
01 Ene Identidades en circulación. México canta y baila con el Sur
“Al ritmo que me toquen bailo”, dice el refrán, y mexicanos y mexicanas le hicimos caso y nos pusimos a cantar y a bailar con la música de nuestros vecinos del Sur. Entre cadencias tan disímiles como las del reggae y el danzón o el tango, pasando por las de la cumbia, el mambo, la trova, el merengue y muchas más, Gabriela Pulido nos relata estos procesos de apropiación y arraigo de las músicas del Sur en el fértil terreno mexicano.
GABRIELA PULIDO LLANO*
Los gobiernos y las sociedades mexicanas, desde los tiempos posrevolucionarios hasta el día de ayer, han tomado decisiones para fortalecer sus relaciones con el sur del continente —que “también existe”—, en parte, para poder transitar por los tiempos difíciles en los que el vecino país del Norte aprieta y ahorca. En términos culturales, esta complicidad se ha arraigado en los estratos más sorprendentes de los imaginarios sociales. En la vida cotidiana, no falta reunión improvisada para analizar los problemas del mundo o para resolver asuntos del corazón, con una guitarra en mano, entonando algo de trova latinoamericana; las fiestas de cumpleaños y las bodas en las que la cumbia, el son montuno y la samba organizan una fraternidad que se derrama en sudor y alegría; los sábados de danzón en las plazas de las ciudades; la oferta del ocio en los salones de baile, y también en los actos cívicos, en los conciertos masivos y en otros tantos episodios asociados a las industrias culturales. En México hemos cantado y bailado con el Sur, aunque las cosas sean complicadas y la mirada de la clase política esté orientada prioritariamente hacia el Norte. Hemos cantado y bailado con el Sur; nos hemos apropiado de géneros musicales y coreográficos, ya sea por la migración de gente que ha traído en sus maletas sus tradiciones musicales, por la construcción de un público, o por los medios masivos de comunicación, como la radio y la televisión, y las discotecas y las industrias culturales detrás de todo esto.
Géneros como rumba, son, cumbia, samba, milonga, tango, trova, nueva trova, reggae, las tradiciones musicales sudamericanas vinculadas al folklore, son ejemplos cuyas historias describen rutas de personas y procesos de circulación, apropiación y arraigo en México, de corto, mediano y largo plazos. Son historias complejas de adaptación o “mexicanización”. En las tradiciones musicales se dislocan nuestras referencias temporales y geográficas. Donde mejor hemos apreciado esta conversión de lo geográfico al imaginario es precisamente en la circulación de géneros musicales y en su asimilación, así como en la veta gráfica de los mismos, que ha sacado de contextos muy específicos los roles de género, integrándose, a través de las propuestas culturales en los medios de comunicación, a imaginarios complejos en donde lo urbano juega una parte fundamental. Una característica, por ejemplo, del Caribe musical en movimiento es su descolocación de la geografía: se toman sólo partes de ésta para plantear escenarios que van de lo simple a lo complejo. Escenas afines a los entornos del mundo caribeño insular de pronto se plantan en escenarios mexicanos inverosímiles para subrayar las acciones humanas. El paso de la radio al cine mexicano de la Época de Oro brinda cientos de ejemplos.
Las músicas latinoamericanas provienen de las mismas raíces; sus historias se remontan a los colonialismos, que de por sí implican procesos de conciliación en los casos en los que se poblaron territorios con presencia indígena; en otros casos, la llegada de esclavos desde el continente africano fue determinante. Hay ejemplos que dan cuenta de la complejidad de los imaginarios musicales que en su paso por México han experimentado procesos de inserción, adaptación y fusión, con los que se forma parte de las identidades regionales. La contradanza cubana, por ejemplo, trasfigurada en danzón en los escenarios de la capital de la Gran Antilla, llegó a Mérida, Yucatán, y al puerto de Veracruz, como parte del itinerario de los grupos de teatro popular o teatro bufo, a fines del siglo xix y principios del siglo pasado. Ahí se adaptaron bases rítmicas, instrumentales, coreográficas, y desde entonces el danzón forma parte de las tradiciones musicales regionales. La migración del género a la Ciudad de México provocó una revolución escénica, al instalarse en famosos salones de baile como el Salón México. La cumbia colombiana, con sus propias construcciones musicales entre la costa caribeña y la llanura, migró del Cono Sur a las grandes urbes mexicanas. Documentada la presencia de la cumbia en la República Mexicana, con sus fusiones y adaptaciones, resulta notable que esté presente en la actualidad en casi todo el territorio. Hay un fuerte orgullo local por la cumbia regiomontana, tan sui generis, por ejemplo.
Danzón, son montuno, guaguancó, cumbia, mambo, trova, bachata, merengue, son géneros que han incorporado elementos rítmicos, herramientas instrumentales y giros coreográficos a sus repertorios una vez instalados en México. Al recuperar las huellas etnomusicales, reconstruir las historias de vida de sus intérpretes y descubrir las revoluciones escénicas y los desafíos musicales como producto de una época y un tiempo específicos, lo que encontramos es que en México siempre se ha bailado y cantado con el Sur. Un simple tambor bantú en cualquier orquesta nos describe el recorrido del Caribe africano hasta la gran capital mexicana. El reggae jamaiquino, arraigado a las tradiciones religiosas de los rastafaris, tras su paso por Belice llega hasta los espacios musicales de Quintana Roo. Con el paso del tiempo se identifica el tránsito de las tradiciones musicales a través de las experiencias personales.
Siempre detrás de la inserción y apropiación hay una historia de vida de alguien que interpretó un género, destacó, fue descubierto por un empresario, inventó, ganó y perdió. Las historias de estos migrantes que trajeron las músicas del Sur es imposible contarlas sin lo anecdótico. Vidas que irrumpieron en la cotidianidad social y construyeron una nueva insularidad. Las músicas en movimiento de personajes como Rita Montaner, Beny Moré y Dámaso Pérez Prado, y muchos otros artistas afrocaribeños, convirtieron el espacio escénico en un contrapunto. Pero para llegar a este estatus, para obtener el impacto que causaron en un público totalmente ajeno a sus discursos e imágenes, se involucraron en la primera gran revolución electrónica mediática: la radio. Las virtudes difusoras de este medio, así como el gran desarrollo tecnológico y comercial “a gran escala” que hubo de adquirir en la primera mitad del siglo xx, colocaron la música sudamericana en un primer plano entre los públicos regionales. Los salones de baile en México, por su parte, nos legaron un breve anecdotario de géneros afrocaribeños; desde ellos podemos rastrear los itinerarios personales de sus artistas. Estas personas —músicos, cantantes y bailarines que tenían la música como ocupación principal—, sus andanzas por las fiestas en los barrios y sus empleos más exitosos en los centros nocturnos, los teatros y el cine, recrearon una relación que perdura en la idea que tenemos de la vida popular en la metrópoli. Con otros mecanismos de inserción y de masificación, algo similar ocurrió con la trova latinoamericana y las peñas que ofrecieron espacios al exilio argentino, chileno y uruguayo de los años setenta, en lo que los públicos universitarios de la Ciudad de México tuvieron mucho que ver.
El Caribe, Centroamérica, América del Sur y sus músicas, acompañadas de un imaginario siempre en circulación, salieron de sus fronteras, liberándose de las camisas de fuerza. Un continente de cabeza que, con diferentes estrategias, acaricia, arremete, irrumpe y se funde con la cultura mexicana. Las identidades son procesos siempre en movimiento. La circulación incesante de experiencias musicales latinoamericanas en México, en su acompañamiento, ha provocado la irrupción de recursos narrativos, gráficos, de expresiones, como claves para comprender estos procesos en su selección y arraigo. Lo que buscamos decir aquí es que siempre han estado presentes. Aun cuando ha habido rupturas políticas, decisiones económicas que alejan a México de sus vecinos del sur, las expresiones culturales apegadas a lo musical siempre han estado vigentes.
La música se ha transformado de acuerdo con las ofertas variadas de otras latitudes. Incluso la influencia de las comunidades caribeñas y sudamericanas en Estados Unidos ha lanzado productos que las industrias culturales han colocado en los medios mexicanos. Desde el punto de vista de las identidades en circulación, tanto la presencia del Trío Matamoros a través de la radio en los años treinta como, en estos tiempos, la cumbia de los Ángeles Azules y un concierto de Silvio Rodríguez en el Auditorio Nacional nos regalan historias complejas que nos recuerdan que la relación de México con Latinoamérica no podría ser más estrecha.◊
Referencias
Ávila Domínguez, Freddy, Ricardo Pérez Montfort y Christian Rinaudo, Circulaciones culturales. Lo afrocaribeño entre Cartagena, Veracruz y La Habana, México, ciesas/Universidad de Cartagena/Institut de Recherche pour le Développement, 2011.
Camacho, Gonzalo, “Las culturas musicales en México: un patrimonio germinal”, en Fernando Híjar Sánchez (coord.), Cunas, ramas y encuentros sonoros. Doce ensayos sobre patrimonio musical de México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2009, pp. 25-38.
García de León, Antonio, El mar de los deseos. El Caribe afroandaluz, historia y contrapunto, México, Fondo de Cultura Económica, 2016.
______________, “El Caribe: horizonte de los sentidos”, Revista de la Universidad de México, México, unam, octubre de 2002, pp. 5-7.
* GABRIELA PULIDO LLANO
Es investigadora de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia.