Melancolía de izquierda*

En esta época de posverdad, es necesario reconsiderar el lugar de las víctimas. De acuerdo con Enzo Traverso, hace falta regresar a una cultura que no se apiade de ellas, sino “que busque compensarlas, que vea a los esclavos como sujetos rebeldes, no como objetos de compasión”. No obstante, para esta reconsideración, el duelo y la lamentación son parte de la lucha misma. Por ello, antes de volver a conceptos como “revolución”, que en teoría parecen anquilosados, la meta primera está en el redescubrimiento de la melancolía de izquierda.

 

–ENZO TRAVERSO**

 


 

La melancolía de izquierda no es una novedad. No apareció en el alba del nuevo siglo como un brote inesperado por descubrir, descifrar, celebrar o lamentar. No es una enfermedad de la izquierda —un duelo patológico— como podría sugerirlo un uso superficial de las categorías freudianas. El quiebre histórico de 1989 —el fin del socialismo real— simplemente la reveló, no la creó. La melancolía de izquierda siempre ha existido —discreta, púdica—, con frecuencia subterránea, en la mayor parte de los casos desterrada de los discursos oficiales, censurada por la propaganda y siempre reacia a exhibirse en el gran día. La he llamado “una tradición oculta”, tomando prestada esta definición de Hannah Arendt. En 1944, ella había definido así (die verborgene Tradition) la historia del judaísmo “paria”, irreductible a todo conformismo religioso o político, insumiso tanto en la sinagoga como frente al poder establecido. En su opinión, sus mejores representantes eran Heinrich Heine y Bernard Lazare, dos judíos heréticos; Charles Chaplin, un artista que habría introducido la figura del shlemihl, vagabundo y marginal, en el cine; y Franz Kafka, escritor inclasificable y atormentado.1

Siguiendo el ejemplo de esta “tradición oculta”, la melancolía de izquierda no pertenece al relato canónico del socialismo ni del comunismo. No comparte prácticamente nada con la epopeya gloriosa, en la mayor parte de los casos ilusoria y falsa, de los triunfos y de las grandes conquistas, de las banderas desplegadas, de los héroes venerados, de las certezas del porvenir. Es más bien la tradición de las derrotas que, como Rosa Luxemburgo recordaba en víspera de su muerte, ha marcado la historia de las revoluciones. Es la melancolía de Blanqui y de Louise Michel después de la sangrienta represión de la Comuna de París; de Rosa Luxemburgo que, en su prisión de Wronke, medita sobre la masacre de la Gran Guerra y la capitulación del socialismo alemán; de Gramsci que, en una prisión fascista, vuelve a pensar la relación entre “guerra de posición” y “guerra de movimiento” después del fracaso de las revoluciones europeas; de Trotsky en su exilio final en México, encerrado detrás de los muros de una casa-búnker en Coyoacán; de Walter Benjamin quien, exiliado en París, vuelve a pensar la historia desde el punto de vista de los “ancestros sometidos”; de C.L.R. James escribiendo sobre Melville después de su cuarentena en Ellis Island, enemy alien en los Estados Unidos del macartismo; de los comunistas indonesios que sobrevivieron a la gran masacre de 1965; del Che Guevara en las montañas de Bolivia, consciente de que la vía cubana estaba entrando en un impasse.

La tristeza y el duelo, el sentimiento aplastante de la derrota, de los amigos y los camaradas perdidos, de las oportunidades desaprovechadas, de los logros destruidos, de la felicidad robada, han acompañado la historia del socialismo desde sus inicios, como el envés dialéctico del éxtasis revolucionario, en el cual todo se vuelve posible cuando se experimenta el placer de actuar en conjunto y de desvanecerse en la acción colectiva, cuando se tiene la impresión de flotar en el cielo, liberados de todo peso y capaces de darle, de manera completamente natural, un sentido a la historia. Esta melancolía de izquierda ha sido ocultada, reprimida o sublimada por representaciones que la sorteaban dibujando la imagen de un futuro liberado. De esta manera irriga la historia de los movimientos revolucionarios como un río subterráneo, como un flujo potente pero invisible, exorcizado o neutralizado por relatos edificantes, reconfortantes. Parafraseando a Walter Benjamin, podríamos decir que la cultura de izquierda está impregnada de melancolía, como un papel secante está embebido de tinta: “Pero, si dependiéramos del papel secante, ¿no quedaría nada de lo que se escribió?”.2 Más bien, es este texto oculto, este sustrato intelectual de emociones y de memoria, el que habría que traer de vuelta a la superficie.

En su prefacio a Minima moralia (1950), Adorno reunía sus “reflexiones sobre la vida mutilada” bajo el signo de una “ciencia melancólica” (traurige Wissenschaft) interesada en ubicar las huellas de la vida auténtica oculta bajo las capas espesas del mundo cosificado. Aquello que la filosofía solía llamar la “vida”, que ya no aparecía sino bajo sus formas alienadas, ya que había sido completamente absorbida por el proceso de producción mercantil que la vaciaba de su sustancia.3 El pensamiento crítico se daba entonces a la tarea de estudiar la cosificación universal que, pese a sus formas transitorias, se había vuelto la fuente última de las vidas particulares. La modernidad era totalitaria y nadie podía escaparse. Contra esta dominación insuperable, sólo podían desplegarse las virtudes críticas proporcionadas por la nostalgia inconsolable de una totalidad perdida, aquélla de una humanidad que todavía no se recupera de la cosificación mercantil. No hay la menor duda de que el marxismo de Adorno era profundamente melancólico, pero su melancolía —diferente en esto de la de otros filósofos de la Escuela de Fráncfort— era resignada. Su forma era esencialmente contemplativa y su función estrictamente consoladora: para él no existía ninguna alternativa a la dominación.

La melancolía de izquierda estudiada a la que me refiero aquí es de otra naturaleza, incluso si la resignación de Adorno no le es ajena y la ha afectado con frecuencia, o por lo menos tentado. La melancolía es indisociable de las luchas y las esperanzas, de las utopías y de las revoluciones, de las cuales constituye el envés dialéctico. Forma parte de la “estructura de los sentimientos” de la izquierda; estimula e inspira su pensamiento crítico y su reflexión estratégica. En pocas palabras, pertenece plenamente a su cultura.

Como lo mostró magníficamente Georges Didi-Huberman en su análisis de El acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein, la dialéctica del proceso revolucionario transforma el “pueblo en lágrimas” en “pueblo en armas”.4 El duelo, el sufrimiento y la lamentación no son en absoluto incompatibles con la lucha, ni regresivos en relación con la toma de conciencia y la reflexión. Los afectos acompañan el pensamiento y la acción. Las plañideras rituales de Eisenstein, devastadas frente al cuerpo sin vida del pobre marinero Vakulinchuk, expresan un dolor que no proviene de la impotencia. Sus lamentaciones son la chispa de la revuelta. No hay conflicto entre el pathos de las lágrimas y el logos del discurso político, ya que el primero es consustancial a la propia praxis revolucionaria.5 No hay acción sin fundamento estratégico (reivindicaciones, un proyecto, ideas) ni sin fundamento afectivo (dolor, llanto, indignación, cólera, esperanza, exaltación). En el fondo, la melancolía es uno de los afectos de la acción revolucionaria.

Pero no sólo existe la melancolía de las revoluciones de hecho: existe también aquélla de las derrotas. El duelo puesto en escena no es lo que conduce al pueblo a tomar las armas en El acorazado Potemkin, sino la aflicción del pueblo que, vencido, se ve obligado a dejar las armas. Eisenstein nos muestra el detonante de la revolución de 1905, no su conclusión; a la masacre de la escalera de Odesa le sigue, al final de la película, la fraternización entre los soldados y los insurgentes. Los pogromos, la represión, las humillaciones y el exilio que intervienen después de la derrota no entran en esta obra maestra que, según el modelo de memoria revolucionario analizado anteriormente, sublima la melancolía a través de la utopía, le da un lugar al duelo para inscribirlo en una secuencia revolucionaria. La revuelta de Odesa, sugiere Eisenstein, se concreta en octubre de 1917.

Existe, por un lado, el pathos de la acción y, del otro, el de la derrota, pero los dos pertenecen finalmente a la misma cultura; son dos disposiciones psíquicas, humorales, inscritas en un mismo compromiso intelectual y político. La melancolía de la revuelta es aquélla de El acorazado Potemkin, de La batalla de Argel, de Queimada donde el fondo del aire es rojo; la melancolía de la derrota es la de las multitudes enlutadas que siguen el paso de la estatua derribada de Lenin en La mirada de Ulises, o también de la joven de Liverpool que lanza un puño de tierra española en la tumba de su tío, antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales en Land and Freedom [Tierra y libertad]. Ambas son distintas, pero están ligadas entre sí, a veces expresadas por los mismos actores en momentos diferentes de su recorrido existencial y político. Ninguna de las dos podría confundirse con la resignación.

En la actualidad, esta melancolía de la derrota es omnipresente y al mismo tiempo está “censurada”, ocultada por una memoria pública que sólo da espacio a las víctimas. Las revoluciones aparecen como un arcaísmo de los siglos xix y xx, una época de fuego y sangre cuyo único legado es el duelo de las víctimas de las guerras, los genocidios y los totalitarismos. La melancolía que deriva de ella está despolitizada, es paralizante y conformista; se despliega mediante una liturgia pública de la conmemoración que, lejos de suscitar la revuelta, tiene el objetivo de sofocarla.

Yo quisiera dar voz a una cultura que no se apiada de las víctimas, sino que busca compensarlas, que ve a los esclavos como sujetos rebeldes, no como objetos de compasión. Es ésta la melancolía de las Madres de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, que luchan contra la dictadura militar al tiempo que hacen su duelo. El perfil de esta melancolía es el que habría que restituir, sin edulcoraciones pero también sin rechazo.

El discurso normativo actual, que postula la democracia liberal y la economía de mercado como el orden natural del mundo, estigmatiza las utopías del siglo xx y no deja ningún espacio a la melancolía de izquierda. Simplemente la considera culpable: su vínculo con los compromisos subversivos del pasado sólo merece la reprobación y obliga al rechazo. Pero al lado de la censura del discurso dominante, también había una autocensura, aquélla de una melancolía reprimida, proscrita. Durante mucho tiempo, admitirla era una prueba de debilidad o de resignación. Era necesario mentirse para “no exasperar a Billancourt”. Primero reprimida por la izquierda misma y, después, estigmatizada en nuestra época de restauración “postideológica”, a esta melancolía rebelde le hace falta ser descubierta, pide ser reconocida. Ahora bien, la melancolía y la revolución van en par; no puede haber una sin la otra. Como una sombra, la melancolía sigue los pasos de la revolución, volviéndose discreta durante su auge, saliendo después de su agotamiento y envolviéndola después de la derrota. Los vencidos la encarnan, pero queda inscrita en la historia de todos los movimientos que, desde hace dos siglos, han intentado cambiar el mundo. La experiencia revolucionaria se transmite de una generación a otra a través de las derrotas.◊

 


* Traducción de Rodrigo Fernández de Gortari.

1 Hannah Arendt, La tradition cachée : le juif comme paria, París, Christian Bourgois, 1987. / Hannah Arendt, La tradición oculta, España, Paidós Ibérica, 2004.

2 Walter Benjamin, Paris, capitale du xixe siècle, París, Éditions du Cerf, 1989, p. 488. / Walter Benjamin, “París, capital del siglo xix”, en “Poesía y capitalismo”, Iluminaciones II. Madrid, Taurus, 1972.

3 Theodor W. Adorno, Minima moralia. Réflexions sur la vie mutilée, París, Payot, 1991. / Theodor W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Santander, Akal, 2004.

4 N. del T.: Juego conceptual del autor entre las palabras larmes (lágrimas) y armes (armas).

5 Georges Didi-Huberman, Peuples en larmes, peuples en armes. L’œil de l’histoire, 6, París, Éditions de Minuit, 2016, p. 385. / Georges Didi-Huberman, Pueblos en lágrimas, pueblos en armas. El ojo de la historia, 6, Santander, Asociación Shangrila Libros Aparte, Contracampo, 2017.

 


** ENZO TRAVERSO
Es un historiador e intelectual italiano, actualmente profesor en Cornell University de Estados Unidos.