Memoria

 

ANA GARCÍA BERGUA*

 


 

Para Ali

 

Mi madre recordaba muy bien el papel tapiz de la casa de su abuela, una fonda en el pueblo de Ejea de los Caballeros que recibía a los viajeros y comerciantes que pasaban por Aragón, donde nació y vivió de niña con toda su familia. “Lo estoy viendo ahora”, nos decía, como si ese tapiz estuviera grabado con toda precisión en su memoria y no tuviera más que invocarlo para que apareciera de nuevo ante sus ojos. Recuerdo cómo me intrigaba ese afán de mamá por retener el tiempo de su infancia, un tiempo idílico, previo a la Guerra Civil Española que había destruido todo aquello; también me desesperaba porque, al concentrarse tanto en recuperarlo, parecía borrar el presente en el que vivíamos nosotros. La memoria la atrapaba en otra dimensión, desde la que era capaz de contar durante horas, a quien le interesara escucharlos, sus recuerdos de infancia y juventud, ya armados de alguna manera como una especie de novela a lo largo de una vida. Recuerdo a mamá contándonos sus recuerdos con las mismas palabras y el mismo tono siempre, y siento la misma mezcla de comprensión y dolor que sentía en la infancia. Comprensión de todo lo que habría sufrido al verse arrancada del lugar que tanto quería y dolor por no ser tan real como las mesas de mármol donde los viajeros jugaban dominó y las simpáticas hijas de su abuela Avelina (una de las cuales era su madre, mi abuela Filomena) bromeaban con ellos, o como el famoso papel tapiz que ella parecía poder ver mágicamente en un proustiano mundo ya ido.

En cambio, mi papá no recordaba nada de sus primeros años y para él esta desmemoria representaba la manera en que los desastres de la guerra se habían cebado con su infancia, convirtiéndolo en perpetuo candidato al psicoanálisis. Mi madre se apresuraba, cuando podía, a llenar el hueco con su versión reconstruida de las narraciones de mi abuela y mi tía paternas, y así se hilaba un poco a retazos el relato de nuestro origen. Mi padre recordaba, eso sí, a su padre, que falleció cuando él tenía doce años. Nos contaba la escena en la que él acompañaba al abuelo a la playa cuando estaban refugiados en República Dominicana; ambos se sentaban en unas construcciones que le parecían similares a unas ruinas evocadoras del pasado grecolatino en el trópico y, mientras mi papá jugaba con las conchas del mar, el abuelo se quedaba mirando el Atlántico, con la nostalgia de aquella Europa de la que habían sido expulsados. Papá también nos hablaba de unos jarrones etruscos que había en su casa de Ibiza y yo unía en mi memoria las ruinas grecolatinas de la Dominicana con los etruscos de Ibiza en busca de un vago origen mediterráneo del que veníamos nosotros. Pero, a fin de cuentas, ¿qué teníamos de españoles nosotros, nacidos en México y ya muy adaptados a nuestro país, además de estar habituados a la comida, el carácter y el ceceo de nuestros padres, que fuimos abandonando paulatinamente? Me recuerdo de chica ceceando en casa y en la calle siseando, en un extraño afán de adaptación: ganó la ese y la ce quedó como una especie de clave íntima y secreta, una contraseña para llamar al origen cuando hubiera la necesidad y cuando hiciera falta sortear las dudas ortogáficas.

Muy joven, en 1976, viajé a España de mochila al hombro con unos compañeros de la escuela. Por supuesto, la visité con la ilusión de encontrar aquellos lugares, olores y sabores de los que tanto habían hablado mis padres y abuelos. Franco, el maldito culpable de todo, estaba aún en las monedas, en los timbres postales y en el gobierno español, y, en comparación con otras partes de Europa, España era un país subdesarrollado. Un tío mío que vivía en Madrid nos llevó a una pensión para jóvenes muy económica y ahí pasé la primera noche, desde la que escuché, al despertar, una discusión a gritos entre uno de mis compañeros y el dueño de la pensión, que le recriminaba haber usado demasiada agua para bañarse. Oyendo los gritos, me solté a llorar amargamente: el olor de las sábanas blancas, la penumbra, las voces, todo me retrotraía a un lugar del que supuestamente yo venía, pero que ya no estaba ahí. Cuando regresé con mi hermana en los años ochenta, la amabilidad sencilla de los españoles había desaparecido, junto con la pobreza: España era un país hermoso, entrañable, sí, donde se comía de maravilla, pero estaba muy lejos de aquellos españoles del exilio que fundaron otra España en México y poco a poco la fueron incorporando a nuestro asombroso melting pot cultural. Con el tiempo pensé que esas casas y esas vidas interrumpidas y desviadas de su camino inicial por la tragedia, aunque venturosamente preservadas, formaban una especie de lugar hecho de palabras, lo que equivalía a provenir no de un sitio concreto, sino de una historia, una patria en vilo, lo que en algo tendría que ver con el hecho de dedicarme a la narración.

Mi papá, Emilio García Riera, vivía mucho en su presente y en el cine que consideraba mejor que la vida; así tituló su pequeño libro de memorias, que obtuvo el Premio Villaurrutia. En cambio, mi madre nos dejó cientos de páginas con sus memorias, que en cierta época de su vida escribía y reescribía. Cuando le propuse que una amiga las capturara en la computadora para enviarlas a un concurso de testimonios sobre la Guerra Civil, pareció desilusionarse. Ella quería que nosotras las leyéramos, quizá un poco para que corroboráramos la verdad de sus recuerdos; tal vez nuestra lectura, nuestro reconocimiento de lo que ella recordaba, significaba para ella una prolongación de aquella materialización de su pasado en el presente que lograba mediante la evocación. Por mi parte, leer esos recuerdos me llenaba de conflictos: temía que los de mi madre y su visión abarcadora de la época en la que ya habíamos nacido sus hijos, devoraran los míos, siempre muy endebles, y los incorporaran a su propia versión. A la postre, decidimos, junto con mi prima, que leeríamos las autobiografías de nuestra madre y de la suya: quizá en las coincidencias encontraríamos un rescoldo de verdades de facto; o quizá no. Muchas verdades guardadas en la memoria suelen transformarse en narrativa a lo largo del tiempo, en la narrativa que ordena lo que no tiene orden, inventa con qué llenar los huecos y ata cabos con hechos improbables. El hecho de que tanta gente en la familia se haya dedicado a la escritura —mi padre y mi madre, como correctora implacable de textos; mis hermanos, yo misma, mi tía materna y ahora mi hija mayor— habla quizá de este afán por recuperar una historia con miles de versiones, de la que a fin de cuentas provenimos: un país de sangre y de palabras.◊

 


* ANA GARCÍA BERGUA

Es narradora. ……………………………