Los señuelos de la subjetividad

 

MARÍA ANDREA ESPARZA NAVARRO*

 


 

Libros chiquitos.
Tamara Kamenszain.
Buenos Aires,
Ampersand, 2020.

 

Libros chiquitos, el más reciente volumen de Tamara Kamenszain, parte de una hipótesis que bien puede entenderse como clave de su obra poética y ensayística, piedra angular de su labor escritural: la relación entre el placer de la lectura y el deseo de escribir. Para decirlo de otra manera, este conjunto de breves ensayos consigna la experiencia vital íntima de una lectura que sólo se interrumpe para tramar la propia escritura. La fuerza que impulsa la escritura de Libros chiquitos es, lo declara la autora desde el comienzo, la lectura de Ensayo de vuelo de Paloma Vidal, un librito de apenas 45 páginas escrito en primera persona y en presente, durante un viaje en avión de Buenos Aires a São Paulo. Guiada por el impulso casi frenético que le otorga la lectura de una mancuerna de libros —La habitación alemana de Carla Maliandi y Buena alumna de Paula Porroni—, Vidal escribe en el bloc de notas de su teléfono, calculando la cantidad de palabras que alcanzará si no levanta la cabeza.

De este particular acto de escritura que confiesa el modo y las circunstancias en los que se articula, Kamenszain extrae una serie de asociaciones y de ideas que la ayudan a ponerse a escribir. Si el libro chiquito de Vidal, traductora al portugués de su obra, comprueba que el goce de la lectura trae siempre como consecuencia las ganas de escribir, también deja claro que para decidirse a escribir sólo se necesita tener a mano dónde hacerlo: una libreta de apuntes, un teléfono. Ahora, la lectura que apunta (y apuntala) Kamenszain en este volumen no es una que busque erudición, sino, desde una perspectiva más macedoniana sobre la cuestión, una “lectura de ver hacer”. Como Macedonio Fernández, Tamara Kamenszain se inclina menos por el lector erudito que por aquel que “en el lento venir viniendo de la lectura vislumbra, como a través de una vía regia, la tarea que lo está esperando y hacia ahí escapa”. Esta otra manera de leer, ciertamente desobediente en la medida en que abandona el texto ajeno para tejer el propio, dicta la pauta para armar una antología de libros y géneros chiquitos en la que el diminutivo deviene disparador de una estética que rehúye los tonos altisonantes, que recula ante la grandilocuencia. Una estética que le quita las mayúsculas a la literatura, que la “baja a tierra”, al trajín de lo cotidiano.

Con un tono que germina en el campo de la afectividad, Kamenszain despliega la historia —íntima, incluso confesional— de sus lecturas, de los libros que, si le permitieron fraguar su concepción ora de poesía, ora de teoría, ora de novela, también fungieron como formas de relacionarse con los otros. Desde los versos de “En la brisa, un momento” de Olga Orozco, con los que acompañaba a su mejor amiga ante la pérdida de su esposo, hasta las imágenes de Juguetes mexicanos de Carlos Espejel, con las que se acercaba a su nieto, los libros van perfilándose como lazos amorosos que la unen a amigos y deudos.

Escenas de lectura en las que centellean fragmentos de vida, Libros chiquitos se estructura en tres partes: “Ver hacer”, “Leer por dinero” y “Una coda”. En la primera —y más larga— sección, Kamenszain se detiene en explicitar los tres ejes que han jalonado sus lecturas, sus tres antologables, ya arriba aludidos. De entrada la poesía, mas la poesía como género chiquito que, despojado de metáforas y oropeles, dice lo cotidiano, aquella que se deja escandir por “la contundencia de lo que hay”. Poetas como Héctor Viel Temperley, Néstor Perlongher, João Cabral de Melo Neto, Nicanor Parra y Paul Celan ayudan a Kamenszain a configurar nociones como la del antivate: aquel que se desnuda de las vestimentas de gran poeta, que libera la poesía del peso metafísico para escribir el peso de los objetos simples, la nimiedad —siempre feroz, siempre afilada— de lo de todos los días. El “anti”, por cierto, también entraña una vulnerabilidad, un no saber de sí que necesita del otro, como cantaba Vallejo con su “Cuéntame lo que me pasa”.

Enseguida aparece la crítica como “un acto de amor tan disfrutable como la poesía”, acto, a la vez, de generosidad que ilumina, sin explicar, aquello que a veces se oculta ante los ojos del lector. En este punto del trayecto, La preparación de la novela de Roland Barthes es buena muestra de que los “libros chiquitos” lo son no tanto en virtud de su extensión, sino por su capacidad de disminuir sus intenciones, que no son ya las de construir grandes sistemas, sino las de seguir, en palabras del mismo Barthes, “los señuelos de la subjetividad”. Después vienen las novelitas, entre las que se cuentan Conjunto vacío de Verónica Gerber, El nervio óptico de María Gainza y La novela luminosa de Mario Levrero: todas ficciones autobiográficas que se dejan sacudir por los golpes de la realidad. Si bien Kamenszain cuenta aquí la historia de una pasión, ésta también se convierte en oficio; de ahí el título de la segunda parte: “Leer por dinero”. De modo que la lectura también “baja a tierra”, a la realidad que la urge a leer para hacer las veces de periodista, tallerista y editora. Para finalizar, la autora añade una coda, que no es más que una carta de amor a los nietos: breves páginas en las que los libros se convierten en la mejor forma de hablarles a los lectores chiquitos. Kamenszain escribe en este volumen la experiencia de sus lecturas con la grafía de la vida.◊

 


* MARÍA ANDREA ESPARZA NAVARRO

Es estudiante del Doctorado en Literatura Hispánica en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Publicó en 2007 su primer libro, Con amor de cardo, y desde entonces ha participado en diversas antologías, como Mapa poético de México (Ediciones Zur / Catarsis Literaria El Drenaje, 2008) y Mujeres que escriben (Ediciones de Botella, 2014).