, 2016: xiii-335, entre otros.
6 Vale la pena volver a las reflexiones vertidas por sir Lawrence Freedman con relación al cálculo estratégico del presidente ruso a un día de iniciado el conflicto. Al respecto consúltese “A Reckless Gamble” de Lawrence Freedman.
* Es candidato a doctor por el Departamento de Estudios de Guerra de King’s College London, adscrito al Centro de Gran Estrategia de dicha institución. Su investigación se dedica al estudio de la cultura estratégica mexicana en el entorno de seguridad de la última década. Sus intereses giran también alrededor del estudio de las “potencias medias” y del papel que desempeñan en el orden mundial del siglo xxi.