Loxandra

 

SELMA ANCIRA*

 


 

De la gestación de cada libro se podría escribir un libro. Esta noche — Loxandra.

 

PREFACIO. ¿Cómo llega un traductor a un libro? Hay cientos de caminos, de lo más diversos, pero con frecuencia sucede así: lo lees y te enamoras. Buscas editor y haces que él se enamore. Lo traduces. Lo publica. — O bien: lo lee un editor. Se enamora. Busca traductor y hace que él se enamore. Lo traduce. Se publica. Loxandra llegó, sin embargo, sola.

 

CAPÍTULO UNO. París. Un café. El café de la mezquita. Estoy con una amiga griega con quien evocamos una Constantinopla en la que ninguna de las dos ha estado nunca.

—¿Has leído Loxandra? —me pregunta.

—No.

—Léelo. Es un libro maravilloso. Lo acaban de traducir al francés.

Vuelo a la Fnac. Una portada muy oriental. Una bella coedición del Instituto Francés de Atenas con Actes Sud. En breve, una invitación a la lectura.

Comienzo a hojear el libro y de pronto caigo en estas líneas: “Cortar en un atardecer de verano con un cuchillo filoso un melón verdidorado sobre un gran plato carmesí. ¡Ah!, ¿qué si no es la felicidad?”.

Compro el libro.

Me seduce su sencillez. Me entusiasma su amor por las pequeñas cosas. Me cautiva el relato que hace de la vida cotidiana en Constantinopla antes de 1922. Y, finalmente, me remonta a mi infancia, que no transcurrió en Makrojori, con su aguador, su marchante de sahlep y su sereno, sino en Mixcoac, con su panadero que recorría el barrio en bicicleta llevando una inmensa cesta de pan en la cabeza y su velador que al dar la vuelta en la esquina rompía con su silbato el silencio de la noche. ¿Acaso se necesitan más razones para querer traducir un libro?

 

CAPÍTULO DOS. Atenas. Comienzos del verano siguiente. El obligado paseo por las librerías de la capital helena. Loxandra en su trigésima octava edición me está esperando. La compro y la guardo en espera de tener la tranquilidad y el tiempo para disfrutarla.

Unos días después — Naxos. ¡Por fin! Por fin leeré la novela en griego. Estoy emocionada. Han sido muchos meses de espera. Abro el libro. Pero, ¡ay!… ¡La traducción francesa, excelente, no me advirtió de las dificultades del original! ¿Qué quiere decir majlepí? ¿O salmadaki? Me faltan palabras, no las encuentro… Mi pequeño diccionario las desconoce. Comienzo a preguntar alrededor. A los griegos de la isla. Para las recetas, por ejemplo, acudo a la Loxandra que lleva la taberna donde como cotidianamente. Se alegra, le da gusto que esté traduciendo ese libro que todo el mundo en Grecia conoce, pero lo siente, no sabe a qué corresponden aquellas palabras… Y es normal: la novela está salpicada de términos en desuso y de giros constantinopolitanos que no forman parte del vocabulario de los griegos de hoy en día.

 

CAPÍTULO TRES. Barcelona. La traducción ha ido avanzando muy poco a poco. Comienza a tomar forma. Sin embargo, sigo luchando con algunas palabras que se resisten. Que no aparecen. Necesito ayuda. ¡Kleri! Una vez más, ¡Kleri!… Kleri conoce muy bien su lengua: es profesora de griego. Kleri conoce la historia de su país: es arqueóloga. A Kleri ese tipo de retos le encanta. ¡Kleri! La llamo. Nos vemos.

—Kleri —le pregunto, entre otras muchas cosas—, ¿dónde podremos encontrar esto de mut me kep?

Mut me kepMut me kep… ¿Sabes qué? Eso lo tiene que saber la señora Eleni, que trabaja en casa de mi abuela. Es de origen albanés.

Allí mismo, desde su casa, llamamos a Zante, la isla donde vive la abuela.

—Señora Eleni (una breve explicación sobre la amiga que está traduciendo un libro, etcétera, etcétera), señora Eleni, ¿usted sabe qué quiere decir mut me kep?

Silencio del otro lado de la línea.

—¿Señora Eleni?

—No, Kleri, no te lo puedo decir.

—Por favor, es cosa de trabajo, aquí conmigo está mi amiga, está terminando su traducción, sólo le faltan esas palabras…

—Ay, Kleri, ¿de veras quieres que te lo diga?

—Pues sí, no se preocupe, no pasa nada.

—Ay no, Kleri, no, es que no me atrevo.

—Señora Eleni…

—Es que es muy feo. Muy feo.

—Por favor…

—Bueno, pero… te lo digo rápido, ¿eh? Quiere decir… ¡mierda con cebolla!

 

CAPÍTULO CUATRO. Estambul. El borrador de la traducción está ya muy avanzado. Durante meses he paseado por Tatavla, Makrojori y Stavrodromi sin conocerlos. He descrito los peces rojos del santuario de la Virgen de Baluklí sin haberlos visto. He hablado del tañido de las campanas de Santa Sofía sin haberlas oído. He descrito guisos sin haberlos probado… ¡Es hora de ir a Constantinopla! La ciudad de las siete colinas, la reina de las ciudades. Es hora de conocer Baluklí, de probar el sahlep y de ver Santa Sofía, que se yergue majestuosa dispensando serenidad a su alrededor. Es hora de comprobar que los colores y los aromas escritos en español coincidan con los que se ven y se respiran a las orillas del Bósforo.

Constantinopla. ¡Un sueño hecho realidad! La ciudad tantas veces leída en las descripciones de viajeros de distintas épocas palpita hoy al ritmo acelerado del siglo xxi. Ahora Gálata ya no es un barrio griego, ni el casco antiguo es solitario y tranquilo. Pero ahí está, de cualquier forma, buena parte de lo que busco. Aún se puede pasear por las angostas callejuelas adoquinadas de ciertos barrios, aún se pueden ver las bellas casas de madera que rodean Santa Sofía, la gastronomía sigue siendo delicada y exquisita, el Bósforo sigue dando sabrosas caballas en agosto, Baluklí está en su sitio y la Virgen no se ha movido de su santuario.

Tras muchas peripecias lingüísticas (¡en turco no sé sino unas cuantas palabras, la mayoría de las cuales son… ¡arcaísmos!) y un largo recorrido por calles empedradas y modernas avenidas, llego —¡por fin!— a un lugar tranquilo, casi peatonal. Ahí está el gran portón de madera que busco. Toco. Abre un hombre mayor.

—¿Baluklí?

—¡Adelante! —me dice. Y me lo dice ¡en griego! ¡Qué alivio y qué felicidad! Le pregunto si puedo pasar al Santuario, si puedo visitar el cementerio… Me mira entre curioso y complacido. Seguramente llega poca gente a Baluklí.

Entro. Es, no cabe duda, territorio griego. De pronto todo me resulta familiar. Casi puedo ver a Loxandra llegar con su cestita de comida y sus recipientes vacíos en busca del agua bendita del Manantial. Estoy callada, absorta en mis ideas, recreando imágenes de la novela, cuando oigo que el hombre me dice, intrigado:

—Disculpe, ¿a qué idioma está traduciendo Loxandra?

 

CAPÍTULO CINCO. Atenas. La traducción está casi lista. Yo —nuevamente en Grecia. En estos meses, entre otras cosas, he hecho una buena amistad con la editora griega, una mujer encantadora, otra entusiasta de Loxandra. Me pregunta si quiero conocer a la hija de Iordanidu, que tiene mil y una anécdotas sobre su madre. Sí, claro que quiero.

Vamos. En casa de Iordanidu la hospitalidad es auténticamente griega. Tenía razón: mil y una anécdotas contadas en una atmósfera distendida, cordial. De pronto, al calor de los recuerdos, me atrevo a preguntarle si tiene alguna foto de Loxandra, su bisabuela. No sabe. No se acuerda. Cree que no. ¿O sí? ¿No había una foto de Loxandra con su madre cuando ésta era pequeña? ¿Dónde estará esa foto? Se había olvidado de que existía.

—¿Tienen prisa? —nos pregunta.

—No, ninguna.

—¿La buscamos?

—¡La buscamos!

Un baúl inmenso lleno de papeles. Sobres. Fotos. Cartas. Cuadernos. ¿Será ésta? ¡No! ¿Ésta? ¡Tampoco! ¿Dónde estará esa foto? ¿Dónde estará? De pronto cae al suelo la fotografía de una mujer sentada, vestida de negro, las manos sobre las rodillas, las cejas juntas. Muy tiesa. Parece asustada. A su lado —de pie— con su bracito enganchado en el brazo de la abuela, una niña vestida de blanco con una cinta en el pelo. Las tres a coro: ¡Loxandra!

 

EPÍLOGO. México. Tras muchas horas de trabajo, algún otro viaje, varias consultas, lecturas y revisiones, la traducción está lista. A la muy arraigada usanza mexicana, quedo con mis amigos para desayunar. Dos de ellos son editores. Les hablo del libro: de Iordanidu, del personaje de Loxandra, de esa Constantinopla prodigiosa en la que convivían griegos, armenios, kurdos, albaneses, turcos… De los treinta y tres instantes de felicidad de Cin Seytan. Se entusiasman. Se miran. Se preguntan.

—¿Lo publicamos?

—¡Claro que lo publicamos!

El texto se va a la imprenta. Finalmente está a punto de salir.

—¿Lo presentamos?

—¡Claro que lo presentamos!

Presentar una bella tarde de invierno mexicano un libro tan querido en compañía de la familia y los amigos. ¡Ah! ¿Qué si no es la felicidad?◊

 


* SELMA ANCIRA

Es traductora, sobre todo del griego y del ruso.