Marinos, letrados y paganos: coordenadas de lo grecolatino

Desde el espacio mediterráneo, escenario del surgimiento del mundo grecolatino, hasta la actualidad, David Noria nos lleva, de la mano de la historia, de la literatura y de la geografía, a encontrar la impronta de la edad clásica en nuestro mundo americano.

 

DAVID NORIA*

 


 

Si, en estricto sentido, Europa, Asia y África conforman un solo continente, no es menos cierto que el Mediterráneo hace las veces de puente entre una cuenca que, bien vista, no es demasiado grande. Esto explica suficientemente que este rincón del mundo —¿o será mejor llamarlo ombligo?— haya sido el teatro del mayor contacto de pueblos, cuando menos hasta 1492.

Ocultando la diversidad prehispánica de nuestro continente, la hegemonía del español en América —que se extiende como un continuo lingüístico desde el sur de Estados Unidos hasta Tierra del Fuego, esto es, a lo largo de cerca de 11 mil km— nos hace difícil concebir que apenas en una tercera parte de esa misma extensión, como son aproximadamente los 3 742 km que corren del estrecho de Gibraltar a las costas de Líbano —en el Mediterráneo—, puedan convivir tantas lenguas y pueblos diferentes (hasta 85, según algunos), aglomerados y sugeridos en sólo el nombre de algunos de sus puertos históricos: Estambul, Tesalónica, Alejandría, Nápoles, Génova, Venecia, Argelia, Marsella, Barcelona, Oporto, entre otros.

En el arte de la navegación, precisamente, habrá que buscar los resortes del dinamismo de los pueblos mediterráneos, entre ellos los antiguos griegos y romanos, para los cuales el ponto (o “puente”), como significativamente llamaron al mar, fue una ruta y un destino para tratar, en la paz y en la guerra, con gran número de civilizaciones. No es gratuito, en este sentido, que las epopeyas “nacionales” de los antiguos sean de algún modo bitácoras marítimas. Así, el “Catálogo de las naves” de la Ilíada, la Odisea toda y los primeros seis libros de la Eneida son poemas del mar. ¿De qué otro modo podía haber sido? Cualquier mapa de Grecia antigua revela de inmediato que bajo el nombre de Hélade no habrá que comprender sino el litoral de Asia menor, un magno archipiélago y el sur de dos penínsulas, la balcánica y la italiana, contando, por supuesto, a Siracusa o Sicilia; piénsese ahora en Roma, fácilmente unida al mar por el río Tíber, y en su Imperio, extendido a través del Mar Jónico al sureste, del Adriático al este y del Tirreno al oeste. No sólo todos los caminos, sino también todos los puertos, llevaban a Roma.

Las grandes civilizaciones de América fueron continentales y de altiplanos, colgadas muchas veces sobre cordilleras o grandes macizos, a enormes distancias de las costas. El mar, por ejemplo, no aparece mencionado en los relatos nahuas, con la casi única excepción del llorado sacrificio de Quetzalcóatl —signo aciago, por lo demás— en el punto del litoral de Veracruz que, en recuerdo del dios, se llama hasta nuestros días Coatzacoalcos. Para los aztecas, pues, el ajeno y apartado mar fue a la vez tumba de su divinidad más venerada y puerta para el conquistador, catástrofe a la vez mitológica y real. En cambio, más hechos a tierras bajas y costeras, griegos y romanos temían la tierra adentro: en la boreal Tracia los mitos griegos situaban el tabú del canibalismo; y de los apartados montes de Macedonia, como a su pesar lo vio Demóstenes, bajaría la espada que cortó definitivamente la edad clásica; en cuanto a los romanos, si bien pudieron gloriarse de haber vencido las flotas del emporio cartaginés —proeza que los colocaba por encima de los legendarios fenicios en el dominio del mar—, no consiguieron, sin embargo, subyugar del todo las estepas internadas y los umbrosos bosques del norte, por donde penetrarían al cabo sus invasores y nuevos amos.

Y es precisamente a través de los ojos de los pueblos que conquistaron y desfondaron Roma que se llega a agrupar en un mismo concepto a griegos y a romanos, quienes, por su parte, nunca se confundieron entre sí. ¿Qué más pudo decirles a los godos el hecho de que en Roma más de ochenta por ciento de la población hablara el griego y que se enseñara también en la escuela romana a los niños, al fin como lengua de comercio y cultura? Ocupados acaso con cuestiones de más urgencia, los nuevos conquistadores no reflexionaron mucho sobre el asunto y lo aceptaron tal como se presentaba —ese sistema escolar persistió todavía después de la caída de Roma en el 410—, como por lo demás aceptaron el resto de un aparato que, aunque minado en sus cimientos, seguía ofreciendo en todo caso una red de poder incomparable; y así, un sector de los visigodos aprendió latín y se alfabetizó, lo suficiente en primera instancia como para fijar por escrito, compaginándola con la romana, sus propia ley. Ejemplo de ello es el Breviario de Alarico, compilación de derecho romano del siglo ii al v, promulgado en el reino de Toulouse en el 506. En efecto, pronto descubrieron los pueblos germánicos que para señorear el Mediterráneo había que manipular el alfabeto, creación al fin de navegantes y administradores fenicios.

Pero acaso aún más que por la escritura y la navegación, griegos y romanos aparecieron como iguales, sobre todo, en tanto paganos. La hegemonía germánica, no hay que olvidarlo, es también una hegemonía cristiana. Combinando los alfabetos griego, latino y rúnico, el obispo de origen romano Ulfila había traducido la Biblia a lengua gótica, logrando desde el año 340 la conversión y cristianización de los visigodos, cuyo nombre significa “los godos del oeste”, es decir, provenientes de las riberas del Danubio y alrededor de las actuales Rumania y Moldavia. Para esta misma época, en Roma la persecución de los cristianos había quedado atrás desde que, bajo Constantino, se declaró la libertad de cultos con el edicto de Milán en el 313. Tácito recuerda que el incendio de Roma en el año 64 había desatado esta persecución.

Por lo tanto, para acallar los rumores, Nerón tomó como prisioneros y aplicó rebuscados castigos por los incendios a los señalados, que la gente llamaba cristianos. Cristo, el autor de su nombre, había sido entregado al suplicio por el procurador Poncio Pilatos, siendo Tiberio el emperador (Annales, XV, 44).

Paradójicamente, el asedio que padecieron bajo Nerón y Domiciano, y a lo largo de los siglos ii y iii, no hizo sino fortalecer la solidaridad entre las comunidades cristianas, empujadas, por ello mismo, como señalan Morrisset y Thévenet acaso siguiendo a Gibbon, “a organizarse como una sociedad secreta cuyas ramificaciones se extienden por todas partes y favorecen la difusión del cristianismo”.1

De esta suerte, cumplido el plazo de la Antigüedad, el cristianismo se filtró por todos los frentes y todos los rincones: Judea, donde nació; Grecia, desde donde san Pablo lo difundió; África, donde muy pronto encontró adeptos; el septentrión europeo, gracias a Ulfila, y aun desde las propias catacumbas de Roma. Todo conspiró —es decir, respiró en el mismo sentido— para poner fin a un mundo, el grecolatino, y dar comienzo a otro, el cristiano.

En cuanto a la navegación, la Edad Media en Occidente no adelantó mucho, pues los pueblos germánicos no supieron aprovechar puertos y navíos. Tras la conquista de Roma, codiciaron África, pero su impericia naval los hizo, más bien —cambiando el rumbo de la historia—, dirigirse a Galia y a España, haciendo de Toulouse y Toledo sus capitales, lo que explica en otro sentido que no surgieran nuevas lenguas romance a lo largo de la costa africana, como bien pudo haber sido el caso.

En cuanto a las letras, serán excepcionales los autores cristianos que recomienden vivamente estudiar a los profanos o paganos, entre ellos, ambos en el siglo iv, el africano san Agustín, buen lector de Cicerón, y el helenizado san Basilio Magno, con su “Discurso a los jóvenes sobre cómo aprovechar las letras griegas”. No será el viejo estudio del estilo, la poesía, la elocuencia y la oratoria lo que prevalecerá en las letras cristianas, sino el comentario exegético y apologético de las Escrituras. Siglos después, a las todavía lejanas generaciones del Renacimiento, alumnas al fin de la diáspora bizantina tras la caída de Constantinopla, les corresponderá subir los quilates estéticos y literarios de las lenguas romance —nacidas entretanto— de acuerdo con los modelos nuevamente descubiertos de griegos y romanos. Así sucedió en Italia, España, Portugal y Francia, donde el manifiesto de la generación de la Pléiade, Ronsard y Du Bellay a la cabeza, la famosa Défense et illustration de la langue française, pretende, como Horacio, no soltar de la mano a los clásicos.

Es en este recodo de la historia, cuando la corriente apresura inesperadamente su curso, donde —redescubierta la navegación por italianos, portugueses y españoles, así como los viejos modelos literarios— se descubre también América, ella misma alcanzada gracias a los timones y velas intrépidos, y a las plumas imaginativas. Por supuesto, la religión era todavía la columna vertebral de ese mundo. Y así, ya en plena época colonial, el poema de Domínguez Camargo donde describe el puerto de Cartagena o la poesía filosófica de sor Juana Inés de la Cruz, lo mismo que la iglesia barroca en Taxco, son las realizaciones en el Nuevo Mundo de una época —el Renacimiento— marcada por la síntesis de lo antiguo y lo medieval, largo proceso que se nutrió a sí mismo en una difícil dialéctica entre tierra y mar, letra y oralidad, paganismo (grecolatino e indígena) y religión instituida.

Hoy en día, después de tantos deslindes históricos y antropológicos, hablar de civilización grecolatina sólo tendría sentido como una fórmula de síntesis mayor —por no decir violenta— de un conjunto de diversas sociedades, épocas e instituciones, muchas veces disímbolas entre sí. Ya Atenas en el siglo v era otra cosa que Esparta en la misma época; el helenismo adelantado por las conquistas de Alejandro no es lo mismo que la vida política de dos o tres siglos antes en Grecia; y qué tendría que ver la época micénica del siglo xv con el Imperio romano tardío. Hubo un momento, en la baja Edad Media y aun en el Renacimiento, en que se creyó en una progresión lineal de Grecia a Roma. Llegó a decirse, incluso, que el latín provenía del griego, como éste a su vez del hebreo. Hoy sabemos que esto no es así, siendo el hebreo una lengua semítica y, por otra parte, el griego y el latín, ramas diversas del tronco indoeuropeo, con lo que esto conlleva de similitudes civilizatorias, pero también de diferencias radicales.

Sin embargo, desde el punto de vista de la historia de la cultura, no sólo es válida, sino aun irrecusable, la categoría de lo grecolatino, toda vez que ella ha sido funcional, productiva e incluso fundamental para las sociedades que le siguieron. De nuevo: no se trata como antes de trazar genealogías fantásticas y a la postre falseadas que remitan con facilismo a la Antigüedad, sino de reconocer, por un lado, que las imágenes y concepciones que desde la Edad Media hasta nuestros días han hecho una unidad de lo griego y lo romano tienen, en efecto, un sentido histórico definido por la transformación de ciertas instituciones y modos de vida, en especial la cultura letrada y ciertas posibilidades de una vida política, y, por el otro, que la cadena que nos une con Atenas o con Roma existe: no es una mera invención, si bien es mucho más compleja, rica y diversa de lo que generalmente pensamos.◊

 


1 Morriset y Thévenot, pp. 1186-1187.

 


Bibliografía

Morriset, R., y G. Thévenot (eds.), Les Lettres Latines. Histoire littéraire, principales œuvres, morceaux choisis, París, Magnard, 1985.

 


* DAVID NORIA

Egresado de la licenciatura en Letras Clásicas de la unam, es escritor, filólogo y lector en la Universidad de Aix-Marsella. Ha publicado poesía, ensayo y traducción en diversos medios.